A lo largo del siglo I se va difundiendo por el Imperio Romano el cristianismo. La nueva religión se fue extendiendo poco a poco, empezando por las ciudades y entre las clases y grupos menos cultos: siervos, mujeres, soldados. Su difusión fue discreta pero constante. En el siglo II, el cristianismo había adquirido suficiente importancia frente al judaísmo y había aceptado su vocación universal, comenzando a atraer hombres cultos, que presentan al cristianismo como la verdadera filosofía.
Durante el siglo III, a la vez que una profunda crisis en la sociedad romana, el cristianismo comienza a ser visto como una amenaza y comienzan las persecuciones. Es el siglo de Plotino y Orígenes, pero en el siglo IV, a partir de Constantino, todo bascula claramente del lado del cristianismo. Para entonces, las mejores cabezas teóricas se encuentran ya en este campo y se ocupan de una actividad nueva: la teología.
El cristianismo es, ante todo, una religión. Es una manera de relacionarse con Dios basada en una vivencia de fe, que por su radicalidad afecta a todos los aspectos de la vida del hombre, entre ellos el pensamiento. El cristianismo no cambia en el fondo el sentido y método e la filosofía, que sigue siendo la búsqueda de la verdad por medio de la razón. Lo que cambia son los supuestos o creencias de que se parte y la formulación de los problemas.
Muchas de las creencias en que se sustenta el cristianismo son compartidas por el judaísmo, cuya tradición incorpora el cristianismo y, a la vez, lo transforma, adoptando e interpretando las escrituras sagradas de los judíos como Antiguo Testamento. Todo el AT se convierte para los cristianos en acontecimientos que preparan la venida de Cristo, que ocurre ya en el Nuevo Testamento. El cristianismo será una simbiosis entre religiosidad bíblica y filosofía griega.
Lo más importante del cristianismo es que es una religión monoteísta (un solo Dios, hablar de las politeístas). La segunda creencia más importante es la de la creación. Los griegos y los romanos consideraban el mundo como algo eterno, que, de una manera u otra, había sido siempre como era en la actualidad. Si se consideraba que había sido creado por Dios, este había actuado en su creación con una materia preexistente, teoría que servía para explicar las imperfecciones del mundo.
El Dios bíblico crea de la nada y lo hace por voluntad propia, libremente. Lo que implica que, si Dios es bueno, el mundo, todo él, ha de serlo también, lo cual plantea un problema: ¿de dónde viene el mal del mundo?
Por otro lado, el hombre tiene un papel protagonista, ajeno completamente al mundo grecorromano. El hombre (Adán y Eva) es creado por Dios en último lugar, el sexto día, como culmen de su obra, y recibe de este el mandato de llenar la tierra y someterla, dominando plantas y animales. La tradición judeocristiana ve al hombre por encima de la naturaleza, porque está hecho a imagen y semejanza de Dios. Para el grecorromano el hombre es una parte más del cosmos y no precisamente la mejor.
Vinculados con esos cambios en la visión de Dios y del hombre están los cambios en la moral. Los cambios afectan a la actitud de fondo. Se produce la unión definitiva entre ética y religión, dimensiones que en el mundo antiguo habían estado a menudo disociadas. Para el cristiano Dios es la fuente del bien y la ley, la virtud por excelencia es la obediencia a Dios, que es amor y providencia. El prototipo de amor no es el amor de los hombres al Bien, sino el amor del Bien (Dios) a los hombres.
Un último cambio fue la diferente concepción del tiempo. Todo lo que ocurre en el tiempo, como el tiempo mismo, es único e irreversible. Para el cristianismo, la historia entera está regida por un plan, al término del cual se encuentra la salvación del hombre por medio de un Mesías que no es un personaje utópico o legendario sino alguien histórico.
BIBLIOGRAFÍA
AAVV. Historia del pensamiento filosófico y científico. Antigüedad y Edad Media. 1ª Edición. Barcelona: Herder, 2010. pp. 329-351.
PADILLA MORENO, J. Historia del pensamiento antiguo y medieval. 1ª Edición. Madrid: CEF, 2016. pp. 147-154.