Pocas figuras han dejado una huella tan profunda y duradera en la historia naval moderna como Alfred Thayer Mahan, un oficial estadounidense que, con la publicación en 1890 de The Influence of Sea Power upon History, 1660–1783, alteró de forma radical la manera en que las grandes potencias concebían su estrategia marítima, su política exterior y su proyección internacional. Su obra, estudiada con fervor en las academias navales de medio planeta, contribuyó a cimentar un nuevo paradigma según el cual el dominio del mar se convertía en la clave del poder global. Lo que quizá Mahan jamás imaginó es que sus teorías tendrían una aplicación tan inmediata y tan decisiva en un conflicto que, pocos años después, enfrentaría a su propio país con una España decadente, desgastada por décadas de errores políticos y estratégicos. La Guerra Hispano-Estadounidense de 1898, conocida en España como el Desastre del 98, no puede entenderse sin analizar la profunda influencia que las ideas mahanianas ejercieron sobre los dirigentes norteamericanos y, en paralelo, la incapacidad española para adoptar una doctrina naval coherente en un siglo XIX convulso y plagado de oportunidades perdidas.
Para entonces, España seguía contando —al menos sobre el papel— con una de las marinas de guerra más grandes del mundo. Todavía figuraba entre la cuarta o quinta escuadra mundial en número bruto de unidades, y poseía algunos buques modernos, cruceros acorazados como el Infanta María Teresa, el Vizcaya o el Almirante Oquendo, así como el imponente acorazado Pelayo, una nave única en su clase que simbolizaba las ambiciones frustradas del país por recuperar un protagonismo internacional que ya hacía décadas se le escapaba de las manos. En cambio, Estados Unidos, cuya marina había sido poco más que una fuerza costera tras la Guerra Civil, estaba en plena transformación. En menos de treinta años, pasaría de tener barcos de madera semidesfasados a liderar operaciones navales de escala global, preludio de la aparición de la célebre Gran Flota Blanca —la Great White Fleet— que Theodore Roosevelt enviaría a dar la vuelta al mundo en 1907 como demostración indiscutible de poder imperial.
Mahan no inventó el navío de acero ni la propulsión de triple expansión, pero sí ayudó a que la naciente superpotencia estadounidense comprendiera que el elemento marítimo, bien gestionado, podía convertirse en el pilar fundamental de su expansión. En un mundo en que las viejas monarquías europeas miraban con recelo la emergencia norteamericana, la doctrina de Mahan otorgó a Estados Unidos un marco teórico con el que justificar su ambición. A ojos del autor, el mar no era solo un espacio físico, sino el escenario privilegiado desde el que proyectar poder, garantizar la seguridad nacional y controlar los intercambios comerciales. Quien dominara las rutas marítimas, afirmaba, dominaría la historia.
España, por desgracia, había olvidado esa lección. Heredera del mayor imperio marítimo jamás visto bajo una sola corona, la nación que en el siglo XVI había surcado todos los océanos del planeta vivía, a finales del XIX, atrapada entre la nostalgia de su pasado glorioso y las miserias de una administración corrupta, perezosa y profundamente desconectada de los desafíos militares del mundo moderno. A diferencia del Reino Unido, que había asumido desde Nelson el valor del poder naval, o de Alemania, que bajo Guillermo II se lanzaba a una carrera frenética por construir acorazados que rivalizaran con la Royal Navy, España permanecía anclada en modelos conceptuales que ya no respondían a las exigencias tecnológicas de su tiempo. Sus teóricos seguían debatiendo entre la escuela clásica —que insistía en reproducir la lógica de las batallas de línea— y la escuela de buques ligeros —más adaptada a la realidad presupuestaria—, pero no lograban construir una doctrina coherente.
A esa falta de visión doctrinal se sumaba un mal endémico que ya había corroído los cimientos del país desde el reinado de Carlos IV: la omnipresente corrupción. La burocracia naval española era farragosa, lenta y, con demasiada frecuencia, presa de intereses políticos que obstaculizaban cualquier intento de modernización. Se malgastaban los escasos recursos disponibles, se encargaban buques que tardaban años en construirse y cuya vida útil comenzaba ya comprometida, y se tomaban decisiones estratégicas que respondían más a conveniencias personales que a un análisis frío de la coyuntura internacional. El caso del submarino Peral es el ejemplo más doloroso. Isaac Peral, visionario adelantado a su tiempo, diseñó un submarino operativo décadas antes de que los grandes imperios comprendieran el potencial de estas máquinas. La Marina española poseía así un arma revolucionaria, capaz de alterar el equilibrio naval mundial, pero lo dejó morir por falta de presupuesto, desconfianza burocrática y mezquindad política. Mientras tanto, en Estados Unidos y Alemania, sus teóricos observaban con atención ese tipo de innovaciones que España despreciaba.
