Biografía de Pablo Ruiz Picasso: vida, amores y claroscuros de un genio

Nacer mirando al Mar Mediterráneo: la infancia malagueña de un prodigio

Pablo Ruiz Picasso vino al mundo en Málaga, en el otoño de 1881, en una ciudad que vivía de espaldas y, al mismo tiempo, rendida al Mediterráneo. No nació en un entorno bohemio ni marginal, sino en una familia acomodada, con un nivel cultural elevado y una sensibilidad hacia las artes poco común para la España de finales del siglo XIX. Su padre, José Ruiz Blasco, era profesor de dibujo en la Escuela de Bellas Artes y, además, conservador del Museo de Bellas Artes de la ciudad. Es decir, el pequeño Pablo creció literalmente rodeado de cuadros, láminas, yesos y pinceles. La pintura no fue algo que él eligiera un buen día, fue el lenguaje en el que se hablaba en su casa.

Málaga a finales del siglo XIX.

La figura de su madre, María Picasso, durante décadas pasó casi de puntillas por la historiografía, como si no hubiera tenido un papel relevante en la vida del artista. Sin embargo, a poco que uno repasa testimonios y reconstrucciones biográficas, resulta evidente que su presencia fue decisiva: fue ella quien sostuvo emocionalmente al niño de salud delicada, quien le dio una fe casi supersticiosa en sí mismo, quien le repetía que si alguna vez fuera soldado, llegaría a general, y si fuera cura, terminaría siendo Papa. El propio Pablo, ya convertido en “Picasso”, recordó siempre esa mezcla de ternura y determinación que caracterizó a su madre, una fuerza silenciosa que lo acompañó incluso cuando él renegó de su tierra natal.

La Málaga que conoció en su infancia no era una postal turística, sino una ciudad en la que todavía convivían los ecos del pasado decimonónico con los primeros síntomas de modernidad. En ese escenario, hubo un espectáculo que marcó de forma indeleble al niño: los toros. De la mano de su padre empezó a acudir a la plaza de La Malagueta, donde el ritual taurino, con su solemnidad, su violencia y su teatralidad, se le quedó grabado para siempre. No solo como tema iconográfico —que aparecerá una y otra vez a lo largo de toda su obra, desde dibujos infantiles hasta grabados tardíos—, sino como una forma particular de entender la vida: una mezcla de belleza, sangre, riesgo y muerte que encajaría muy bien con su propia biografía.

No es casual que uno de sus primeros cuadros importantes, El picador amarillo (1890), esté directamente ligado a ese universo taurino. A través de ese lienzo podemos ver al adolescente que observa, fascinado, el espectáculo desde la grada, y al mismo tiempo al futuro artista que comprende que la arena del ruedo es un escenario perfecto para narrar la condición humana. En esa mezcla de tradición andaluza, educación académica y sensibilidad precoz se fragua la base de lo que será Picasso: un hombre atravesado por la luz mediterránea, pero condenado a vivir casi toda su vida lejos de su tierra.

El Picador Amarillo (1890).

La falsa seguridad de aquellos primeros años se resquebrajó pronto. La destitución de su padre como conservador del Museo en 1888 fue un golpe económico y social para la familia. De pronto, la cómoda vida malagueña se volvió insostenible. José Ruiz, orgulloso y pragmático, pidió un traslado a La Coruña como profesor de la Escuela de Bellas Artes, y tras varios trámites, en 1891 los Ruiz Picasso abandonaban Málaga. El niño que había aprendido a medir el mundo por la intensidad de la luz mediterránea tendría que empezar a entenderlo también en tonos fríos y húmedos.

Del Atlántico a la tragedia: A Coruña, la disciplina y la muerte de Conchita

La Coruña fue el primer gran cambio de escenario en la vida de Pablo. Pasó de la claridad andaluza al clima atlántico, de una ciudad de toros y puerto a una urbe más discreta, con lluvias pertinaces y un horizonte distinto. Para la familia, el traslado supuso cierta seguridad económica, pero también aislamiento y nostalgia. Para el joven Picasso, en cambio, significó una etapa de formación rigurosa y de consolidación de su talento.

En la Escuela de Bellas Artes, bajo la mirada de su padre, empezó a manejar con soltura el dibujo académico, el estudio del desnudo, la copia de modelos clásicos. José, consciente de que su hijo lo superaba con creces, optó por una mezcla de orgullo paternal y exigencia profesional: lo animó, pero también lo sometió a disciplina. En las tardes gallegas de luz oblicua, Pablo llenaba cuadernos con apuntes de la calle, caricaturas, escenas cotidianas y paisajes urbanos. No era todavía el revolucionario que dinamitaría el arte del siglo XX, pero sí un adolescente que aprendía a mirar el mundo con voracidad.

Sin embargo, esta etapa coruñesa quedó marcada por una tragedia que lo atravesó para siempre. En 1895, su hermana pequeña Concepción, ‘Conchita’, enfermó de difteria y murió con apenas siete años. La familia entera se sumió en un duelo del que nunca se recuperaría del todo. Para Picasso, que tenía entonces catorce años, la muerte de Conchita supuso el descubrimiento brutal de la fragilidad. Esa experiencia temprana de pérdida acompañará, como un eco, muchas de sus representaciones de la maternidad, la infancia y el dolor.

Pablo y Concepción «Conchita» Picasso en 1888.

Es significativo que, años después, cuando ya era un artista de renombre, recordara A Coruña no solo como el lugar donde se formó académicamente, sino como el espacio en el que se cruzaron, por primera vez, la disciplina del dibujo y la conciencia de la muerte. Esa combinación de rigor y herida interna sería una constante en su vida: cuanto más se desbordaba emocionalmente, más disciplinado se mostraba ante el lienzo.

La pérdida de Conchita, unida al deseo de su padre de mejorar la posición profesional, motivó un nuevo cambio de ciudad. José obtuvo una cátedra en la Escuela de Bellas Artes de Barcelona y, con ella, la promesa de una vida más cercana a la modernidad que empezaba a agitar Europa. La familia volvió a hacer las maletas. El adolescente que llegaba a la Ciudad Condal ya no era el niño de La Malagueta, sino un joven que había conocido el duelo, la responsabilidad y la exigencia.

Barcelona: cafés, modernismo y el estreno de un joven genio del arte

La llegada a Barcelona supuso para Picasso una auténtica explosión de posibilidades. La ciudad, en plena efervescencia modernista, era un hervidero de arquitectos, escritores, músicos y pintores que buscaban sacudirse de encima la pesada herencia del academicismo. El ambiente estaba electrificado: la construcción de nuevos edificios, los cafés literarios, las tertulias en las que se discutía desde política internacional hasta simbolismo poético, creaban un campo de cultivo incomparable para un joven de talento desmedido.

Su entrada en la Escuela de Bellas Artes de la Llotja fue casi una anécdota: superó el examen de acceso en tiempo récord, demostrando una destreza que dejó atónitos a los evaluadores. Allí se familiarizó con las exigencias oficiales de la pintura, pero muy pronto empezó a sentir que la verdadera vida estaba en otra parte: en los cafés, en las tabernas, en las charlas interminables con otros jóvenes artistas y agitadores. Els Quatre Gats se convirtió en su segundo hogar, un espacio donde se exponían obras, se organizaban recitales y se discutía de todo.

Las Ramblas de Barcelona, en 1900.

Entre 1895 y 1900, Picasso produjo una obra sorprendentemente madura para su edad. Cuadros como La primera comunión o Ciencia y caridad muestran a un pintor capaz de manejar la composición, el claroscuro y la anatomía con una seguridad insultante. Parecía que había nacido sabiendo pintar “bien”. Pero precisamente esa capacidad, que en otro contexto lo habría convertido en un académico respetable, hacía que la pintura convencional se le quedara corta. Lo que en los demás era meta, en él era apenas punto de partida.

Ciencia y Caridad, 1897.

Barcelona fue también el escenario de sus primeras exposiciones, de los primeros elogios y de las primeras críticas. Allí empezó a intuir que, si se quedaba en España, su carrera quedaría atrapada entre encargos conservadores y un mercado artístico estrecho. Su breve estancia en Madrid, donde se matriculó en la Academia de San Fernando, no hizo más que confirmar esa sospecha: el ambiente le pareció anacrónico, rígido y poco receptivo a la innovación. Decidió, casi intuitivamente, que su lugar no estaba ahí.

Picasso, en torno a 1900.

En paralelo, España vivía una crisis profunda. La pérdida de las últimas colonias en 1898, el clima social tenso, la conflictividad obrera y los primeros estallidos como la Semana Trágica de Barcelona en 1909 hacían que el país pareciera un barco a la deriva. Picasso, que no se consideraba un intelectual político en estos años, sí percibía, en cambio, una sensación de atraso estructural. Fue gestándose en él una mezcla de desafección y tristeza hacia su país natal que, con el tiempo, lo llevaría a tomar distancia casi total de la vida cultural española.

En ese contexto, París se le presentó como una promesa de libertad. No tanto por idealismo, sino por pura necesidad vital. Tenía claro que si quería crecer, tenía que marcharse.

Reinventarse en París: bohemia, Casagemas y la sombra azul

Entre 1899 y 1904, Picasso se movió a caballo entre Barcelona y París como un funambulista que tantea la cuerda antes de cruzarla del todo. Los primeros viajes a la capital francesa le permitieron entrar en contacto directo con el ambiente que hasta entonces solo conocía por referencias: el eco de Lautrec, la influencia de Van Gogh y Gauguin, el bullicio de Montmartre, los cabarets, los burdeles, el bullicio nocturno. La ciudad era, todavía, la capital mundial del arte.

En esos años conoció íntimamente la bohemia, no como estampa romántica, sino como una forma dura de supervivencia. Vivía en habitaciones miserables, compartía espacios con otros artistas igual de pobres pero igual de decididos, frecuentaba cafés donde la cuenta se pagaba tarde y mal, y visitaba burdeles tanto por deseo como por curiosidad antropológica. Allí, en medio de un París marginal, se hizo asiduo a un universo femenino complejo, en el que la mujer era objeto de deseo, modelo, compañía, pero también víctima de una sociedad que la relegaba a los márgenes. Esa experiencia, lejos de ser decorativa, marcaría profundamente su manera de mirar el cuerpo y el rostro femeninos.

El punto de inflexión llegó con el suicidio de su amigo íntimo Carlos Casagemas en 1901. Casagemas, incapaz de digerir un amor no correspondido, se disparó en la sien en un café parisino. El impacto en Picasso fue profundo, casi devastador. De pronto, la bohemia dejó de ser un juego y se reveló como una selva de fragilidades donde se perdía gente real, con nombre y apellido. El joven malagueño se volcó entonces en una serie de obras en las que la tristeza, la soledad y la pobreza eran protagonistas indiscutibles.

Picasso en París.

Así nació la Etapa Azul. No se trataba solo de un cambio de paleta cromática; era una auténtica declaración de intenciones. Inspirado en parte por la espiritualidad alargada de El Greco, Picasso pintó mendigos, madres con hijos, borrachos, prostitutas, ciegos. Figuras aisladas en espacios casi vacíos, envueltas en gamas frías que parecían condensar toda la miseria existencial de la época. Al mismo tiempo, introdujo en esos cuadros una crítica social velada: la indiferencia de la sociedad ante los más vulnerables, la conversión del arte en mercancía, la soledad urbana.

La tragedia, 1903.

En 1904 decidió instalarse definitivamente en París. Lo que hasta entonces habían sido idas y venidas se convirtió en residencia permanente. Con ese gesto, simbólico y práctico, ponía tierra —y años— de por medio con su país natal. Volvería a España en contadas ocasiones, siempre de forma fugaz, y tras la Guerra Civil ya no regresaría jamás. Su biografía quedaba, desde entonces, anclada en Francia.

Fue precisamente en 1904 cuando la vida le concedió un respiro en forma de rostro femenino.

Fernande Olivier y Eva Gouel: del rosa enamorado al duelo irreparable

En la bohemia parisina, Picasso era visitante habitual de burdeles, estudios compartidos y cafés donde se entrecruzaban artistas y modelos. En ese ambiente conoció a Fernande Olivier. Ella no era una aristócrata ni una señorita burguesa, sino una mujer acostumbrada a sobrevivir en los márgenes de la ciudad. Modelo, independiente, con carácter, Fernande ofrecía una mezcla de sensualidad y fortaleza que sedujo al malagueño de inmediato.

Pablo Ruiz Picasso y Fernande Olivier.

Con Fernande llegaron los circo, los arlequines, los tonos cálidos: la célebre Etapa Rosa. La tristeza de los años azules no desapareció del todo, pero fue matizada por una nueva sensibilidad, más cálida, más humana. En sus cuadros comenzaron a aparecer saltimbanquis, familias de circo, figuras que vivían en un equilibrio frágil entre la marginalidad y la poesía. Se ha dicho con razón que Fernande ayudó a Picasso a reconciliarse con el mundo, al menos por un tiempo. La denuncia social seguía ahí, pero ya no teñida solo de desesperación, sino de una suerte de ternura trágica.

Acróbata y joven arlequín, 1905.

Sin embargo, la relación distó mucho de ser idílica. El temperamento de Picasso, celoso, absorbente y cambiante, chocaba con la necesidad de independencia de Fernande. El artista estaba ya en plena escalada de fama y su círculo de amistades se ampliaba sin cesar. Fue precisamente en este contexto de desgaste cuando apareció Eva Gouel.

Eva aportó algo diferente: sensibilidad y una delicadeza intelectual que conectaron con un Picasso más introspectivo. No era simplemente una modelo o una amante, sino alguien con quien podía hablar de arte desde dentro, que entendía su proceso creativo y que le ofrecía una forma de intimidad menos estridente que la vivida con Fernande. Poco a poco, las tensiones con Olivier se hicieron insostenibles, y Picasso acabó abandonándola para iniciar una relación con Eva.

Eva Gouel, en torno a 1914.

Con Eva se asocian algunas de las obras más íntimas del artista. Muchos autores señalan que fue uno de sus grandes amores, quizá el primero en el que el deseo se mezcló con una auténtica admiración espiritual. Pero la historia se truncó brutalmente. En el invierno de 1915, en plena Primera Guerra Mundial, Eva murió de tuberculosis. Para un hombre que arrastraba ya la muerte de Conchita y el suicidio de Casagemas, la pérdida de Eva supuso un golpe durísimo.

A partir de entonces, algo se endureció dentro de él. Su relación con las mujeres se volvió más fría, más calculada, más marcada por una suerte de distancia emocional. Él mismo parecía incapaz de volver a entregarse de la misma manera. A pesar de ello, las relaciones no dejaron de sucederse, y cada una de ellas dejó una huella profunda en su pintura y en su biografía.

Olga Jojlova: un matrimonio «modélico» que se agrietó desde dentro

En 1917, durante una colaboración con los Ballets Rusos, Picasso conoció a Olga Jojlova, bailarina de origen ucraniano, de elegancia clásica y formación refinada. Era otro mundo. Frente al caos bohemio de Montmartre, Olga representaba la posibilidad de una vida ordenada, socialmente respetable, con cenas formales y amistades influyentes. Multitud de artistas de su generación, al llegar a cierta edad, aspiraban a ese tipo de estabilidad burguesa, y Picasso no fue inmune a esa tentación.

Picasso y Olga Jojlova.

Se casaron en 1918 y, durante un breve periodo, el artista pareció adaptarse a ese guion: trajes bien cortados, salones parisinos, cierta solemnidad doméstica. En 1921 nació su hijo Pablo, conocido como Paulo, que reforzó la imagen de familia “de bien”. En estos años, su obra también se volvió relativamente más clásica, con un retorno a formas más figurativas que algunos han interpretado como reflejo de su nueva vida.

Pero debajo de esa aparente calma, las grietas crecían. Picasso, acostumbrado a la libertad absoluta de la bohemia, se sentía cada vez más incómodo en el corsé social que exigía Olga. Ella, por su parte, nunca terminó de aceptar los vaivenes emocionales y los horarios caóticos de un artista tan inestable. El matrimonio se convirtió en una convivencia tensa, con reproches mudos y distancias cada vez mayores.

En 1927, el encuentro con una joven francesa vino a dinamitar lo poco que quedaba en pie.