En el escenario internacional, Estados Unidos ya había identificado la clave de su futuro: convertirse en una potencia oceánica capaz de proteger sus intereses comerciales desde el Atlántico al Pacífico. La doctrina del Destino Manifiesto —esa convicción casi religiosa de que la nación estadounidense estaba llamada a liderar el mundo— encontró en Mahan la herramienta intelectual perfecta para extenderse más allá del continente. Si hasta 1865 había prevalecido un cierto aislacionismo, en la década de 1880 Washington comprendió que el océano no debía ser barrera, sino puente. De esta forma nació la “diplomacia del cañonero”, una política exterior basada en el despliegue de acorazados frente a las costas de países considerados débiles o estratégicos, con el fin de imponer acuerdos comerciales, tutelar gobiernos o intimidar a rivales europeos. Allí donde aparecía una línea de casco blanco con cañones asomando al sol tropical, la voluntad estadounidense se hacía ley. Era la aplicación práctica del mahanismo: la política exterior como prolongación del poder naval.
En contraste, España llegaba al umbral del conflicto de 1898 agotada. La pérdida de sus territorios continentales americanos después de 1824 no solo había mutilado su extensión imperial, sino que había hundido su autoestima como nación marítima. Los intentos de recomponer la Armada durante el reinado de Isabel II, o posteriormente durante la Restauración borbónica, fueron tímidos, erráticos y siempre sometidos a vaivenes presupuestarios. Mientras Estados Unidos construía una armada uniforme, coherente y diseñada para operar a miles de kilómetros de sus puertos, España mantenía barcos de distintas procedencias, distintos armamentos, distintos calibres y distintos criterios de protección, lo que hacía extremadamente difícil su mantenimiento. El Pelayo era un símbolo de ambición frustrada: potente, pero único; armado, pero solitario; diseñado como buque capital de una flota que nunca llegó a existir. La clase Infanta María Teresa representaba un esfuerzo por modernizar la Marina con cruceros acorazados, pero estos llegaron tarde, con blindajes insuficientes, máquinas poco eficientes y artillería que no podía rivalizar con los cañones estadounidenses de tiro rápido.
Para más inri, España seguía siendo víctima de la persistente leyenda negra que, desde el siglo XVI, el Reino Unido había alimentado y que Estados Unidos heredó con entusiasmo. Mientras la prensa norteamericana —en manos de magnates como William Randolph Hearst— caricaturizaba a España como una nación medieval, cruel y racista, la realidad histórica era muy distinta. Para 1898, la esclavitud había desaparecido completamente del mundo hispánico, mientras que en Estados Unidos apenas hacía treinta años que se había abolido y la segregación racial seguía siendo un hecho legal, cotidiano e institucionalizado. Sin embargo, en el imaginario estadounidense —alimentado por propaganda interesada— la guerra se presentó como un acto de liberación contra un imperio opresor. Resulta irónico que, bajo el pretexto de liberar a Cuba, Estados Unidos terminara por convertirla en un protectorado, mientras que Puerto Rico fue directamente anexionada. Pero la propaganda se impondría a la verdad, y el mahanismo proporcionó el marco perfecto para justificar aquella empresa expansionista.
En el propio seno de la Armada Española existía una profunda contradicción. En la península, la institución seguía envuelta en un aura de prestigio casi romántico. El público recordaba las gestas de Lepanto, los galeones de Manila, las batallas contra piratas berberiscos o las campañas globales del siglo de los Austrias. Pero esa Armada épica no tenía nada que ver con la realidad del fin del XIX. Los arsenales estaban desfasados, los astilleros apenas podían producir unidades modernas, y la falta de carbón de calidad —crucial para los motores de triple expansión— hacía que muchos buques españoles navegaran con propulsión muy inferior a la prevista en sus diseños. En Estados Unidos, en cambio, se empleaba carbón de altísima calidad procedente de Pensilvania, con un poder calorífico superior que garantizaba mayores velocidades sostenidas. Cuando los cruceros acorazados españoles llegaron a Santiago de Cuba, estaban ya deteriorados por la travesía, mal alimentados de combustible y con calderas que apenas alcanzaban el rendimiento teórico. Los estadounidenses, en cambio, tenían navíos como los acorazados de la clase Indiana o los cruceros de la clase New York, máquinas modernas construidas para resistir, disparar rápido y mantener posiciones estratégicas durante horas.
Así se configuró el escenario del 98: de un lado, una España con cierta apariencia de potencia naval, pero sin doctrina, sin recursos y sin voluntad política; del otro, una nación joven, industrializada, ambiciosa y respaldada por una teoría naval que había entendido la esencia del poder global. El choque fue inevitable. La victoria estadounidense no fue fruto de un impulso repentino o de una superioridad coyuntural, sino la consecuencia lógica de décadas de preparación teórica, industrial y estratégica.