Marie-Thérèse Walter: el cuerpo que incendió el cubismo

En una calle de París, en 1927, Picasso vio a una joven y decidió que tenía que conocerla. Era Marie-Thérèse Walter, tenía apenas diecisiete años, y una belleza atlética y luminosa que lo dejó fascinado. Él ya era un artista consagrado, casado, mucho mayor; ella, una adolescente que se movía entre la ingenuidad y el deseo de aventura. A partir de ese momento, Picasso la convirtió en su obsesión, en su amante y en su musa.

Marie-Thérèse Walter.

La relación con Marie-Thérèse fue durante años un secreto cuidadosamente guardado, al menos en lo que respecta a la esfera oficial de su vida con Olga. Para Picasso, ella representaba una energía joven, una sensualidad desbordante que le permitió explorar el cuerpo femenino con una intensidad nueva. En sus cuadros, el cuerpo de Marie-Thérèse se convierte en un territorio cambiante, deformado por el cubismo, estirado por el surrealismo, cargado de una potencia erótica que rompe con cualquier representación académica.

Se calcula que la pintó más de medio centenar de veces. No se trata solo de cantidad, sino de la manera en que, a través de ella, llevó el cubismo hacia lugares nuevos, enlazándolo con el expresionismo y el surrealismo. El rostro ovalado, el perfil doble, la tensión entre reposo y deseo, le sirvieron para experimentar hasta qué punto la forma podía expresar un mundo interior convulso.

El sueño, 1932.

La relación, sin embargo, estaba condenada a chocar con la realidad. En 1935 nació Maya, la hija de ambos, y el secreto se hizo insostenible. Cuando Olga comprendió que no se trataba de un simple desliz sino de una doble vida con descendencia, abandonó el hogar familiar con el pequeño Paulo. Nunca concedió el divorcio, lo que dejó a Picasso atado legalmente a un matrimonio roto hasta la muerte de ella en 1955.

Aunque la pasión por Marie-Thérèse fue intensa, el artista terminó distanciándose emocionalmente. Algunos biógrafos sostienen que la idealizó tanto que, cuando la realidad cotidiana empezó a imponerse, perdió interés. Lo cierto es que la relación, ya deteriorada, se rompió definitivamente en 1936, cuando otra mujer, de una naturaleza muy distinta, irrumpió en su vida.

Dora Maar: el intelecto, la guerra y el grito en el lienzo

Si Marie-Thérèse encarnaba el cuerpo y la juventud, Dora Maar representó el intelecto y la lucidez crítica. Nacida como Henriette Theodora Markovitch en 1907, hija de un arquitecto croata, se formó en academias de arte parisinas y se convirtió en una artista multidisciplinar, especialmente brillante como fotógrafa. No era una figura decorativa; tenía un discurso propio, una mirada política y una ambición creativa sólida.

Picasso y Dora se conocieron en 1936, en el café Deux Magots de París, cuando ambos atravesaban el final amargo de otras relaciones: él, con Marie-Thérèse; ella, con el director Louis Chavance. La atracción fue inmediata, pero no se trató de una simple seducción física. Dora aportó algo que hasta entonces había escaseado en la vida del artista: confrontación intelectual. Cuestionaba, discutía, proponía. Tenía una posición política clara y un pensamiento agudo que, lejos de intimidarlo, lo estimulaba.

El contexto histórico amplificó esta intensidad. En España, la Guerra Civil estaba a punto de estallar, y en Europa se intuía la sombra de un conflicto mayor. Dora, politizada y crítica, ayudó a Picasso a tomar conciencia del drama que se vivía en su país natal, del que él se había ido desconectando. Bajo su influencia, el pintor se definió como antifascista, aceptó el cargo —más simbólico que efectivo— de director honorario del Museo del Prado por parte del Gobierno de la República, y se acercó al Partido Comunista francés, en el que acabaría militando.

Picasso y Maar en París.

La colaboración más célebre entre ambos no fue sentimental, sino artística: Guernica. Cuando en 1937 la aviación alemana bombardeó la localidad vasca por encargo de los sublevados españoles, Picasso fue encargado de realizar un mural para el pabellón de la República en la Exposición Internacional de París. La gestación de Guernica fue un proceso frenético en el que Dora estuvo presente de principio a fin. Su cámara documentó cada estado del cuadro, cada corrección, cada cambio de composición. Aquellas fotografías son hoy un testimonio esencial de la cocina interna de una de las obras más influyentes del siglo XX.

Dora también se convirtió en el símbolo de la angustia de esos años. La mujer que llora, quizá el retrato más célebre que Picasso hizo de ella, condensa el dolor personal y el colectivo. El rostro fragmentado, los ojos que parecen cristal a punto de romperse, las manos crispadas, son tanto Dora como la Europa desgarrada por la guerra. La relación entre ambos, en paralelo, se tornó cada vez más tóxica. Celos, humillaciones, dependencias emocionales y un fuerte desequilibrio de poder fueron minando la salud mental de ella.

La mujer que llora, 1937.

En 1943, en plena ocupación alemana de Francia, una joven artista irrumpió en la vida de Picasso. Como ya había hecho otras veces, mantuvo durante un tiempo una doble vida, al lado de Dora y de la recién llegada. Finalmente, se decantó por la segunda. Dora, rota por dentro, se apartó del foco público y sufrió un largo calvario psicológico, entre depresiones, reclusión y tratamientos. Murió en 1997, y solo después de su muerte el mundo del arte empezó a reconocerla plenamente como creadora autónoma, y no solo como “la musa atormentada de Picasso”.

Françoise Gilot: la mujer que se atrevió a irse

En 1943, en un París ocupado por los nazis, las calles vigiladas y el futuro envuelto en incertidumbre, Picasso conoció a Françoise Gilot, una joven artista nacida en 1921, hija de una familia acomodada parisina. A diferencia de otras parejas anteriores, Gilot llegó a su vida con una formación sólida, una educación refinada y una vocación artística propia, alentada por su madre desde la infancia. Pintora, ceramista, dibujante, tenía ya un horizonte claro para su propia carrera.

La relación entre ambos comenzó mientras Dora Maar todavía formaba parte de la vida del artista, lo que añade otra capa de complejidad al triángulo sentimental. Pero poco a poco, Françoise se fue imponiendo en el día a día de Picasso. Tras la guerra, se trasladaron a la Costa Azul, donde la luz mediterránea, que él conocía desde la infancia malagueña, reapareció en su vida, esta vez filtrada por el paisaje del sur de Francia.

Durante un tiempo, la relación pareció relativamente estable. Nacieron Claude y Paloma, y Picasso encontró en Françoise a una compañera que no solo posaba, sino que trabajaba en su propio arte, discutía, opinaba y tomaba sus propias decisiones. Sin embargo, el patrón se repitió: los celos, el control emocional, la tendencia del artista a necesitar ser el centro del universo terminaron erosionando la relación. Gilot, a diferencia de muchas de sus predecesoras, no estaba dispuesta a borrarse para sostener la vida de un genio.

Picasso y Gilot.

A comienzos de los años cincuenta, tras una serie de episodios especialmente tensos y coincidiendo con el inicio de la relación de Picasso con Jacqueline Roque, Françoise tomó una decisión insólita: se marchó. Con los niños, con sus cuadros y con su dignidad. No solo eso, años después, con él todavía vivo y en pleno apogeo de su fama, publicó Vida con Picasso, una crónica detallada de su convivencia en la que lo retrataba como un hombre genial, sí, pero también profundamente manipulador y emocionalmente abusivo.

Vida con Picasso, el libro que destapó al genio español.

Su testimonio fue un escándalo. No porque fuera el único —otras mujeres cercanas al artista habían sufrido situaciones similares—, sino porque fue la primera en atreverse a narrarlo públicamente. A partir de entonces, la figura de Picasso empezó a ser revisada con mayor severidad: ya no bastaba con admirar su obra, había que confrontar también la forma en que había tratado a quienes habían compartido su intimidad.

Gilot, lejos de quedar reducida a “ex de Picasso”, desarrolló una carrera respetable como artista, escritora y marchante, demostrando que se podía sobrevivir al campo gravitatorio del genio y seguir creando.

Jacqueline Roque: el último amor y el retiro frente al Mediterráneo

En 1953, cuando Picasso era ya un artista coronado por la fama, con una vida sentimental plagada de cicatrices y setenta y tantos años a sus espaldas, conoció a Jacqueline Roque. Ella era una mujer mucho más joven, vinculada al mundo de la cerámica, de carácter aparentemente sereno y discreto. La conoció en la fábrica de cerámicas Madoura, en Vallauris, y pronto se convirtió en una figura central en su vida.

Picasso y Jacqueline Roque.

Con Jacqueline llegó, por fin, algo parecido a la paz. No porque el artista moderara su carácter, que seguía siendo complejo, sino porque ella asumió el papel de guardiana de su mundo. Lo acompañó en su retiro progresivo del bullicio parisino hacia el sur de Francia. Primero La Californie, en Cannes, después Mougins, y el castillo de Vauvenargues: casas abiertas al mar, llenas de luz, repletas de lienzos, esculturas, cerámicas y bocetos que se acumulaban en cada rincón.

La relación con Jacqueline no estuvo exenta de polémicas, sobre todo en lo relativo a la gestión posterior del legado del artista y a las tensiones con los hijos de Picasso. Pero en el plano íntimo, fue la compañera de sus últimos veinte años. A ella la retrató incansablemente, en todas las variantes posibles: de perfil, de frente, fragmentada, sintetizada, convertida casi en signo gráfico. En sus últimos años, el cubismo se volvía más suelto, más gestual, y el rostro de Jacqueline se convertía en un laboratorio donde el viejo maestro seguía experimentando.

Jacqueline sentada, 1954.

Esta etapa fue también la del Picasso que ya no acepta encargos, que pinta porque no sabe hacer otra cosa, porque el acto de pintar era su verdadera forma de respirar. Aunque físicamente más frágil, seguía trabajando a un ritmo inverosímil, llenando cuadernos de dibujos y estudios, multiplicando los autorretratos en los que se representaba como un viejo guerrero, un fauno, un torero otoñal que todavía mira al mundo con desafío.

La sombra de la tauromaquia, que había entrado en su vida de la mano de La Malagueta malagueña, permaneció hasta el final. El toro, el picador, la arena circular, aparecían una y otra vez, como si el artista se reconociera en esa figura que entra al ruedo sabiendo que la muerte es una posibilidad, pero también una condición del espectáculo.

Picasso murió el 8 de abril de 1973, en Mougins, tras una vida que atravesó guerras mundiales, revoluciones políticas, cambios de régimen, auge y caída de ideologías, y que dejó una producción artística que resulta casi inabarcable. Jacqueline, tras su muerte, se convirtió en pieza clave en la organización de su legado, pero también en protagonista de un final trágico: sumida en la depresión, se suicidó en 1986.

Un legado incómodo: genio, sombras y relecturas contemporáneas

Con la muerte de Picasso se abrió una nueva etapa: la del reparto de su herencia material y simbólica. Obras, derechos, propiedades, archivos… todo ello se convirtió en objeto de disputas, acuerdos y proyectos de memoria. Museos dedicados a su figura se multiplicaron, especialmente en París, Barcelona y Málaga, mientras historiadores, críticos y comisarios se dedicaban a catalogar, interpretar y reinterpretar una obra que había atravesado prácticamente todas las etapas del siglo XX.

Al mismo tiempo, su figura como hombre empezó a ser revisada con otro filtro. En vida, la narrativa dominante había sido la del genio inalcanzable, el artista que todo lo transforma. Tras su muerte y, sobre todo, con los testimonios de mujeres como Françoise Gilot, se hizo evidente que la brillantez artística no lo eximía de haber ejercido un enorme poder sobre sus parejas, muchas veces con consecuencias devastadoras. El mito del “genio atormentado” empezó a ser cuestionado, y la figura de Picasso se convirtió en un campo de batalla donde se cruzaban debates sobre patriarcado, abuso emocional, responsabilidad moral y separación —o no— entre obra y autor.

Guernica, 1937.

Su relación con España también es, en sí misma, un síntoma de esta tensión. Abandonó el país siendo muy joven, criticó su atraso, y solo volvió de forma esporádica antes de 1936. Tras la Guerra Civil, se negó a regresar mientras duró la dictadura franquista, aunque su obra más universal, Guernica, terminaría convirtiéndose en un símbolo de la resistencia y la memoria democrática. Cuando finalmente el cuadro regresó a España, lo hizo con una condición clara: que lo hiciera a una España libre.

Picasso es, por todo ello, una figura incómoda y necesaria. Incómoda porque obliga a mirar de frente las contradicciones entre la belleza de su obra y la dureza de su vida íntima. Necesaria porque sin él no se entiende la ruptura radical que supuso el arte del siglo XX, desde el cubismo hasta la abstracción, desde el collage hasta el arte político.

“Genius: Picasso”: la pequeña pantalla como espejo sin paños calientes

En 2017, la cadena National Geographic decidió llevar a la pantalla la vida de algunos de los grandes nombres del siglo XX en una serie titulada Genius. La primera temporada, dedicada a Albert Einstein, funcionó tan bien que la segunda se consagró al malagueño que había reinventado el arte contemporáneo. Así nació Genius: Picasso, un intento de condensar en diez episodios de unos 45 minutos casi noventa años de vida y obra.

Antonio Banderas —otro malagueño— y Alex Rich encarnan a Picasso en sus distintas etapas, alternando juventud y vejez para componer una biografía fragmentada, casi cubista. La serie recorre los escenarios cruciales: la infancia en Málaga, los años de formación en Barcelona, la bohemia de Montmartre, las guerras, los amores tumultuosos, el exilio interior en el sur de Francia. Por el camino aparecen figuras esenciales en su historia: Dora Maar, Carlos Casagemas, Jaime Sabartés, Fernande Olivier, Françoise Gilot, Kahnweiler, Braque, Matisse, Renoir y un largo etcétera.

Lo más interesante es que la serie no se limita a glorificar al genio. Al contrario, muestra de forma bastante directa su carácter difícil, sus infidelidades constantes, su crueldad emocional con algunas de sus parejas, especialmente con Dora Maar y Françoise Gilot. No se trata de un retrato perfecto ni de una tesis definitiva, pero sí de una aproximación que evita el edulcorante habitual con el que tantas veces se ha mostrado a los grandes artistas. Frente al cliché del creador incomprendido, Genius: Picasso se atreve a enseñar también al hombre capaz de destruir emocionalmente a quienes más cerca tenía.

La recepción de la serie fue más discreta que la de la temporada dedicada a Einstein, quizá porque el reto era, en cierta forma, más complejo: contar a un personaje que, a diferencia del físico alemán, ha sido constantemente revisado, expuesto y discutido. Aun así, la interpretación de Banderas fue muy elogiada y obtuvo nominaciones a premios como los Emmy o los Globos de Oro, confirmando que la figura de Picasso sigue generando un interés difícil de agotar.

En última instancia, la serie sirve como una puerta de entrada para quienes se acercan por primera vez a su vida, pero también como un recordatorio para quienes ya sabían quién era: Picasso no fue solo el hombre que pintó Las señoritas de Avignon o Guernica. Fue también el niño fascinado por los toros, el joven que perdió amigos y amores, el artista que rompió con su país, el amante que hizo daño, el anciano que siguió pintando hasta casi el último aliento. Un hombre cuyo legado, como su obra, está hecho de luces deslumbrantes y sombras densas.

Y quizá ahí reside su verdadera dimensión histórica: en obligarnos a mirar de frente esa mezcla incómoda de genialidad y miseria humana, sin paños calientes, igual que hace la cámara en Genius: Picasso y, antes que nadie, los propios lienzos del artista.

BIBLIOGRAFÍA

AAVV. Historia de los Estilos Artísticos II. Istmo, Madrid, 2009.

BERGER, J. Fama y soledad de Picasso. Alfaguara, Madrid, 2013.

CABALLERO, O. Dora Maar: mucho más que una musa. [Última revisión: diciembre de 2025] Recuperado de: https://www.lavanguardia.com/cultura/20190614/462858331883/dora-maar-exposicion-pompidou-picasso.html

MOMA. Pablo Picasso. Les Demoiselles d’Avignon. [Última revisión: diciembre de 2025] Recuperado de: https://www.moma.org/collection/works/79766

MOMA. Pablo Picasso. The Charnel House. [Última revisión: diciembre de 2025] Recuperado de: https://www.moma.org/collection/works/78752

MUSEU PICASSO BARCELONA. Autorretrato. [Última revisión: diciembre de 2025] Recuperado de: http://www.bcn.cat/museupicasso/es/coleccion/mpb110-076.html

MUSEU PICASSO BARCELONA. Ciencia y caridad. [Última revisión: diciembre de 2025] Recuperado de: http://www.bcn.cat/museupicasso/es/coleccion/mpb110-046.html

NATIONAL GEOGRAPHIC HISTORIA. El Guernica de Picasso paso a paso. [Última revisión: diciembre de 2025] Recuperado de: https://historia.nationalgeographic.com.es/a/guernica-picasso-paso-a-paso_12698/1

PRADO, J.M. Entender la pintura: Picasso. Orbis Fabbri, Barcelona, 1989.

RIVAS, M. En La Coruña se conservan los primeros recuerdos escolares y pictóricos de Picasso. [Última revisión: diciembre de 2025] Recuperado de: https://elpais.com/diario/1983/11/10/cultura/437266802_850215.html

TORRES, G. L. Picasso y Lautrec, más allá del burdel. [Última revisión: diciembre de 2025] Recuperado de: https://www.rtve.es/noticias/20171016/picasso-lautrec-mas-alla-del-burdel/1628618.shtml

Alfred Thayer Mahan y su influencia en el Desastre de 1898

Pocas figuras han dejado una huella tan profunda y duradera en la historia naval moderna como Alfred Thayer Mahan, un oficial estadounidense que, con la publicación en 1890 de The Influence of Sea Power upon History, 1660–1783, alteró de forma radical la manera en que las grandes potencias concebían su estrategia marítima, su política exterior y su proyección internacional. Su obra, estudiada con fervor en las academias navales de medio planeta, contribuyó a cimentar un nuevo paradigma según el cual el dominio del mar se convertía en la clave del poder global. Lo que quizá Mahan jamás imaginó es que sus teorías tendrían una aplicación tan inmediata y tan decisiva en un conflicto que, pocos años después, enfrentaría a su propio país con una España decadente, desgastada por décadas de errores políticos y estratégicos. La Guerra Hispano-Estadounidense de 1898, conocida en España como el Desastre del 98, no puede entenderse sin analizar la profunda influencia que las ideas mahanianas ejercieron sobre los dirigentes norteamericanos y, en paralelo, la incapacidad española para adoptar una doctrina naval coherente en un siglo XIX convulso y plagado de oportunidades perdidas.

Para entonces, España seguía contando —al menos sobre el papel— con una de las marinas de guerra más grandes del mundo. Todavía figuraba entre la cuarta o quinta escuadra mundial en número bruto de unidades, y poseía algunos buques modernos, cruceros acorazados como el Infanta María Teresa, el Vizcaya o el Almirante Oquendo, así como el imponente acorazado Pelayo, una nave única en su clase que simbolizaba las ambiciones frustradas del país por recuperar un protagonismo internacional que ya hacía décadas se le escapaba de las manos. En cambio, Estados Unidos, cuya marina había sido poco más que una fuerza costera tras la Guerra Civil, estaba en plena transformación. En menos de treinta años, pasaría de tener barcos de madera semidesfasados a liderar operaciones navales de escala global, preludio de la aparición de la célebre Gran Flota Blanca —la Great White Fleet— que Theodore Roosevelt enviaría a dar la vuelta al mundo en 1907 como demostración indiscutible de poder imperial.

Mahan no inventó el navío de acero ni la propulsión de triple expansión, pero sí ayudó a que la naciente superpotencia estadounidense comprendiera que el elemento marítimo, bien gestionado, podía convertirse en el pilar fundamental de su expansión. En un mundo en que las viejas monarquías europeas miraban con recelo la emergencia norteamericana, la doctrina de Mahan otorgó a Estados Unidos un marco teórico con el que justificar su ambición. A ojos del autor, el mar no era solo un espacio físico, sino el escenario privilegiado desde el que proyectar poder, garantizar la seguridad nacional y controlar los intercambios comerciales. Quien dominara las rutas marítimas, afirmaba, dominaría la historia.

España, por desgracia, había olvidado esa lección. Heredera del mayor imperio marítimo jamás visto bajo una sola corona, la nación que en el siglo XVI había surcado todos los océanos del planeta vivía, a finales del XIX, atrapada entre la nostalgia de su pasado glorioso y las miserias de una administración corrupta, perezosa y profundamente desconectada de los desafíos militares del mundo moderno. A diferencia del Reino Unido, que había asumido desde Nelson el valor del poder naval, o de Alemania, que bajo Guillermo II se lanzaba a una carrera frenética por construir acorazados que rivalizaran con la Royal Navy, España permanecía anclada en modelos conceptuales que ya no respondían a las exigencias tecnológicas de su tiempo. Sus teóricos seguían debatiendo entre la escuela clásica —que insistía en reproducir la lógica de las batallas de línea— y la escuela de buques ligeros —más adaptada a la realidad presupuestaria—, pero no lograban construir una doctrina coherente.

A esa falta de visión doctrinal se sumaba un mal endémico que ya había corroído los cimientos del país desde el reinado de Carlos IV: la omnipresente corrupción. La burocracia naval española era farragosa, lenta y, con demasiada frecuencia, presa de intereses políticos que obstaculizaban cualquier intento de modernización. Se malgastaban los escasos recursos disponibles, se encargaban buques que tardaban años en construirse y cuya vida útil comenzaba ya comprometida, y se tomaban decisiones estratégicas que respondían más a conveniencias personales que a un análisis frío de la coyuntura internacional. El caso del submarino Peral es el ejemplo más doloroso. Isaac Peral, visionario adelantado a su tiempo, diseñó un submarino operativo décadas antes de que los grandes imperios comprendieran el potencial de estas máquinas. La Marina española poseía así un arma revolucionaria, capaz de alterar el equilibrio naval mundial, pero lo dejó morir por falta de presupuesto, desconfianza burocrática y mezquindad política. Mientras tanto, en Estados Unidos y Alemania, sus teóricos observaban con atención ese tipo de innovaciones que España despreciaba.

En el escenario internacional, Estados Unidos ya había identificado la clave de su futuro: convertirse en una potencia oceánica capaz de proteger sus intereses comerciales desde el Atlántico al Pacífico. La doctrina del Destino Manifiesto —esa convicción casi religiosa de que la nación estadounidense estaba llamada a liderar el mundo— encontró en Mahan la herramienta intelectual perfecta para extenderse más allá del continente. Si hasta 1865 había prevalecido un cierto aislacionismo, en la década de 1880 Washington comprendió que el océano no debía ser barrera, sino puente. De esta forma nació la “diplomacia del cañonero”, una política exterior basada en el despliegue de acorazados frente a las costas de países considerados débiles o estratégicos, con el fin de imponer acuerdos comerciales, tutelar gobiernos o intimidar a rivales europeos. Allí donde aparecía una línea de casco blanco con cañones asomando al sol tropical, la voluntad estadounidense se hacía ley. Era la aplicación práctica del mahanismo: la política exterior como prolongación del poder naval.

En contraste, España llegaba al umbral del conflicto de 1898 agotada. La pérdida de sus territorios continentales americanos después de 1824 no solo había mutilado su extensión imperial, sino que había hundido su autoestima como nación marítima. Los intentos de recomponer la Armada durante el reinado de Isabel II, o posteriormente durante la Restauración borbónica, fueron tímidos, erráticos y siempre sometidos a vaivenes presupuestarios. Mientras Estados Unidos construía una armada uniforme, coherente y diseñada para operar a miles de kilómetros de sus puertos, España mantenía barcos de distintas procedencias, distintos armamentos, distintos calibres y distintos criterios de protección, lo que hacía extremadamente difícil su mantenimiento. El Pelayo era un símbolo de ambición frustrada: potente, pero único; armado, pero solitario; diseñado como buque capital de una flota que nunca llegó a existir. La clase Infanta María Teresa representaba un esfuerzo por modernizar la Marina con cruceros acorazados, pero estos llegaron tarde, con blindajes insuficientes, máquinas poco eficientes y artillería que no podía rivalizar con los cañones estadounidenses de tiro rápido.

Para más inri, España seguía siendo víctima de la persistente leyenda negra que, desde el siglo XVI, el Reino Unido había alimentado y que Estados Unidos heredó con entusiasmo. Mientras la prensa norteamericana —en manos de magnates como William Randolph Hearst— caricaturizaba a España como una nación medieval, cruel y racista, la realidad histórica era muy distinta. Para 1898, la esclavitud había desaparecido completamente del mundo hispánico, mientras que en Estados Unidos apenas hacía treinta años que se había abolido y la segregación racial seguía siendo un hecho legal, cotidiano e institucionalizado. Sin embargo, en el imaginario estadounidense —alimentado por propaganda interesada— la guerra se presentó como un acto de liberación contra un imperio opresor. Resulta irónico que, bajo el pretexto de liberar a Cuba, Estados Unidos terminara por convertirla en un protectorado, mientras que Puerto Rico fue directamente anexionada. Pero la propaganda se impondría a la verdad, y el mahanismo proporcionó el marco perfecto para justificar aquella empresa expansionista.

En el propio seno de la Armada Española existía una profunda contradicción. En la península, la institución seguía envuelta en un aura de prestigio casi romántico. El público recordaba las gestas de Lepanto, los galeones de Manila, las batallas contra piratas berberiscos o las campañas globales del siglo de los Austrias. Pero esa Armada épica no tenía nada que ver con la realidad del fin del XIX. Los arsenales estaban desfasados, los astilleros apenas podían producir unidades modernas, y la falta de carbón de calidad —crucial para los motores de triple expansión— hacía que muchos buques españoles navegaran con propulsión muy inferior a la prevista en sus diseños. En Estados Unidos, en cambio, se empleaba carbón de altísima calidad procedente de Pensilvania, con un poder calorífico superior que garantizaba mayores velocidades sostenidas. Cuando los cruceros acorazados españoles llegaron a Santiago de Cuba, estaban ya deteriorados por la travesía, mal alimentados de combustible y con calderas que apenas alcanzaban el rendimiento teórico. Los estadounidenses, en cambio, tenían navíos como los acorazados de la clase Indiana o los cruceros de la clase New York, máquinas modernas construidas para resistir, disparar rápido y mantener posiciones estratégicas durante horas.

Así se configuró el escenario del 98: de un lado, una España con cierta apariencia de potencia naval, pero sin doctrina, sin recursos y sin voluntad política; del otro, una nación joven, industrializada, ambiciosa y respaldada por una teoría naval que había entendido la esencia del poder global. El choque fue inevitable. La victoria estadounidense no fue fruto de un impulso repentino o de una superioridad coyuntural, sino la consecuencia lógica de décadas de preparación teórica, industrial y estratégica.

Alfred Thayer Mahan

Mahan, arquitecto intelectual del poder naval estadounidense

Para comprender plenamente el peso que tuvo la doctrina de Alfred Thayer Mahan en la guerra de 1898, resulta imprescindible detenerse brevemente en el contexto biográfico e intelectual que dio forma a sus ideas. Mahan no solo fue un historiador naval brillante, sino también un testigo privilegiado del proceso de modernización de la Armada de los Estados Unidos. Nacido en 1840 en West Point, en el seno de una familia profundamente vinculada a las armas, Mahan creció en un ambiente marcado por la disciplina castrense y por una reflexión constante sobre la función militar en la historia. Su formación como oficial de marina, unida al análisis de la decadencia que sufría la marina estadounidense tras la Guerra de Secesión, lo impulsó a reconstruir intelectualmente el papel del mar en el destino de las naciones. Inspirado por las guerras anglo-holandesas, los programas navales franceses del XVII y XVIII y, sobre todo, por la hegemonía británica establecida después de Trafalgar, Mahan desarrolló su tesis fundamental: el dominio del mar es condición indispensable para la grandeza de cualquier potencia.

El impacto inmediato de una teoría revolucionaria

Cuando publicó The Influence of Sea Power upon History en 1890, su obra fue recibida en Washington como una revelación estratégica. No era simplemente un estudio histórico, sino una guía práctica para el futuro. Mahan afirmaba que las naciones que poseen una marina mercante vigorosa, puertos bien situados, bases navales estratégicas y una flota de batalla capaz de obtener la supremacía decisiva estaban destinadas a dominar la política mundial. En aquel momento, Estados Unidos debatía su lugar en el mundo: ¿debía continuar siendo una potencia continental, o aspirar a una proyección internacional acorde con su tamaño, riqueza industrial y ambición? El pensamiento mahaniano proporcionó el marco teórico para dar el salto.

A partir de 1883, y con renovado impulso tras la publicación de Mahan, se puso en marcha el programa que pasaría a la historia como la New Navy, un esfuerzo masivo de industrialización militar que transformó por completo la marina estadounidense. Buques como el USS Maine, el USS Texas, los acorazados de la clase Indiana y los cruceros New York, Brooklyn y Olympia encarnaban la nueva filosofía: acero, artillería de tiro rápido, blindajes coherentes, logística eficiente y capacidad de operar a miles de kilómetros del territorio continental. El viaje del USS Oregon, bordeando el Cabo de Hornos para integrarse en la escuadra del Caribe, demostró al mundo entero que Estados Unidos había dejado atrás la etapa de flota costera.

Una España sin doctrina frente a un rival que sí la tenía

El contraste con España era abrumador. Aunque todavía figuraba sobre el papel entre las grandes armadas del mundo, la realidad era muy distinta. España careció a lo largo del siglo XIX de una doctrina naval coherente. Ningún teórico logró articular un modelo que orientara la construcción naval, la logística ni la política exterior. Los debates eran estériles: acorazados grandes o flota ligera, defensa del litoral o proyección colonial, inversión doméstica o compras en el extranjero. En la práctica, se acabó creando una flota híbrida, inconsistente y profundamente dependiente de decisiones políticas mal fundamentadas.

El Pelayo simboliza esa incoherencia estructural. Era un magnífico acorazado en sí mismo, pero un acorazado aislado, sin gemelos ni escuadra que lo acompañara, sin una estrategia definida para su uso y sin una doctrina que integrara su potencial en un plan de guerra coherente. A ello se sumaba la corrupción burocrática y la parsimonia administrativa. Mientras Estados Unidos construía sus buques en serie, con sistemas homogéneos de artillería y logística unificada, España mantenía unidades heterogéneas que complicaban su mantenimiento. El caso del submarino Peral, una revolución tecnológica que podría haber cambiado la historia naval mundial, quedó truncado por una mezcla de ignorancia política y mezquindad institucional que harían sonrojar incluso al más indulgente historiador.

El Pelayo en 1892.

La aplicación práctica del mahanismo en la política exterior de EEUU

Estados Unidos entendió antes que nadie, gracias al pensamiento de Mahan, que el control de los mares permitía moldear la diplomacia mundial. La llamada “diplomacia del cañonero” era precisamente la puesta en acción del mahanismo: emplear el poder naval para imponer condiciones comerciales y geopolíticas. Para ello resultaba indispensable un sistema global de bases navales, estaciones carboneras y puertos seguros. Cuba, Guam, Hawái, Puerto Rico y Filipinas encajaban en esa visión como piezas de un mismo rompecabezas.

España, por el contrario, no interpretó el Caribe ni el Pacífico desde una perspectiva estratégica global. Afrontó la crisis cubana como un problema colonial interno, no como una pieza crucial en el tablero mundial. En esa diferencia conceptual se encontraba ya el germen del desastre.

La superioridad material estadounidense frente al agotamiento español

En vísperas del conflicto, la asimetría material era tan evidente como la doctrinal. La calidad del carbón estadounidense, procedente de Pensilvania, era extraordinariamente superior al carbón español, lo que se traducía en mayor potencia real, mayor velocidad sostenida y menor desgaste de las calderas. Los buques españoles llegaron a Cuba fatigados, sobrecargados y muy por debajo de su rendimiento teórico. La escuadra de Cervera era valiente y disciplinada, pero no tenía posibilidad real de enfrentarse a una marina que disponía de mejores barcos, mejores artilleros, mejores suministros y una doctrina perfectamente interiorizada.

La tragedia del Cristóbal Colón ilustra el alcance del desastre. Era uno de los mejores cruceros acorazados del mundo, pero España lo envió a la guerra sin su artillería principal de 254 mm por un cúmulo de errores administrativos que hoy resultan incomprensibles. Los estadounidenses, mientras tanto, presentaban una escuadra homogénea y bien entrenada, capaz de mantener maniobras coordinadas durante horas y sostener un fuego rápido y preciso.

Cavite y Santiago: la doctrina Mahan se impone

La batalla de Cavite, en Filipinas, fue la demostración inmediata de la superioridad doctrinal estadounidense. Dewey, al mando del USS Olympia, aplicó los principios mahanianos con una precisión impecable: movilidad constante, distancia óptima de tiro, concentración de potencia de fuego y destrucción sistemática de la escuadra enemiga. Los barcos españoles, anclados, mal posicionados y con artillería obsoleta, no tenían posibilidad alguna.

En Santiago, la historia se repitió con mayor dramatismo. Empujado por un gobierno que no entendía la situación real, Cervera se vio obligado a salir en condiciones imposibles. Sus buques —Infanta María Teresa, Vizcaya, Oquendo, Cristóbal Colón— se enfrentaron a una muralla de acero encabezada por el USS Brooklyn, el USS Oregon, el USS Texas y otros buques cuyo rendimiento real duplicaba o triplicaba al de sus adversarios españoles. La batalla fue corta y devastadora. A pesar de ello, incluso los estadounidenses reconocieron el coraje de los marinos españoles, que enfrentaron lo imposible con una dignidad que solo aumenta la magnitud del sacrificio.

El malogrado Cristóbal Colón.

La transformación naval de Estados Unidos: de flota costera a potencia global

Para comprender el salto colosal que experimentó la Armada de los Estados Unidos en apenas unas décadas, es necesario retroceder a la situación previa a la publicación de Mahan. Tras la Guerra de Secesión, la marina norteamericana quedó prácticamente abandonada. El conflicto había impulsado avances importantes en buques acorazados y en el uso del vapor, pero, concluida la contienda, la nación se replegó de nuevo hacia un aislacionismo tradicional. La mayor parte de los buques construidos durante la guerra no solo fueron desguazados, sino que ni siquiera se mantuvo la estructura industrial necesaria para renovar la flota. En la década de 1870, Estados Unidos había regresado a una posición naval marginal, con embarcaciones de madera, artillería anticuada y una flota dispersa en pequeños destacamentos que servían más como presencia diplomática que como herramienta militar.

Europa contemplaba aquella situación con una mezcla de indiferencia y desdén. En los mares dominaban la Royal Navy británica y la Marine Nationale francesa, mientras que potencias emergentes como Italia, Alemania y Japón comenzaban a invertir de manera decidida en programas industriales. España, aunque debilitada, todavía mantenía una marina que podría considerarse competitiva en términos de número y tonelaje, pero estaba lejos de poseer la coherencia material y doctrinal que caracterizaba a los grandes actores atlánticos. En este panorama, Estados Unidos era visto como una potencia continental, sin interés real en proyectar fuerza más allá de sus costas.

Sin embargo, la década de 1880 marcaría un punto de inflexión. El crecimiento económico, la presión de los sectores industriales y la nueva mentalidad expansionista crearon el caldo de cultivo ideal para que la obra de Mahan se convirtiera en dogma.

La New Navy y la aplicación industrial del mahanismo

El mahanismo no fue simplemente un conjunto de ideas teóricas: fue un programa de industrialización militar que transformó por completo la capacidad naval estadounidense. Entre 1883 y 1898 se produjo un salto cuantitativo y cualitativo que no tenía precedentes en la historia naval occidental desde la creación de la flota acorazada británica. La New Navy no era solo una serie de buques de hierro y acero; era la expresión material de una revolución estratégica basada en la doctrina.

Buques como el USS Maine y el USS Texas representaban una nueva generación de acorazados costeros pesados, destinados inicialmente a proteger las costas norteamericanas. Pero la verdadera transformación vino de los acorazados de la clase IndianaUSS Indiana, USS Massachusetts y USS Oregon— que significaron el primer paso hacia una flota de batalla auténticamente oceánica. Estos buques, dotados de artillería en torres dobles alineadas en la crujía, blindaje homogéneo y máquinas potentes capaces de sostener velocidades superiores a las europeas equivalentes, marcaban una diferencia sustancial frente a los acorazados aislados de España, como el Pelayo.

El USS Maine en 1898, poco antes de ser autodestruido bajo ataque de falsa bandera.

Junto a los acorazados, los cruceros acorazados y protegidos se convirtieron en pilares esenciales de la estrategia mahaniana. El USS Brooklyn, el USS New York y especialmente el USS Olympia, buque insignia de George Dewey en Cavite, ejemplificaban la capacidad de proyección a larga distancia. A ello se sumaba una logística basada en el carbón de alta calidad de Pensilvania, que daba a los buques estadounidenses una ventaja operativa real sobre las marinas europeas que dependían de carbones de menor poder calorífico.

Mientras Estados Unidos estandarizaba diseños, homogeneizaba calibres y construía buques en serie, España continuaba comprando barcos de distintos astilleros extranjeros, cada uno con su propio sistema de mantenimiento, sus piezas específicas y sus tiempos de reparación incompatibles entre sí. El resultado fue una flota heterogénea, difícil de mantener, y sin un plan coherente de modernización. La comparación con Estados Unidos era inevitable: mientras los norteamericanos seguían una doctrina clara, España actuaba en función de coyunturas políticas, presiones presupuestarias o decisiones improvisadas.

La diplomacia del cañonero: el poder naval como extensión de la política exterior

Uno de los aspectos más fascinantes —y más inquietantes— del mahanismo fue su impacto directo en la política exterior estadounidense. La diplomacia del cañonero, que consistía en el despliegue de unidades navales para presionar o intimidar a otras naciones, se convirtió en un instrumento legítimo para Washington. No era una práctica nueva, pues el Imperio británico llevaba décadas utilizando sus cruceros como garantes de “civilización” en todo el mundo, aunque en realidad no se trataba más que de otra forma de imponer su hegemonía económica. Sin embargo, Estados Unidos adoptó esta práctica con un estilo propio: menos sutil, más directo y profundamente ligado a su expansión comercial.

Cuba, Puerto Rico y Filipinas adquirían así un significado que iba más allá de la rivalidad colonial con España. Para Washington, estas posesiones eran piezas estratégicas que garantizaban el control del Caribe y del Pacífico occidental. Desde esa perspectiva, la guerra de 1898 no fue un conflicto espontáneo ni accidental, sino la consecuencia lógica del pensamiento mahaniano aplicado a la geopolítica. Estados Unidos necesitaba bases avanzadas, puertos seguros y enclaves desde los que proyectar su marina al resto del mundo. El hundimiento del USS Maine —cuya causa sigue siendo objeto de debate histórico— sirvió como pretexto para desencadenar un conflicto que llevaba años gestándose en los círculos navales e industriales norteamericanos.

Caricatura en la publicación Blanco y Negro, en la que los españoles retan, directamente, a Estados Unidos, acusándolos de cobardes y de usar a cubanos racializados para instigar la revuelta.

La prensa sensacionalista, animada por figuras como William Randolph Hearst, contribuyó decisivamente a moldear la opinión pública, manipulando la imagen de España y reforzando una visión estereotipada y exagerada de su presencia en Cuba. Se trataba, en buena medida, de una nueva forma de Leyenda Negra adaptada al contexto estadounidense: España era presentada como una potencia decadente, cruel y atrasada, pese a que para 1898 ya no existía esclavitud en territorio español, mientras que en Estados Unidos, aún después de la abolición formal, persistían formas activas de segregación racial. La ironía histórica resulta evidente, aunque raramente se menciona.

España frente a un adversario moderno: la imposibilidad de la resistencia

A medida que se acercaba el estallido del conflicto, la diplomacia española actuó con torpeza y lentitud. Las autoridades confiaban en que la amenaza del Pelayo, del Carlos V y de los cruceros de primera clase bastaría para disuadir a Estados Unidos de un enfrentamiento directo. Lo que no comprendieron es que los norteamericanos habían internalizado el pensamiento de Mahan: la guerra no debía evitarse, sino buscarse si podía otorgar una posición estratégica superior. Para Estados Unidos, enfrentarse a España no era un riesgo, sino una oportunidad histórica para afirmar su poder naval.

Proa del crucero acorazado Emperador Carlos V, poco antes de 1898.

España, por su parte, mantenía un optimismo trágico sobre sus capacidades. Sobre el papel, seguía figurando entre las grandes marinas del mundo, situándose en torno al cuarto o quinto puesto mundial en número de unidades y tonelaje. Pero esta impresión era engañosa. La mayor parte de los buques españoles eran unidades antiguas, cruceros de madera recubierta de hierro, navíos con artillería de carga lenta o buques mal blindados. Incluso los más modernos, como los de la clase Infanta María Teresa, presentaban graves debilidades estructurales, especialmente en su protección delantera y en la distribución del peso. La calidad del carbón español reducía drásticamente la potencia temporal de las máquinas, lo que dejó a los barcos muy por debajo de su velocidad teórica.

Mientras tanto, Estados Unidos mostraba su potencia industrial con hechos. La llegada del USS Oregon desde la costa del Pacífico hasta el Caribe, recorriendo más de 14.000 millas en un tiempo récord, simbolizaba la nueva etapa del poder naval estadounidense. Aquel viaje épico causó conmoción en Europa: una marina que pocos años antes apenas contaba para la política internacional demostraba que podía proyectar fuerza a cualquier punto del mundo.

El modernísimo USS Oregon en 1898.

La Guerra de 1898: choque entre doctrinas, sistemas y visiones del mundo

Cavite: el primer acto de un desastre anunciado

Cuando estalló la guerra en abril de 1898, la primera demostración del abismo doctrinal entre las dos marinas se produjo en Filipinas. La escuadra del almirante Patricio Montojo, antiquísima en su concepción, carente de blindaje efectivo y mal apoyada desde la metrópoli, tenía pocas posibilidades reales de enfrentarse a una fuerza moderna comandada por el comodoro George Dewey. La respuesta estadounidense fue una aplicación casi quirúrgica del pensamiento mahaniano: movilidad, concentración de fuego, disciplina en las distancias y control absoluto del ritmo de la batalla.

El USS Olympia, escoltado por el USS Baltimore, USS Raleigh, USS Boston y otros cruceros modernos, entró en la bahía de Manila de madrugada, excediendo en velocidad, artillería y autonomía a todos los buques españoles. El escenario no podría haber sido peor para España: los buques de Montojo estaban fondeados, sin margen de maniobra, con sus cascos envejecidos y una artillería que apenas podía sostener un intercambio prolongado.

El USS Olympia en 1899.

La batalla duró escasas horas. El almirante Dewey ejecutó un plan impecable: mantener el movimiento constante, elegir el ángulo de aproximación y ejecutar pasadas sucesivas para martillar a la flota española desde distancia segura. Mahan había insistido en la importancia de la movilidad como fuerza multiplicadora: un buque en movimiento posee decenas de ventajas sobre uno estático, y Dewey lo demostró con precisión matemática.

El resultado fue devastador. La escuadra española quedó destruida o incendiada; la moral se hundió; los depósitos de munición se consumieron rápidamente; y aunque la resistencia española fue valiente, careció de cualquier posibilidad de éxito. El contraste doctrinal era demasiado grande. Para España, Cavite simbolizó el principio del final; para Estados Unidos, se convirtió en el acto inaugural del nuevo siglo naval.

Santiago de Cuba: la tragedia de Cervera y el triunfo del mahanismo

Si Cavite fue el prólogo, Santiago fue el clímax del desastre. La escuadra española dirigida por el almirante Cervera se encontraba cercada, sin apoyo terrestre real, con los depósitos de carbón saturados de combustible de baja calidad que aumentaba el riesgo de incendio, y muy por debajo del rendimiento teórico de sus máquinas. Aun así, Cervera tuvo que obedecer la orden de salir, sabiendo que lo hacía para la muerte.

La escuadra estadounidense, liderada por el almirante William T. Sampson y, en la práctica, dirigida por el audaz Winfield Scott Schley, desplegó un dispositivo que encarnaba la esencia del mahanismo: un anillo de acero compuesto por buques modernos, disciplinados y homogéneos, con artillería de tiro rápido y tripulaciones entrenadas al máximo nivel. El USS Brooklyn, el USS Texas, el USS Iowa, el USS Oregon y otros navíos formaban un muro insalvable.

El USS Texas en 1898.

Cuando los buques españoles —Infanta María Teresa, Vizcaya, Oquendo y Cristóbal Colón— se lanzaron hacia la libertad, el choque fue inmediato. La velocidad española quedó reducida por el carbón; la artillería tardaba en cargar; las calderas amenazaban con estallar; y las cubiertas de madera ardían con facilidad ante los proyectiles estadounidenses.

El Oregon, quizá el buque estadounidense más temido de la contienda, demostró la auténtica revolución industrial del país: mantenía velocidades superiores a 16 nudos durante largos periodos, giraba con una potencia desconocida en la marina española y disparaba con precisión mecánica. La persecución del Cristóbal Colón fue una de las escenas más simbólicas de la guerra: un crucero moderno español, más rápido que sus adversarios teóricamente, tuvo que ver cómo su ventaja desaparecía por carecer de su artillería principal, maldecido por decisiones burocráticas tomadas en Madrid años antes.

La batalla duró menos de lo que la dignidad de los marinos españoles hubiera merecido. Cervera y sus hombres lucharon con valentía conmovedora, pero la doctrina estadounidense, la disciplina de sus marinos y la mecánica de sus buques se impusieron sin contemplaciones. España no perdió por cobardía, sino por décadas de abandono, corrupción y ceguera estratégica. Estados Unidos ganó porque había comprendido, gracias a Mahan, que la supremacía naval era el camino hacia la supremacía global.

Restos del Cristóbal Colón.

La guerra terrestre: un teatro secundario condicionado por el dominio del mar

Aunque la historiografía estadounidense insiste en la importancia de las operaciones terrestres —especialmente la célebre carga de los Rough Riders liderados por Theodore Roosevelt en San Juan Hill—, lo cierto es que estas acciones fueron, en gran medida, irrelevantes desde una perspectiva estratégica. Lo decisivo fue el mar. La victoria estadounidense en Cuba y Puerto Rico se debió principalmente al control absoluto de las rutas marítimas. Sin capacidad para reabastecer tropas, España quedó estrangulada, mientras que Estados Unidos podía transportar miles de soldados sin temor a interdicciones.

En Filipinas ocurrió lo mismo: la victoria de Dewey convirtió a Manila en un enclave aislado e indefendible, más allá de la resistencia admirable, aunque dispersa, del Ejército español. La guerra terrestre, en realidad, fue una prolongación lenta de una derrota que ya se había consumado en el agua.

La propaganda, la manipulación y la nueva Leyenda Negra

Estados Unidos, como antes Gran Bretaña, supo crear una narrativa favorable para justificar sus acciones. A través de una prensa amarillista perfectamente coordinada, se construyó la imagen de una España atrasada, cruel y decadente. Hearst y Pulitzer utilizaron la guerra como un escaparate para vender periódicos, recurriendo a mentiras, exageraciones y análisis superficiales que hoy serían fácilmente desmontables. Pero en aquel contexto, la maquinaria propagandística fue decisiva: moldeó la opinión pública norteamericana, presionó al gobierno y contribuyó a la demonización internacional de España.

Es significativo que, para 1898, España habría abolido la esclavitud en todas sus posesiones, mientras que en Estados Unidos persistían formas estructurales de discriminación racial. Sin embargo, la propaganda estadounidense presentaba a la monarquía española como una entidad anacrónica y despótica, lista para ser sustituida por la “civilización” norteamericana. La ironía es amarga: un país que segregaba a millones de ciudadanos de su propio territorio se arrogaba el papel de liberador moral en Cuba y Filipinas.

El fin de un imperio y la sensación de humillación nacional

El resultado global de la guerra fue una conmoción profunda para España. Cuba, Puerto Rico y Filipinas se perdieron en apenas meses. La Marina había sido destruida sin haber podido demostrar su valor real en una batalla justa. Los soldados regresaron a la península enfermos, exhaustos y mal recibidos, víctimas de un Estado que no supo honrar su sacrificio. El país quedó sumido en un pesimismo colectivo que marcó a toda una generación: la famosa Generación del 98.

Estados Unidos, en cambio, emergió como una potencia naval de primer orden. Por primera vez, se situó en la consideración internacional al nivel de Francia, Alemania y el Reino Unido. Y, en muchos aspectos, comenzó a superarlas. La guerra del 98 había sido su examen de ingreso al club de imperios globales, y lo había aprobado con nota.

El infame Tratado de París de 1898. España se resigna frente a su incapacidad.

El legado inmediato del 98: Estados Unidos descubre su vocación imperial

La victoria en la guerra hispano-estadounidense no fue solo un éxito militar, sino un acontecimiento psicológico determinante para la identidad de Estados Unidos como potencia mundial. Hasta entonces, el país se había debatido entre su tradición aislacionista y las presiones crecientes de sus sectores industriales y expansionistas. La doctrina de Alfred Thayer Mahan había mostrado el camino; la guerra de 1898 lo confirmó de manera contundente. Estados Unidos comprendió que el mar no solo era un escenario secundario, sino el eje central de la geopolítica moderna. Si quería competir con los grandes imperios del planeta, necesitaba una marina de primera categoría, buques proyectables globalmente y un sistema de bases que sostuviera su poder lejos de la costa continental.

La incorporación de Puerto Rico, Guam y Filipinas, junto con el control indirecto sobre Cuba, configuró un mapa estratégico que respondía punto por punto al ideario mahaniano. Estados Unidos ya no era una potencia encerrada en el hemisferio occidental: comenzaba a adquirir la estructura geopolítica de un imperio oceánico. El propio Mahan fue invitado a reuniones de alto nivel con Theodore Roosevelt y otros líderes políticos, quienes consideraban sus ideas esenciales para orientar la política exterior. Por primera vez, un teórico naval norteamericano había determinado el rumbo estratégico de la nación.

La “Gran Flota Blanca”: símbolo de poder y diplomacia naval

Si el triunfo en el Caribe y en Filipinas fue el acto fundacional del nuevo imperialismo estadounidense, la creación de la Gran Flota Blanca fue su presentación oficial al mundo. Theodore Roosevelt, ferviente admirador de Mahan, entendió que la marina no solo debía ser empleada en combate, sino también como herramienta diplomática. De este razonamiento surgió la decisión de organizar una flota imponente de acorazados recién construidos, pintados de blanco para simbolizar paz —aunque su verdadero significado era el poderío—, que diera la vuelta al mundo entre 1907 y 1909.

Esta expedición monumental, compuesta por dieciséis acorazados de última generación, tenía un propósito evidente: demostrar a las potencias europeas y asiáticas que Estados Unidos había entrado en el club selecto de las grandes armadas. La flota navegó por el Pacífico, recaló en Japón, cruzó el Índico, pasó por el Mediterráneo y regresó al Atlántico, generando una impresión generalizada de asombro y respeto. El eco psicológico fue enorme. Desde Londres hasta Berlín, desde París hasta San Petersburgo, los observadores navales comprendieron que la marina estadounidense se había convertido en una fuerza comparable —y en algunos aspectos superior— a las grandes flotas europeas.

Gran Bretaña, acostumbrada a dominar los mares sin discusión desde Waterloo, asistió con creciente inquietud al ascenso norteamericano. La Royal Navy, pese a su colosal tonelaje, comenzaba a mostrar signos de vulnerabilidad ante rivales emergentes como Alemania y Japón, y ahora debía vigilar también el crecimiento estadounidense. El equilibrio naval global cambiaba a una velocidad inesperada, impulsado por factores industriales, tecnológicos y doctrinales que Estados Unidos supo utilizar mejor que nadie.

La Gran Flota Blanca atravesando el Estrecho de Magallanes.

La revolución industrial de los astilleros estadounidenses

Para comprender la magnitud del salto norteamericano, hay que observar la base material que sostuvo este ascenso. Estados Unidos poseía, a comienzos del siglo XX, la mayor capacidad industrial del mundo. Sus fundiciones produjeron cantidades ingentes de acero; sus fábricas de artillería desarrollaron piezas de calibre uniforme, fiables y fáciles de mantener; y sus astilleros —como los de Newport News o Philadelphia Navy Yard— trabajaban con una eficacia que Europa tardaría en igualar. Mientras la construcción naval española seguía atrapada en la penuria presupuestaria y la dependencia de compras extranjeras, Estados Unidos fabricaba buques en serie, con sistemas homogéneos y estándares industriales avanzados.

La diferencia con España era brutal. En los años posteriores al 98, los astilleros españoles apenas podían mantener los cruceros y destructores ya existentes, muchos de ellos adquiridos a la carrera y sin coherencia de diseño. La falta de una industria pesada moderna impedía cualquier reactivación seria de la política naval. Estados Unidos, en cambio, pasó de construir unos pocos buques de hierro en la década de 1880 a producir acorazados y cruceros de manera regular. Cada nueva clase superaba a la anterior en blindaje, potencia de fuego y rendimiento mecánico.

De hecho, en la década posterior al 98, los buques estadounidenses ya rivalizaban con los acorazados británicos. Y lo hacían con una visión estratégica clara: despliegue global, capacidad de combate decisivo y control absoluto de las rutas marítimas.

El Canal de Panamá: culminación geopolítica del mahanismo

Uno de los puntos clave de la doctrina de Mahan era la necesidad de controlar pasos estratégicos que permitieran acelerar la movilidad de la flota. Para Estados Unidos, la separación entre el Atlántico y el Pacífico era un problema crítico que había quedado en evidencia durante la guerra de 1898. El viaje épico del USS Oregon bordeando el Cabo de Hornos durante más de dos meses demostró la urgencia de contar con una vía rápida que conectara ambas costas.

La construcción del Canal de Panamá, iniciada tras la independencia artificialmente promovida del territorio panameño en 1903, fue la culminación natural del pensamiento mahaniano aplicado a la realidad geopolítica. Con el canal, Estados Unidos conseguía unir dos océanos en términos militares, garantizando que su flota pudiera desplazarse de un teatro de operaciones a otro en tiempo récord. Ninguna otra potencia disponía de semejante ventaja estratégica en 1914, cuando el canal fue inaugurado. En cierto modo, Panamá fue la obra maestra material de Mahan: la infraestructura que aseguraba para siempre el dominio estadounidense.

El SS Kroonland atravesando el Canal de Panamá, escoltado por remolcadores, en 1915.

La sombra de Alemania y el equilibrio del poder naval

Aunque Estados Unidos ascendía imparable, no lo hacía en un vacío estratégico. Alemania, bajo el impulso del almirante Alfred von Tirpitz y el apoyo del káiser Guillermo II, había emprendido un ambicioso programa de creación de una flota destinada a rivalizar con la Royal Navy. La doctrina alemana, basada en la Risikoflotte (flota de riesgo), pretendía ser suficientemente poderosa para obligar a Gran Bretaña a negociar o renunciar a un conflicto directo. Entre 1898 y 1914, la Kaiserliche Marine construyó acorazados que estaban a la altura —o incluso superaban— a los británicos en varios aspectos.

Estados Unidos observó esta carrera armamentística con atención. Aunque no participó directamente en la escalada naval europea, desarrolló una flota cada vez más sofisticada, consciente de que el siglo XX sería un siglo marítimo. De hecho, a partir de 1900, la marina estadounidense superó en capacidad tecnológica a la española, italiana, austrohúngara e incluso francesa, situándose en el segundo nivel solo por detrás de la Royal Navy y, en algunos órdenes técnicos, por delante de ella.

En menos de cien años, Estados Unidos había pasado de ser una potencia marítima irrelevante a convertirse en uno de los pilares del equilibrio naval mundial. Y lo había logrado gracias a la aplicación disciplinada y coherente del pensamiento de Mahan.

El crucero ligero alemán SMS Emdem en Kiel, en 1909.

España tras el 98: la resignación estratégica de una potencia agotada

En España, la derrota provocó una profunda crisis política e intelectual. El país perdió su último gran imperio justo cuando la modernidad industrial imponía nuevas reglas. Sin recursos, sin voluntad política y sin un proyecto naval coherente, la Armada quedó relegada a un papel secundario. Se intentaron reformas, se reestructuraron algunas ramas y se propuso una renovación técnica, pero nada comparable al dinamismo estadounidense. España se vio obligada a asumir un papel periférico, muy lejos del protagonismo que había tenido en los siglos anteriores.

La comparación con Estados Unidos era dolorosa pero inevitable: mientras los norteamericanos construían acorazados en serie y proyectaban su poder global, España luchaba por mantener una flota reducida y para uso casi exclusivamente defensivo. El 98 no fue solo un desastre militar, sino el fin de un modelo de Estado que no había sabido adaptarse a la nueva era del acero, el carbón y la política global.

El mahanismo como arquitectura del siglo XX

La doctrina de Alfred Thayer Mahan fue, sin duda, una de las fuerzas intelectuales más influyentes en la formación del mundo contemporáneo. Sus ideas transformaron a Estados Unidos en una potencia naval, moldearon la política exterior norteamericana, aceleraron la caída del imperio español y alteraron el equilibrio global de forma irreversible. El 98 fue, en ese sentido, mucho más que un episodio bélico: fue un punto de inflexión en la historia de los océanos, la consolidación de una nueva hegemonía y el anuncio solemne de que el siglo XX sería un siglo norteamericano.

Sin embargo, el análisis frío de los hechos no debe ocultar la dimensión humana, política y moral del conflicto. Estados Unidos aplicó con audacia, determinación y disciplina una doctrina que España no supo adoptar. Pero lo hizo también con una agresividad imperial que ocultó bajo discursos de liberación y modernidad. La prensa fabricó caricaturas, el gobierno manipuló el relato y el expansionismo fue disfrazado de filantropía. Se aprovechó de una España exhausta, debilitada por su propia corrupción, pero que aún conservaba una altísima dignidad militar y moral.

En 1898 España ya no era la potencia oceánica que había dominado tres océanos durante siglos, pero tampoco era la caricatura que los panfletos estadounidenses dibujaron entonces y que ciertos historiadores poco rigurosos han querido perpetuar. En realidad, España había abolido la esclavitud; intentaba reformar sus estructuras políticas; mantenía un imperio cohesionándose como podía; y conservaba una tradición naval heroica, que incluso sus enemigos reconocieron en el fragor de la batalla.

El trauma español: entre la derrota y la dignidad

La pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas fue un golpe devastador para la conciencia nacional. Las flotas de Montojo y Cervera, derrotadas más por la inercia de décadas de abandono que por falta de valor, dejaron en el imaginario español una herida profunda. La nación entró en un periodo de introspección amarga, pero también de lucidez intelectual: la Generación del 98, con todas sus contradicciones, surgió de esa herida, transformando la derrota en materia de reflexión filosófica y cultural.

Sin embargo, más allá de las lamentaciones, hubo algo que España no perdió jamás en el 98: la dignidad. Las últimas acciones de la Armada, en Cavite y en Santiago, se caracterizaron por una gallardía que asombró incluso a los vencedores. Cervera salió al combate sabiendo que marchaba hacia la muerte. Sus hombres lucharon y ardieron en cubiertas de madera, conscientes de que se enfrentaban a una flota superior en todo. Esa voluntad de honor, esa convicción silenciosa de cumplir con el deber aunque la historia ya estuviese escrita, es uno de los episodios más respetables de la historia naval universal.

Y si Estados Unidos ganó porque supo comprender el mundo moderno, España perdió, en buena medida, porque aún seguía atada a un pasado glorioso que sus gobernantes no supieron traducir al presente. Fue una derrota del Estado, no de sus marinos; una derrota de la burocracia, no de la identidad nacional; una derrota de la máquina administrativa, nunca del corazón del país.

Tras 1898, España ya no figuraría entre las grandes potencias, pero su legado no desapareció. Las rutas que abrió, las ciudades que fundó, los océanos que cartografió y la cultura que transmitió siguieron siendo parte indeleble del mundo. Por más que las propaganda anglosajona insistiera en su supuesta decadencia, la realidad histórica demostraba que pocas naciones habían marcado de manera tan profunda la historia marítima del planeta.

En cierto modo, España pasó de ser un imperio a ser una conciencia: la conciencia histórica de Europa, la brújula moral de un pasado compartido y el recuerdo constante de que el poder no se mide solo en barcos o en cañones, sino también en ideas, lenguas, leyes, símbolos, ciudades y generaciones enteras que viven bajo su legado.

El Reina Mercedes hundido en la Bahía de Cuba.

Cuando las naciones se miran en el espejo del mar

Al final, la historia de Mahan, de Estados Unidos y de España en 1898 no es únicamente la historia de una guerra. Es la historia de dos visiones del mundo: la del imperio joven, impetuoso, ansioso por expandirse y decidido a dominar los mares; y la del imperio antiguo, cansado pero noble, que aún conservaba el eco de siglos navegando en horizontes que otros apenas empezaban a soñar.

El mar, que había sido durante tanto tiempo patrimonio natural de España, se convirtió entonces en escenario de un relevo histórico. Pero incluso en la derrota, España mantuvo algo que no puede perderse nunca: la memoria. Porque las naciones no viven solo en su presente, sino también en aquello que han sido y en aquello que, pese a todo, siguen representando.

Y cuando la espuma del mar y del combate se asentó sobre el mar Caribe y sobre la bahía de Manila, cuando los últimos cañones callaron, cuando los acorazados estadounidenses regresaron victoriosos y los barcos españoles ardieron sobre la costa, el océano —ese juez implacable y eterno— pareció guardar silencio por un instante, como si reconociera, entre el humo y la ceniza, a dos pueblos que habían mirado su destino reflejado en él.

Los unos, emergiendo a la gloria.
La otra, despidiéndose de un imperio.
Pero ambos, inevitablemente, hijos del mar.

BIBLIOGRAFÍA

CABO MÉNDEZ, J. La Escuadra de Cervera. Ediciones Navales, Madrid, 1998.

CASANOVA, J. La Crisis del 98 y la Opinión Pública Española. Siglo XXI, Madrid, 1984.

CEDO, A. El Siglo XIX Militar Español. Ediciones Ejército, Madrid, 1986.

DE DIEGO, J. M. España y la Guerra Naval del 98. Editorial Naval, Madrid, 1974.

DE LA PEÑA, M. Los Últimos Días de Filipinas: Mito y Realidad. Taurus, Madrid, 2015.

DÍAZ BENÍTEZ, J. La Armada en la Restauración. Ministerio de Defensa, Madrid, 2012.

ELÍAS DE TEJADA, F. España en el Mar. Espasa-Calpe, Madrid, 1945.

PÉREZ GUERRERO, J. M. España y Estados Unidos en el Cambio de Siglo. Editorial Complutense, Madrid, 2002.

RIAL, M. La Marina de Guerra en el 98. Editorial San Martín, Madrid, 1979.

RUIZ GARCÍA, J. El desastre del 98: Historia y leyenda de una derrota. Sílex, Madrid, 2008.

YUSTE, C. El Imperio Español y el Pacífico. Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 2007.

La Historia de la humanidad hecha videojuego

La Historia, como muchas otras asignaturas y disciplinas, es algo que odias o amas, prácticamente no hay término medio para tan noble “ciencia” cuyo objetivo objetivo es, entre otros, estudiar el pasado de la humanidad y aprender de él. No son pocas las novelas de ficción histórica que pueden hacer este estudio o aprendizaje algo más liviano, lo mismo ocurre con series o películas. Y, por supuesto, los videojuegos no iban a ser menos.

A veces no es necesario idear grandes historias o universos para ambientar un videojuego, el mismo pasado de la humanidad es tan rico y variado que bien pareciera una obra de ficción. Por ello, muchos estudios han escogido determinados tramos de la Historia para ambientar sus títulos de todo tipo, sean del género que sean. Si echamos la vista atrás podemos observar como hay videojuegos para cada momento de la Historia, aún quedan muchos e interesantes episodios por tratar, pero lo básico está. Esta semana te recomiendo un videojuego para cada momento de la Historia, títulos que lograron introducirnos con éxito en cada fascinante período.

Son pocos los juegos que han tratado el extenso, desconocido y maravilloso período de la Prehistoria. Quizá el mejor ejemplo para conocer la Prehistoria sea el primer Empire Earth, en el que se hace un tratamiento de la misma bastante más extenso que en otros videojuegos. Es cierto que el título no se centra únicamente en la Prehistoria, pero al incluir tres edades que abarcan medio millón de años entre las tres consideramos que es uno de los mejores ejemplos hasta la fecha. Especial mención merece el clásico atemporal Prehistorik, que todos recordamos con cariño aunque no sea el mejor ejemplo para definir la Prehistoria al pie de la letra. Veremos en qué queda el inminente FarCry Primal de Ubisoft, por ahora tiene una pinta genial y podría convertirse en la experiencia prehistórica definitiva.

Aunque el Antiguo Egipto, o faraónico, se encuentra a caballo entre la Prehistoria y la Época Clásica, merece especial mención por su singularidad y gran ejemplo dentro de la industria de los videojuegos. Con Egipto no hay ninguna duda, el mejor ejemplo para empaparnos de su cultura es sin duda Faraón, lanzado en 1999 por Impressions Games para PC. Faraón no era más que un “city-building” con grandes pinceladas de gestión basado en Caesar, pero su gran ambientación unida a un modo campaña progresivo nos llevará desde el período predinástico hasta el Imperio Nuevo haciéndonos partícipes de la grandeza de una de las culturas más importantes e interesantes de la Historia.

La Historia Clásica se ha prodigado bastante más que otros períodos en el mundo de los videojuegos, quizá por su extensión, quizá por su complejidad o quizá por su grandeza. Es complicado quedarse con un único videojuego que resuma, en esencia, qué fue el período clásico y por qué es importante. He de admitir que me ha resultado complicado elegir, pero siendo justos el mejor ejemplo es la saga Imperivm de Haemimont Games, distribuida por FX Interactive en España. El concepto de estrategia que propone junto con su sublime ambientación y su rigor histórico hacen que sea la mejor opción a la hora de informarnos sobre la historia del Imperio Romano a través de un videojuego. Otra buena opción era, sin duda, Rome Total War, pero al poder cambiar los acontecimientos a nuestro antojo así como una selección de facciones un tanto extrañas hacían que no fuese la mejor opción. Ryse: Son of Rome no es históricamente fiel al 100%, sin embargo constituye una alternativa interesante para conocer roma “en primera persona”. Y nos dejamos Grecia, sobre la que no se han realizado demasiados juegos de gran calidad. Para Grecia nos quedamos con la expansión Alexander de Rome Total War, una de las expansiones más interesantes de la saga, por su relativo rigor histórico y por su concepción “contrarreloj”.

En la Edad Media sí que no hemos dudado en ningún momento. Age of Empires II: The Age of Kings junto con su expansión The Conquerors no tienen rival alguno. Lo interesante de la saga de Ensemble Studios no es sólo su genial revisión del género RTS sino que, encima, las campañas están increíblemente bien documentadas. Destacamos, sobre todo, la magnífico tutorial de William Wallace, la del Cid campeador y la de Barbarroja. Horas y horas de diversión, con unas campañas increíbles y aprendiendo un poco de la compleja y convulsa historia medieval.

Llegados al Renacimiento tampoco hemos dudado en ningún momento: Assassin’s Creed II es el mejor ejemplo para introducirnos en la Italia de los siglos XV y XVI. Aunque la historia de nuestro querido Ezio Auditore sea ficticia, bien podría haber ocurrido -obviando la fantasía de la saga- sin ningún problema. Esta obra maestra de Ubisoft es una de las obras clave en la historia del videojuego, aunque a muchos les cueste aceptarlo. El nivel de detalle y de documentación por parte del equipo de desarrollo es altísimo, de hecho el mismo videojuego es una enciclopedia de la época. Arquitectónicamente, en ropas, ambientación, misiones… en todo Assassin’s Creed II brilla con luz propia y nos traslada al Renacimiento italiano en Florencia y Venecia.

Para adentrarnos en los entresijos de la Edad Moderna -Renacimiento incluido- no hay mejor opción que la saga Europa Universalis de Paradox. Su nivel de documentación, como ocurre con la mayoría de juegos de este estudio, es muy alto, así como la lógica del juego. Es cierto que, quizá, visualmente estos títulos no nos trasladen ipso facto al momento, ya que hablamos de tableros en 2D que nos recuerdan al mítico Risk, pero una vez metidos en materia la inmersión es total y, con pericia, acabaremos haciéndole sombra al mismísimo Rey Sol.

El período denominado Historia Contemporánea responde a dudas dependiendo de a quién preguntemos, nosotros nos quedaremos con que va desde la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial. Hay varios títulos que tratan estos momentos, pero en esta ocasión nos vamos a quedar con un producto patrio: Imperial Glory de Pyro Studios. Es cierto que Imperial Glory no abarca toda la Historia Contemporánea, pero lo que abarca –Revolución Francesa y guerras napoleónicas– lo hace con bastante acierto, con una ambientación sublime que nos traslada al momento, tanto al campo de batalla como al centro de mando. Otras opciones serían Victoria: un Imperio bajo el sol, de Paradox, cuya experiencia resulta similar a la de Europa Universalis. Para vivir esta época “en primera persona” y con rigor histórico es preciso mencionar también Assassin’s Creed III y Assassin’s Creed Unity.

Valiant Hearts. Fuente: Steam/Valve Corp.

Entramos en el siglo XX y hacemos una parada en la Primera Guerra Mundial para detenernos y admirar al magnífico Valiant Hearts, ese curiosa mezcla ideada por Ubisoft Montpellier que ha resultado ser una de las mayores sorpresas de los últimos años. Valiant Hearts combina multitud de géneros sin catalogarse específicamente en ninguno. Un híbrido entre aventura gráfica, aventuras e incluso plataformas con la Primera Guerra Mundial como trasfondo. Pero, lo importante de Valiant Hearts no radica en su jugabilidad -que también- sino en su magnífica historia que, a través de sus inolvidables personajes, nos hace partícipes del calamidoso conflicto. Además, el título incluye multitud de información sobre la contienda para culturizarnos a la par que nos entretiene.

La Segunda Guerra Mundial es, posiblemente, el período de la Historia que más videojuegos ha dado, sería complicado hacer una lista completa sobre todos los juegos que existen sobre este conflicto, muchos de ellos de grandísima calidad, por lo que escoger un único juego que muestre la Segunda Guerra Mundial nos ha resultado bastante difícil. Pero siendo objetivos, entre los títulos de mayor calidad, tenemos que hacer una parada y quedarnos con la saga Commandos de Pyro Studios, concretamente con Commandos 2: Men of Courage, cuyas misiones están inspiradas en misiones reales o películas -las cuales a su vez recrean misiones reales-. El mimo que puso el estudio liderado por Gonzo Suárez en Commandos 2 rara vez lo hemos vuelto a ver en un juego de la Segunda Guerra Mundial. Aún así, es preciso mencionar otros títulos para vivir el conflicto desde otra perspectiva y esos son, sin duda, Medal of Honor: Allied Assault y Call of Duty 2, posiblemente el mejor Call of Duty hasta la fecha.

La Guerra Fría no se ha prodigado mucho, como tal, dentro del mundo de los videojuegos. Además, al ser un período tan amplio es complicado encontrar un videojuego que sea un gran referente para introducirnos en el mismo. Sin embargo, hemos seleccionado al magnífico Vietcong que trata, de forma precisa y seria, la Guerra de Vietnam, un FPS con toques realistas olvidado, por desgracia. También merece especial atención, por su tratamiento, Call of Duty: Black Ops aunque patina históricamente y sólo es aconsejable por su ambientación. En breve saldrá Alekhine’s Gun de la mano de Maximum Games, el cual nos pondrá en la piel de un espía soviético reclutado por la CIA.

El panorama actual es complicado de tratar y hay multitud de títulos que se han desarrollado en el mismo. Operation Flashpoint: Dragon Rising, aún con sus carencias, es un título que muestra de manera más o menos fiel lo que podría ser un conflicto actual, lo mismo ocurre con la saga ArmA, aunque quizá sus bugs nos impidan disfrutar al 100% de la experiencia. Saliéndonos de la “simulación” el mejor ejemplo lo encontramos en el Medal of Honor de 2010, un título serio y consecuente que fue tapado por la saga Call of Duty que, tras el genial Modern Warfare fue decayendo poco a poco.

¿El futuro? Eso lo tendremos que comprobar nosotros mismos, pero quizá podamos ir haciéndonos una idea con Call of Duty Advanced Warfare o, en un futuro más lejano, Deus Ex.

BIBLIOGRAFÍA

GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, E.* La Historia de la humanidad hecha videojuego. IGN España, Madrid, 2016. [Última revisión: octubre de 2022] Recuperado de: https://es.ign.com/videojuegos/99630/feature/la-historia-de-la-humanidad-hecha-videojuego

*Posterior y errónamente atribuido a otro autor por parte de IGN España. Fuente: https://web.archive.org/web/20160131210323/https://es.ign.com/videojuegos/99630/feature/la-historia-de-la-humanidad-hecha-videojuego

Museo del Castillo de San Jorge en Sevilla

Castillo de San Jorge desde el Puente de Isabel II. Fuente: El Correo de Andalucía.

En una ciudad universal como Sevilla, uno de los enclaves más importantes de Europa entre los siglos XV y XVIII, puerto de Indias, cuna del Siglo de Oro, y una de las sedes más importantes de la Inquisición española, una persona -ya sea local, adoptivo, de paso, o turista-, espera encontrar una oferta cultural amplia que vaya más allá de los cuatro tablaos flamencos, sin menospreciar a uno de los patrimonios inmateriales más importantes que tiene España, o el tirador de Cruzcampo Glacial en la tasca de turno.

Que los museos ordinarios están de capa caída no es noticia, ni tampoco lo es que la pandemia ocasionada por COVID-19 ha dado al traste con muchos de los proyectos que se pretendían acometer a este respecto, tanto en la capital hispalense como en el resto de la península. Sin embargo, algunos museos, sobre todo aquellos con más proyección, o con mejor dirección, han aprovechado este periodo de «pausa» y de «calma chicha» para reinventarse o acometer reformas, de cara a ofrecer al visitante una nueva experiencia, acorde a los preceptos de la museología y la museografía del siglo XXI, y también con todos los protocolos de minimización del riesgo de contagio implementados.

Para encontrar casos de museos que hayan «hecho sus deberes» a este respecto no hay que irse muy lejos, hay muchos dentro de España, y aunque la pandemia ha podido dar al traste con los números de muchos de ellos, siguen manteniendo su actividad, como es el caso del increíble Museo Nacional de Arte Romano, en Mérida (España), o incluso el Museo de Huelva (España), cuya colección y disposición resultan tremendamente interesantes.

En el otro lado de la balanza se encuentran catástrofes museográficas de la talla del Castillo de San Jorge (Sevilla, España). Un espacio dedicado, enteramente, a lo que fue el imponente castillo que funcionó como sede del temido Tribunal del Santo Oficio, la Inquisición, durante más de tres siglos. Cuando un proyecto tan interesante como este carece de promoción, de nulo interés por parte de autoridades y administraciones, de poco presupuesto y de una nefasta dirección pues nos damos de bruces con un engendro, sin personal cualificado, sin mantenimiento y sin casi visitantes que debería estar cerrado y, al menos, no generar gasto de algún tipo.

Inicio de la Visita.

Y esto no va de política exclusivamente, de hecho, va de todo lo contrario. Aunque el Museo del Castillo de San Jorge dependa de la Junta de Andalucía, ninguno de los gobiernos autonómicos que se han sucedido a lo largo de décadas en el Palacio de San Telmo, ha tenido la visión ni la sensibilidad de dotar a Sevilla de un Museo sobre la Inquisición española como la capital hispalense merece. Máxime cuando dicha Institución se fundó en Sevilla en el año 1478, promovida por Alonso de Ojeda y los Reyes Católicos, y en 1481 se trasladó al citado Castillo de San Jorge, donde permaneció hasta 1785, debido a que este se encontraba en ruinas. Prácticamente como ahora.

Maqueta del Castillo original, situada a la entrada del Museo.

Su horario de apertura es de lunes a viernes de 9:00h a 13:30h, y de 15:30h a 20:00h. Sábados, domingos y festivos de 10:00h a 14:00h. Y su entrada, por suerte para el visitante, es completamente gratuita.

En su día, tanto la dirección del Museo como la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, concibieron al Museo del Castillo de San Jorge como un espacio en el que reflexionar acerca de la tolerancia. Esa tolerancia que la propia Inquisición no ejerció en ningún momento, y cuyo germen encuentra su explicación en una expropiación salvaje disfrazada, al menos en un inicio, de ultracatolicismo y antisemitismo.

Sin lugar a dudas, fueron tiempos oscuros, a todos los efectos, sobre todo para muchas minorías religiosas, como los judíos o los moriscos. No obstante, la Inquisición siempre tuvo clara su hoja de ruta, que no era más que hacer caja a costa de criptojudíos, supuestos protestantes y moriscos, aunque de estos últimos pudieron rascar algo menos.

Interior del Museo del Castillo de San Jorge en marzo de 2021.

Sea como fuere, y al menos ya puestos en contexto, si el Museo quiere transmitir ese ambiente oscuro, inseguro y extraño, lo hace a la perfección. A la nula iluminación, no por diseño, sino por falta de mantenimiento, se le añaden una humedad sofocante, continuas goteras, y un olor a «pescaito frito» proveniente del Mercado de Triana, que se sitúa justo encima del Museo. La verdad que, cuando uno entra, no sabe bien si va a ver un Museo sobre la Inquisición, o directamente lo llevan al cadalso.

Tanto la disposición como la filosofía del Museo del Castillo de San Jorge son extrañas. El visitante recorre las ruinas del antiguo castillo de una punta a otra, pero el recorrido y lo que se muestra en el mismo no se encuentra bien explicado ni contextualizado. De hecho, llama la atención que en las diferentes representaciones artísticas que existen del Castillo al inicio de la visita, en ninguna de ellas se mencione, siquiera, al autor/a de las mismas, y en ocasiones solo las fechas.

Una vez se discurre por el primer tramo, el visitante entra de lleno en el grueso de la exposición, que son las restauradas ruinas de lo que, otrora, fue el castillo y temida sede del Tribunal del Santo Oficio en Sevilla. De hecho, al visitante no se le contextualiza en absoluto, se da por hecho que está accediendo a lo que un día fue la sede de la Inquisición, pero no a que el castillo, originalmente, se trató de una fortaleza musulmana y que, posteriormente, tras la Reconquista de Sevilla, sería defendido por la Orden Militar de San Jorge, hasta el establecimiento de la Inquisición en el mismo en 1481.

Como la mayor parte de fortalezas árabes, y es algo que podemos observar perfectamente en lugares como el Alcázar de los Reyes Cristianos en Córdoba (España) o en la famosa ciudad de Medina Azahara, también en Córdoba (España), era una especie de ciudadela que el Santo Oficio supo aprovechar muy bien. Esto se intenta explicar mediante panelería a lo largo de la visita, sin embargo, las pésimas condiciones del Museo impiden que el visitante pueda acceder a parte de la información in situ, ya que esta se encuentra desaparecida o deteriorada.

De hecho, durante la visita, en marzo de 2021, solo uno de estos paneles interactivos funcionaba, y el resto de ellos o bien se encontraban inactivos, o bien desaparecidos. El resto de paneles, como el de famosas víctimas de la Inquisición, albergan demasiada información en un espacio muy reducido y con una pésima impresión. Todo un ejercicio de desidia museológica y museográfica.

Si tienes gafas, llévatelas, porque la minúscula letra de esos paneles es la única que ofrece algo de información acerca de la Inquisición y del Castillo de San Jorge.

Avanzamos por parte de la muralla, la casa del portero, las cuadras, la cocina, bodegas o la casa del primer inquisidor, la única en la que la panelería interactiva funciona de forma correcta.

La visita finaliza también entre tinieblas, y sin un camino bien trazado. En este último tramo, la dirección del Museo del Castillo de San Jorge ha tenido a bien intentar que el visitante reflexione, no acerca del pésimo estado del Museo, sino acerca de las atrocidades cometidas por la Inquisición. Un ejercicio que estaría mejor resuelto si se hubiese puesto en contexto al visitante de forma previa y, sobre todo, si el olor a pescado frito del Mercado de Triana no se colase de forma tan evidente por la puerta de salida.

El Museo del Castillo de San Jorge es un museo que llama la atención, pero para mal. Una auténtica vergüenza para la ciudad de Sevilla, para la historia de España y para el dinero del contribuyente. Heródoto & Cía no es un foro de opinión, es un portal dedicado exclusivamente a la Historia, es por ello que este deliberado ataque hacia nuestra historia y patrimonio no merece más que estas palabras de denuncia. Porque para tener un «museo» en este estado, mejor tenerlo cerrado.

[CÓMIC] Normandía: una historia gráfica del Día-D

DATOS
Autor: Wayne Vansant
Nº de páginas: 103.
Editorial: La Esfera de los Libros.
Año de publicación: 2017.
Ediciones: 1 hasta la fecha.
Lugar de impresión: China.
ISBN: 978-84-9060-853-1.
Depósito legal: -.

La Segunda Guerra Mundial (1939-1945) es, quizá, el conflicto de la historia de la humanidad más célebre de todos, no solo por el fuerte impacto del mismo en la vida de millones de personas en todo el mundo, sino también debido a todo lo que se ha prodigado en cine, literatura, artes plásticas o videojuegos, entre muchos otros. Las posibilidades de la guerra que enfrentó al Eje contra la URSS y los Aliados, en términos lúdicos, son casi infinitas. De hecho, hay quienes han cultivado la ucronía con bastante acierto.

Sin embargo, este amplio catálogo de investigaciones, obras de divulgación, películas, series, videojuegos, cómics, etc. hace que, como es lógico, a veces sea complicado encontrar buenas obras con rigor histórico a través de las que, al margen de entretenernos, podamos aprender algo. El mundo del cómic histórico se encuentra en pleno auge, independientemente del país de emisión o distribución, o del periodo histórico, la producción está siendo muy potente e interesante. Como en todo, hay obras mayores y menores, así como obras pensadas para el mero entretenimiento, y otras con con una clara función educativa.

Normandía: una historia gráfica del Día-D. La invasión aliada de la fortaleza Europa de Hitler es, precisamente, uno de esos cómics cuyo objetivo es completamente divulgativo y educativo, ya que aborda los hechos ocurridos entre el 6 de junio y el 25 de agosto de 1944 con importante rigor histórico. De hecho, en el cómic no aparece ningún personaje ficticio a través del cual se desarrolle la trama, sino que está orientado más como un manual que como un cómic per se.

Wayne Vansant, autor del guión y el dibujo del cómic, es un ilustrador y guionista célebre por sus cómics de contenido histórico, entre los que se destacan Antietam: The Fiery Trial y The Vietnam War: A Graphic History.

Se divide en 15 capítulos en los que se desarrollan casi todos los acontecimientos acaecidos en los primeros compases de la invasión Aliada de Francia en 1944. Además, el autor incluye en los mismos multitud de anécdotas y detalles que pueden resultar de interés tanto para expertos en la materia, como para aquellos que pretendan iniciarse en ella. Sin lugar a dudas, el resultado es un cómic tremendamente didáctico que bien podría emplearse en determinados centros de Educación Secundaria para explicar la importancia del Día D en el desenlace de la Segunda Guerra Mundial.

Los principales puntos débiles del cómic son, entre otros, su formato de distribución en España, con unas dimensiones bastante pequeñas para este tipo de obras. El dibujo, que está muy lejos de ser excelente. Y la extensión, que debería haber sido mayor -aunque ello incrementase el precio- o dividida en volúmenes, ya que hay aspectos en los que se prodiga en exceso, y otros que los trata de forma superficial.

Valoración: 3/5.

[CÓMIC] 1921: El Rif

DATOS
Autor: Javier Yuste / Antonio Gil
Nº de páginas: 64.
Editorial: Cascaborra.
Año de publicación: 2019.
Ediciones: 2 hasta la fecha.
Lugar de impresión: Barcelona (España).
ISBN: 978-84-090-9660-2.
Depósito legal: B. 74.52-2019.

Los acontecimientos ocurridos en el Rif a finales de julio y comienzos de agosto del año 1921 son una de las páginas negras de la Historia de España. El país, otrora Imperio, sobrevivía como podía en el despiadado escenario colonial existente tras la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Este conflicto, uno de los mayores, sino el mayor, hasta ese momento, fue aprovechado como España, desde su posición neutral, como fábrica de abastecimiento de la Triple Entente y los Imperios Centrales.

Sin embargo, el alto nivel de corrupción política, que abarcaba desde los escalafones más bajos de la Administración hasta las altas esferas militares y políticas, motivó que España no sacase rédito suficiente de su actividad durante la Primera Guerra Mundial. De hecho, incluso a la hora de negociar determinadas cuestiones con Francia, país muy sufrido en la Gran Guerra, acerca de los protectorados marroquíes, España tampoco conseguía sacar demasiados beneficios al respecto.

Sea como fuere, la Guerra del Rif (1911-1927), que finalmente se saldaría con una victoria conjunta hispanofrancesa, causó un gran rechazo social en España durante los años que se desarrolló. El recuerdo de la pérdida de Cuba, Filipinas y Puerto Rico en 1898 estaba, todavía, latente, que unido a la corrupción y al llamado Desastre de Annual de 1921, fueron el caldo de cultivo perfecto para la posterior Guerra Civil Española (1936-1939).

1921: El Rif es una oportunidad perfecta para introducirse en el contexto del Desastre de Annual de la mano del Regimiento de Alcántara y los protagonistas, ficticios, que aparecen en el cómic. Hablo de una buena oportunidad porque, al respecto del Desastre de Annual, y en general de la Guerra del Rif, la comunidad historiográfica todavía no se ha puesto de acuerdo, ni siquiera los hispanistas, que apenas tratan este tema.

En cierto modo tiene lógica, pues toda la información acerca de Annual es muy confusa y, como todos sabemos, el acceso a determinada información -confusa o no- en España sigue siendo un problema, no porque no sea posible acceder a la misma, sino por las absurdas trabas administrativas, las elevadas tasas y lo poco digitalizado que hay.

El guión corre a cargo de Javier Yuste, Licenciado en Derecho por la Universidad de Deusto y autor de varios libros. El dibujo es de Antonio Gil. El prólogo de Augusto Ferrer-Dalmau. Y edita Cascaborra, en su firme compromiso por acercarnos la Historia de España en viñetas. El tándem Yuste-Gil funciona a la perfección en 1921: El Rif, que nos trae la historia ficticia de varios componentes del Regimiento de Alcántara que bien podrían haber existido de verdad.

La crudeza del dibujo y el guión nos traslada al seco verano de 1921, y nos hace partícipes de los avatares de lo que Yuste bien ha denominado el «Afganistán español». Además, y lo cual es de agradecer, al final del cómic el autor añade cuatro páginas en las que desarrolla, de forma algo más extensa, el contexto de Annual y, en concreto, del Regimiento de Alcántara.

Valoración: 4/5.

Sinsheim Technik Museum – Museo de la automoción y la tecnología de Sinsheim

La Alemania actual, hija de la Reunificación tras la caída del muro de Berlín en 1989 y todo lo que ello conllevó dentro de la Comunidad Económica Europea, ha estado centrada eminentemente en todo aquello que gire en torno a la industria. Es algo que podemos observar fácilmente viendo la popularidad de museos técnicos y el estado en el que se encuentran monumentos históricos como el teatro romano de Mainz.

Fachada del museo con un Canadair CL-215 accesible.

El Museo de la automoción y la tecnología de Sinsheim se encuentra en esta pequeña localidad del estado de Baden-Wutemberg, en el suroeste de Alemania. Fundado en 1981 a raíz de la iniciativa privada del consorcio Auto & Technik Museum Sinsheim e.V., que cuenta con otro museo técnico en la ciudad de Espira. El museo lo constituyen dos grandes naves temáticas junto con varias piezas expuestas en los aledaños de las mismas.

Su horario es de 9h a 18h los 365 días del año. El precio de la entrada es de 16€ para adultos, 13€ para niños entre los 4 y los 14 años, y gratuita para menores de 4 años. La entrada combinada que ofrece el acceso al museo así como cine IMAX 3D es de 21€ para adultos, 17€ para niños entre los 4 y 14 años, y gratuita para menores de 4 años. Igualmente, el museo ofrece descuentos para grupos. Precios elevados a pesar de la gran colección que el museo alberga.

Con más de 3000 piezas en exposición y 50.000 metros cuadrados el museo cuenta con dos enormes naves diferenciadas por temática desde la Segunda Guerra Mundial hasta, prácticamente, nuestros días. Posee, además, varios restaurantes, un cine IMAX 3D y una tienda interesante pero poco recomendable debido a sus elevados precios.

DeLorean DMC-12.

La primera de ellas, en la que se encuentra también el cine IMAX 3D y un restaurante, está centrada mayormente en vehículos de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), aunque en ella también se encuentran piezas automovilísticas de extraordinario valor como un DeLorean DMC-12, vehículos de NASCAR, camiones, Chevrolets y Fords históricos de la década de los años 60, así como deportivos actuales tales como el Chevrolet Corvette o el Ford Mustang.

Cadillac Coupé de Ville (1958).

Pero lo importante de esta impresionante nave es su colección de vehículos y armamento de la Segunda Guerra Mundial que es, precisamente, lo que mejor tiene organizado el museo de manera temática. En ella podemos encontrar aviones tales como el Junkers Ju 52, el Heinkel 111, Junkers Ju 88, Mig-15, Junkers Ju 87 «Stuka», el mítico Messerschmitt Bf 109 o helicópteros como el Kamov Ka-26D soviético.

MIG-15 y Kamov Ka-26D.

Heinkel 111, MIG-15 y Panzer IV del Afrika Korps.

Messerschmitt Bf 109.

En cuanto a tanques, tanquetas y demás vehículos de guerra la colección que alberga esta nave sigue siendo igualmente impresionante. Destacan el Panzer IV del Afrika Korps, Panzer III del escenario europeo, un enorme T-34 del ejército rojo, un Stug III F con pintura de camuflaje, un Sturmtiger, varios Sherman M4A1, un Panzer V que podemos hacer funcionar pagando 2€ -aunque cuando fui estaba estropeado-, un Jagdpanther, una locomotora de la época, multitud de cañones como el Flak 88, camiones Opel Blitz, Jeeps, Kübelwagens y motocicletas BMW R12.

Panzer III.

Sherman M4A1.

T-34.

En esta misma nave se encuentra un cine IMAX 3D con una pantalla gigante de 22×27 metros que, en el invierno de 2018, emitía el documental ‘National Parks Adventure’ centrado en los parques nacionales de Estados Unidos y narrado por Robert Redford. Muy recomendable aunque, eso sí, en completo inglés subtitulado en alemán.

Kübelwagen anfibio.

La segunda nave está centrada en el automovilismo al cien por cien, dejando ya el escenario de la Segunda Guerra Mundial exclusivo de la primera nave del museo. En esta nave también se encuentran piezas extraordinarias e históricas como varios vehículos de Fórmula 1, Rolls Royce, Mercedes-Benz, Maybach, Ford GT, Vector W8, coches de rally y, la joya de esta nave, el Brutus; una bestia con un motor BMW de aviación de 750cv y 48 litros de cilindrada famoso por haber aparecido en el programa Top Gear.

Brutus.

El exterior forma también parte del museo de Sinsheim y no debemos dejarlo pasar por alto ya que existen en él vehículos de guerra y varios aviones a los que podremos acceder. En primer lugar, a la espalda de la primera nave, tenemos una avenida plagada de tanques y helicópteros de la Guerra Fría que es muy recomendable visitar. Justo en el techo, perfectamente accesible, tenemos un Canadair CL-215 amarillo ideado para luchar contra incendios forestales.

Vehículos de la Guerra Fría en el exterior.

El plato fuerte del exterior se encuentra en el techo de la segunda nave, en el que se encuentran, entre otros, un Ju 52 accesible así como un Tupolev Tu-144 de la Unión Soviética y un Concorde donado por Air France tras la retirada del servicio del modelo. Ambos aviones supersónicos son accesibles, siendo de los puntos de interés más populares de todo el museo.

Concorde y Tupolev Tu-144.

Antes de irnos, en la primera nave, podemos acceder a la tienda que, a pesar de su extensión, resulta de escaso interés debido a los altos precios de la mayoría de productos tales como maquetas, ropa y recuerdos. También aquí se encuentra el mejor de los tres restaurantes del museo que, aunque no sea gran cosa, cuenta con precios contenidos en sus menús.

El Museo de la automoción y la tecnología de Sinsheim es una parada casi obligatoria si estamos por la zona puesto que cuenta con una increíble selección de vehículos de todo tipo, siendo aquellos de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría los más interesantes desde el punto de vista histórico.

Automuseum Dr. Carl Benz en Ladenburg

La naturaleza industrial de Alemania, y más en concreto de la zona que rodea a Mannheim, ha marcado irremediablemente su paisaje, su comercio y, en definitiva, su historia. No es casualidad que el primer automóvil de la Historia se inventase precisamente allí, en una pequeña fábrica a las afueras de Mannheim, siendo esto el inicio de una vorágine industrial que llega hasta nuestros días.

Fachada del museo en Ladenburg (Alemania).

Por ello no es de extrañar que en la zona se haya dedicado un museo a Carl Benz, el inventor del primer automóvil y precursor de la marca hoy conocida como Mercedes-Benz. El Automuseum Dr. Carl Benz se encuentra en Ladenburg, muy cerca de las localidades de Mannheim y Heidelberg, en el sur de Alemania. El edificio del museo lo constituye una antigua fábrica que el propio Carl Benz compró en 1905 y en la que produjo automóviles a partir de 1908.

Su horario de apertura es bastante reducido pues abre miércoles, sábados, domingos y festivos de 14.00h a 18.00h. El precio de la entrada es de 5€ para adultos, 3€ para niños, 10€ familias y 4€ por persona en el caso de grupos grandes. Precios contenidos que merece la pena pagar para ver el interior del museo y las magníficas piezas de coleccionista que alberga.

La sala principal desde la estancia superior.

Cuenta con 3 estancias bastante grandes y una pequeña plataforma elevada en la que se encuentran vehículos desde el Benz Patent-Motorwagen nº1 hasta algunos de finales del siglo XX. Posee además una tienda y una pequeña cantina que emula a la original de la fábrica. Actualmente el Automuseum Dr. Carl Benz alberga más de 70 vehículos históricos.

La sala principal, por la que se accede al museo, es la que abarca las piezas más interesantes de la colección y es en ella en la que podemos encontrar tres piezas de incalculable valor histórico como lo son los dos Benz Patent-Motorwagen nº1 de 1886 y el nº2 de 1888. En ella también podemos encontrar otras piezas tan interesantes como el Luxsche IndustrieWerke AG de 1900.

Benz Patent-Motorwagen nº1.

U otros vehículos importantes para la Historia como el Ford T, un coche de bajo coste producido por primera vez en serie por Ford desde 1908 a 1927. Así como el Volkswagen Tipo 1, popularmente conocido como «Escarabajo», «Beetle» o «Bocho».

Luxsche IndustrieWerke AG.

En la parte superior de esta sala podemos encontrar una interesante colección de bicicletas de todas las épocas y tipos, incluyendo bicicletas a gasolina o eléctricas.

La segunda sala del Automuseum Dr. Carl Benz está dedicada a la competición y en ella se encuentran vehículos icónicos tales como el Daimler-Benz 190 SLR W121 de 1957, de cuatro cilindros, 1897cc y una fuerza de 150cv. Y otros como el CC Rennsport de 1921 o el Ford Spezial Midget-Rennwagen de 1929.

SLR W121 (1957).

Pero la verdadera joya de esta sección es, sin duda, el Benz 10/30 Bauj de 1921, un enorme vehículo de carreras ideado para el recién inaugurado circuito de carreras de Berlín.

Benz 10/30 Bauj.

La última sala es la cantina de la fábrica, que hace también las veces de cafetería del museo -aunque no funciona más que para bebidas frías-. Es una estancia algo desaprovechada que recrea como era el proceso de fabricación de un vehículo en la época y únicamente alberga una pieza, el Benz 10/22 Sportwagen de 1921, con 1609cc, cuatro cilindros, una potencia total de 22cv y una velocidad máxima de 80km/h.

Benz 10/22 Sportwagen.

Al salir, justo encima de la taquilla, se encuentra la tienda del museo que, al margen de varias figuras de vehículos y ropa de Mercedes-Benz, no ofrece demasiado más y se encuentra algo descuidada por parte de su amable personal.

Segunda sala, dedicada a vehículos de competición.

El Automuseum Dr. Carl Benz es una parada obligatoria para todo amante del automovilismo, la ingeniería y la historia de Alemania. Nos hace retroceder en el tiempo trasladándonos a la época en la que los vehículos se fabricaban con un poco más de alma que hoy día.

[MANUAL] Los orígenes del Ministerio de Asuntos Exteriores (1714-1808) – Beatriz Badorrey Martín

DATOS
Autor: Beatriz Badorrey Martín.
Nº de páginas: 563.
Editorial: Ministerio de Asuntos Exteriores.
Año de publicación: 1999.
Ediciones: 1 hasta la fecha.
Lugar de impresión: Madrid (España).
ISBN: 84-95265-01-X.
Depósito Legal: 22.844-1999.

El estudio de las relaciones diplomáticas de la corona española a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX es un tema de sumo interés a tratar en la historia de las instituciones públicas, pues es el momento en el que comienza a gestarse y se consolida paulatinamente la base del sistema diplomático español. Bien es cierto que durante la Edad Media y la Edad Moderna existieron relaciones diplomáticas entre los reinos de la Península Ibérica y sus vecinos, pero es precisamente en este tramo de la Historia en el que se institucionaliza la diplomacia gracias al Consejo de Estado y la Secretaría del Despacho.

El período que comprende la obra de Beatriz Badorrey Martín abarca desde 1714, una vez se ha consolidado la monarquía borbónica en España, hasta 1808, momento de suma tensión internacional con Francia e Inglaterra. Es un período de sumo interés para el estudio de las relaciones diplomáticas, pues en él asistimos a un paulatino declive del poderío español, aunque ello no implique la pérdida de influencia en el plano internacional.

Beatriz Badorrey Martín es Licenciada y Doctora en Derecho, ha ejercido como profesora de Historia del Derecho en la Universidad CEU San Pablo en Madrid y en la actualidad es profesora titular de Historia del Derecho en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) y también Secretaria General de dicha Universidad, institución en la que ocupó el cargo de vicerrectora adjunta de Formación Permanente durante cuatro años. También forma parte de la Escuela de historiadores del Derecho, gracias a su especialización en la Historia del Ministerio de Asuntos Exteriores, obra que nos ocupa. En la actualidad, a pesar de ejercer como docente de Historia del Derecho, ha centrado sus estudios en la Historia de la Tauromaquia.

Los Orígenes del Ministerio de Asuntos Exteriores (1714-1808) es una obra densa y especializada, con un total de 563 páginas incluyendo los anexos. De hecho, resulta altamente recomendable contar con nociones básicas sobre Historia de España Moderna y Contemporánea, así como de Historia de las Instituciones para poder hacer frente al libro, puesto que su autora da un buen número de conceptos por sabidos y, en consecuencia, no se detiene a desarrollarlos. La lectura es, en ocasiones, bastante farragosa debido, precisamente, a la abundante información contenida y a las extensas anotaciones a pie de página. Es, por tanto, una obra dirigida a un público muy específico a caballo entre la Historia del Derecho y la Historia de España de los últimos decenios.

Cuenta con tres partes muy bien diferenciadas que incluyen, a su vez, ocho capítulos y veinte apartados, amén de la bibliografía y los índices. Estas tres partes se centran en el desarrollo histórico analizando el período específico de cada rey, el funcionamiento interno y los ministros y oficiales de la secretaría. Beatriz Badorrey realiza un extenso análisis sobre el funcionamiento de el Consejo de Estado y la Secretaría del Despacho a todos los efectos, comenzando por la evolución histórica de lo que en un futuro sería el Ministerio de Asuntos Exteriores en España, que es en lo que nos vamos a centrar a la hora de realizar esta reseña.

  • El primer capítulo, de esta primera parte que vamos a analizar, se centra en el reinado de Felipe V, que es el momento en el que se comienza a fraguar todo el sistema institucional diplomático español gracias a la herencia francesa que trae consigo Felipe de Anjou. Todo esto se inicia gracias a Jean Orry, el cual propone un Ministerio Universal articulado en cuatro Secretarías de Estado y del Despacho. Poco a poco se van sucediendo personajes como Orry, Grimaldo y Alberoni, siendo este último muy importante debido a su belicosa política exterior en Italia.

    Es con Riperdá con quien comienza una fuerte presencia diplomática internacional de España a nivel pre-institucional. Este peculiar ministro holandés en España rompió relaciones con Francia y encauzó la política exterior española hacia Austria que desembocaría en el famoso Tratado de Viena de 1725. Posteriormente, tras la huida de Riperdá a Marruecos y el retorno de Grimaldo, sería Patiño quien se encargase de dirigir la política exterior de España, alternándose posteriormente con otra serie de ministros de menor calado hasta la llegada del rey Fernando VI al trono español.

  • El capítulo dos comienza con el inicio del reinado de Fernando VI, el cual estuvo marcado por un importante giro en la política internacional, ya que España volvería a aliarse con Francia pero, esta vez, sería bajo el yugo del país galo, pues España adoptaría, en este caso, un perfil bajo con el fin de lograr la paz. Para ello era necesario encontrar a la persona ideal para tal empresa, por lo que se designó a José de Carvajal y Lancáster. Sin embargo, Carvajal detestaba profundamente la situación de subordinación de España con respecto a Francia y era más partidario de una neutralidad pro-Inglaterra a pesar de sus disputas con el marqués de la Ensenada, ministro de Guerra. Fue Carvajal el primer ministro de Asuntos Exteriores real que hubo en España, algo que se refleja a la perfección en su famoso testamento político de 1745, en el que deja clara la idea de la posición neutral de España como árbitro internacional.
  • El reinado de Carlos III es el protagonista del tercer capítulo del manual de Beatriz Badorrey. En él, la autora nos transmite el deseo continuista de este monarca ilustrado al respecto de la política exterior española. Sin embargo, en su política de acercamiento a Francia, España entró en guerra contra Inglaterra, la cual acabaría saldándose con la Paz de París de 1763. Poco a poco, el país fue dejando de lado este continuismo inicial para tomar parte activa en la política internacional.

    Fue Pablo Jerónimo Grimaldi una de las figuras más destacadas durante el reinado de Carlos III. Gracias a sus dotes personales y experiencia en el extranjero -Génova, Austria, Suecia, Inglaterra- Grimaldi contaba con las bases para ser un perfecto ministro encargado de la política exterior española. Sin embargo, a pesar de ello, Grimaldi cometió importantes errores como la expedición contra Argel en 1775, la cual resultó un fracaso total que derivaría en la caída del ministro poco después.

    Sería el conde de Floridablanca el primero que actuase de forma autónoma en la política internacional española, sin la supervisión del monarca. Floridablanca dio un importante giro intentando, por todos los medios, conservar la paz para así potenciar el comercio y la industria. Pero le tocó una época difícil como fue la Revolución de las Trece Colonias, en la cual intentó mantenerse neutral al inicio, pero finalmente tuvo que decantarse por los estadounidenses recuperando así Menorca y Florida.

    La política exterior española vivió un importante despliegue durante el reinado de Carlos III, pues España abandonó la posición de servidumbre que tenía con Francia y amplió su cuerpo diplomático gracias al ministerio de Floridablanca.

  • El cuarto capítulo, de esta parte dedicada al desarrollo histórico de la política de asuntos exteriores española entre los años 1714 y 1808, está dedicado al nefasto reinado de Carlos IV. Dicho reinado se inicia con cambios respecto al anterior, lo cual fue generando un ambiente de confusión tanto en la corte como en el pueblo a pesar de que Carlos IV heredase  un país estable, en expansión, en desarrollo interior y reconocido como gran potencia internacional.

    Todavía seguía Floridablanca a la cabeza de la política exterior, el cual tenía una política intransigente, pero también confusa, hacia la Francia revolucionaria, pues creía el ministro que las ideas del país vecino podían afectar directamente a la monarquía española. Fue un ministro diplomático, que intentó resolver los conflictos internacionales mediante pactos y negociaciones. Fue, al fin y al cabo, un perfecto ministro de Asuntos Exteriores.

    Tras la salida de Floridablanca llegó el conde de Aranda a la Secretaría de Estado. Su breve ministerio estuvo marcado por los acontecimientos acaecidos en Francia, por lo que el ministro optó por un sistema de “neutralidad armada”. Pero esta política no fue del todo efectiva, sobre todo a la hora de intentar conservar con vida a Luís XVI. Finalmente, tras su salida del ministerio, España le declaró la guerra a Francia en 1793.

    La llegada de Manuel Godoy resultaría un torbellino para la política internacional española y para la propia política interna del país. La guerra con Francia resultó un desastre y en 1795 se firmaría la Paz de Basilea, en la que España perdería la colonia de Santo Domingo. Además, poco después, en 1796 se firmaría el Tratado de San Ildefonso entre España y Francia, lo cual acabaría por dilapidar prestigio internacional del país. Tras la sucesión de Saavedra y Urquijo, Godoy volvería al plano internacional a pesar de que el secretario de Estado fuese Pedro Cevallos. La vuelta de Godoy, la actitud de Carlos IV y el poder de Bonaparte acabarían por hacer de España un títere de facto de la Francia napoleónica, con todo lo que ello conllevó históricamente.

Con la Constitución de Bayona concluye Beatriz Badorrey Martín el desarrollo histórico de lo que en un futuro sería el Ministerio de Asuntos Exteriores en España. Básicamente, la autora hace un buen recorrido histórico de la situación internacional española entre 1714-1808, buscando el germen del futuro ministerio. Sin embargo, Badorrey da bastantes acontecimientos y conceptos por sabidos, incluso se prodiga en exceso hablando sobre determinados personajes e “intrigas palaciegas” que, en cierto modo, resultan superfluas a la hora de estudiar el origen de dicho ministerio. En muchos casos no aborda de forma directa el tema a tratar y se limita a dar rodeos hasta llegar a él de una forma u otra.

Pero, en definitiva, si contamos con unos conocimientos previos sobre la situación histórico-política de España, así como de sus instituciones, podemos encontrar en Los Orígenes del Ministerio de Asuntos Exteriores una lectura interesante para ampliar nuestros conocimientos sobre cómo se gestaron las bases de las instituciones públicas en España.

Valoración: 2/5

La expansión colonial entre 1876 y 1914

Para hacer un balance de la expansión colonial entre finales del siglo XIX y comienzos del XX vamos a hacer uso de la presente tabla, incluida en la página 196 del manual Historia del capitalismo de 1500 a nuestros días de Michel Beaud. Dicha tabla se encuentra dividida en varios apartados de manera vertical. Por un lado nos encontramos con un bloque que engloba a las colonias con dos fechas 1876 y 1914, cada una a su vez divididas en superficie y población. Por otro lado tenemos un bloque que hace referencia a las Metrópolis, con una sola fecha que se divide en superficie y población. De manera horizontal encontramos, en un primer bloque, los siguientes países: Gran Bretaña, Rusia, Francia, Alemania, Estados Unidos y Japón. Y en otro bloque el total de las seis grandes potencias anteriormente citadas y las colonias de pequeños estados, como Bélgica, Holanda, España…

Estamos pues ante una tabla que intenta mostrar, de manera esquemática, la relación de la superficie en millones de km2 y la población en las colonias y en las metrópolis, intentando mostrar el aumento de las colonias por parte de las seis grandes potencias.

Podemos apreciar como en 1876, Gran Bretaña tenía una superficie, en sus colonias, de 22,5 millones de km2  y una población de 251,9 millones de habitantes. Sin embargo, en 1914, poco antes de la Primera Guerra Mundial, su superficie en las colonias ha aumentado significativamente y está en torno a los 33,5 millones de km2 con una población de 393,5 millones de habitantes, lo cual choca con la superficie de la metrópolis británica de 0,3 millones de km2 y una población de 46,5 millones de habitantes. En este caso vemos una relación colonia-metrópolis muy descompensada, con una superficie muchísimo mayor y mayor número de habitantes en las colonias, lo cual puede deberse a las colonias de la India o las de África.

En el caso de Rusia vemos como en 1876 la superficie de sus colonias era de 17 millones de km2 y la población era de 15,9 millones de habitantes.. En 1914 Rusia solo aumenta en 0,4 millones de km2 respecto a 1876 la extensión de sus colonias, sin embargo prácticamente duplica los datos anteriores con la población colonial, situada en 33,2 millones de habitantes. En esta misma fecha, la extensión de la metrópolis rusa es de 5,4 millones de km2 y la población es de 136,2 millones de habitantes. Vemos un caso radicalmente diferente al de Gran Bretaña ya que Rusia poseía una metrópolis mucho mayor en un inicio y, en ningún caso, sus colonias llegaron nunca a superar los habitantes de la metrópolis. El aumento de habitantes puede deberse a repoblaciones o mejoras en la calidad de vida.

Francia en 1876 tenía una superficie colonial de 0,9 millones de km2 con una población de 6 millones de habitantes. En 1914 la superficie aumentó considerablemente en 10,6 millones de km2 y una población colonial de 55,5 millones de habitantes. Su metrópolis en 1914 tenía una superficie de 0,5 millones de km2 y una población de 39,6 millones de habitantes. Como podemos ver Francia, al igual que Gran Bretaña, aumenta su poderío colonial considerablemente entre 1876 y 1914, esto es sobre todo gracias a sus colonias en África e Indochina, convirtiéndose en la segunda potencia colonial del momento, no en extensión pero sí en número de habitantes y poderío comercial.

Alemania carece de datos en 1876 ya que era un país que acababa de unificarse pero, en 1914, poco antes de la Primera Guerra Mundial, poseía una superficie colonial de 2,9 millones de km2 y 12,3 millones de habitantes, mientras que su metrópolis tenía una extensión de 0,5 millones de km2 -similar a la de Francia- y una población de 64,9 millones de habitantes. Alemania entró tarde, por su naturaleza como Estado, en la carrera colonial, pero eso no fue un problema para expandirse rápidamente en pocos años por territorios como África. Aun así, era la potencia europea con más habitantes por km2 en su metrópolis y su economía nunca dependió exclusivamente de las colonias, contando con una fuerte industria en territorio nacional.

Estados Unidos se encontraba inmerso en la “Conquista del Oeste”, creando un país, mientras las potencias europeas colonizaban los continentes por lo que fue otro país que entró tarde en la carrera colonial. Su gran extensión como país, en 1914, con 9,4 millones de km2 choca con sus 0,3 millones de km2 de superficie colonial y sus 9,7 millones de habitantes. Esto se debe a que gran parte de la colonización de Estados Unidos se dio en islas del Pacífico.

Japón, nueva potencia al final del siglo XIX, tenía una extensión de 0,4 millones de km2 en 1914 y una población de 53 millones de habitantes. Su superficie colonial era de 0,3 millones de km2 y 19,2 millones de habitantes, esto se debe a que, al igual que Estados Unidos, la colonización japonesa se dio básicamente en islas del Océano Pacífico y otros territorios menores. No sería hasta la década de los años 30 del siglo XX cuando Japón alcanzara su mayor expansión territorial.

Como hemos podido apreciar en esta tabla, en 1914 seis potencias controlaban una superficie de 65 millones de km2 con 523,4 millones de habitantes, mientras que otras potencias coloniales menores “únicamente” controlaban 9,9 millones de km2 y 45,3 millones de habitantes -menos población que la autóctona japonesa-. La carrera colonial fue un fenómeno decisivo que tuvo unos protagonistas indiscutibles, fueron estas mismas potencias las que poco después lucharían, tanto en sus territorios como en sus colonias, en dos ejes durante la Primera Guerra Mundial. La desaparición de este sistema, en parte, no se daría hasta después de la Segunda Guerra Mundial.

BIBLIOGRAFÍA.

BEAUD, M. Historia del capitalismo de 1500 a nuestros días. 1ª Edición. Barcelona: Ariel, 1984. pp. 196.

ECHEGARAY PASCUA, E. Historia económica española y mundial. 1ª Edición. Madrid: Centro de Estudios Financieros, 2012. pp. 93-113.