Mahan, arquitecto intelectual del poder naval estadounidense
Para comprender plenamente el peso que tuvo la doctrina de Alfred Thayer Mahan en la guerra de 1898, resulta imprescindible detenerse brevemente en el contexto biográfico e intelectual que dio forma a sus ideas. Mahan no solo fue un historiador naval brillante, sino también un testigo privilegiado del proceso de modernización de la Armada de los Estados Unidos. Nacido en 1840 en West Point, en el seno de una familia profundamente vinculada a las armas, Mahan creció en un ambiente marcado por la disciplina castrense y por una reflexión constante sobre la función militar en la historia. Su formación como oficial de marina, unida al análisis de la decadencia que sufría la marina estadounidense tras la Guerra de Secesión, lo impulsó a reconstruir intelectualmente el papel del mar en el destino de las naciones. Inspirado por las guerras anglo-holandesas, los programas navales franceses del XVII y XVIII y, sobre todo, por la hegemonía británica establecida después de Trafalgar, Mahan desarrolló su tesis fundamental: el dominio del mar es condición indispensable para la grandeza de cualquier potencia.
El impacto inmediato de una teoría revolucionaria
Cuando publicó The Influence of Sea Power upon History en 1890, su obra fue recibida en Washington como una revelación estratégica. No era simplemente un estudio histórico, sino una guía práctica para el futuro. Mahan afirmaba que las naciones que poseen una marina mercante vigorosa, puertos bien situados, bases navales estratégicas y una flota de batalla capaz de obtener la supremacía decisiva estaban destinadas a dominar la política mundial. En aquel momento, Estados Unidos debatía su lugar en el mundo: ¿debía continuar siendo una potencia continental, o aspirar a una proyección internacional acorde con su tamaño, riqueza industrial y ambición? El pensamiento mahaniano proporcionó el marco teórico para dar el salto.
A partir de 1883, y con renovado impulso tras la publicación de Mahan, se puso en marcha el programa que pasaría a la historia como la New Navy, un esfuerzo masivo de industrialización militar que transformó por completo la marina estadounidense. Buques como el USS Maine, el USS Texas, los acorazados de la clase Indiana y los cruceros New York, Brooklyn y Olympia encarnaban la nueva filosofía: acero, artillería de tiro rápido, blindajes coherentes, logística eficiente y capacidad de operar a miles de kilómetros del territorio continental. El viaje del USS Oregon, bordeando el Cabo de Hornos para integrarse en la escuadra del Caribe, demostró al mundo entero que Estados Unidos había dejado atrás la etapa de flota costera.
Una España sin doctrina frente a un rival que sí la tenía
El contraste con España era abrumador. Aunque todavía figuraba sobre el papel entre las grandes armadas del mundo, la realidad era muy distinta. España careció a lo largo del siglo XIX de una doctrina naval coherente. Ningún teórico logró articular un modelo que orientara la construcción naval, la logística ni la política exterior. Los debates eran estériles: acorazados grandes o flota ligera, defensa del litoral o proyección colonial, inversión doméstica o compras en el extranjero. En la práctica, se acabó creando una flota híbrida, inconsistente y profundamente dependiente de decisiones políticas mal fundamentadas.
El Pelayo simboliza esa incoherencia estructural. Era un magnífico acorazado en sí mismo, pero un acorazado aislado, sin gemelos ni escuadra que lo acompañara, sin una estrategia definida para su uso y sin una doctrina que integrara su potencial en un plan de guerra coherente. A ello se sumaba la corrupción burocrática y la parsimonia administrativa. Mientras Estados Unidos construía sus buques en serie, con sistemas homogéneos de artillería y logística unificada, España mantenía unidades heterogéneas que complicaban su mantenimiento. El caso del submarino Peral, una revolución tecnológica que podría haber cambiado la historia naval mundial, quedó truncado por una mezcla de ignorancia política y mezquindad institucional que harían sonrojar incluso al más indulgente historiador.
La aplicación práctica del mahanismo en la política exterior de EEUU
Estados Unidos entendió antes que nadie, gracias al pensamiento de Mahan, que el control de los mares permitía moldear la diplomacia mundial. La llamada “diplomacia del cañonero” era precisamente la puesta en acción del mahanismo: emplear el poder naval para imponer condiciones comerciales y geopolíticas. Para ello resultaba indispensable un sistema global de bases navales, estaciones carboneras y puertos seguros. Cuba, Guam, Hawái, Puerto Rico y Filipinas encajaban en esa visión como piezas de un mismo rompecabezas.
España, por el contrario, no interpretó el Caribe ni el Pacífico desde una perspectiva estratégica global. Afrontó la crisis cubana como un problema colonial interno, no como una pieza crucial en el tablero mundial. En esa diferencia conceptual se encontraba ya el germen del desastre.
La superioridad material estadounidense frente al agotamiento español
En vísperas del conflicto, la asimetría material era tan evidente como la doctrinal. La calidad del carbón estadounidense, procedente de Pensilvania, era extraordinariamente superior al carbón español, lo que se traducía en mayor potencia real, mayor velocidad sostenida y menor desgaste de las calderas. Los buques españoles llegaron a Cuba fatigados, sobrecargados y muy por debajo de su rendimiento teórico. La escuadra de Cervera era valiente y disciplinada, pero no tenía posibilidad real de enfrentarse a una marina que disponía de mejores barcos, mejores artilleros, mejores suministros y una doctrina perfectamente interiorizada.
La tragedia del Cristóbal Colón ilustra el alcance del desastre. Era uno de los mejores cruceros acorazados del mundo, pero España lo envió a la guerra sin su artillería principal de 254 mm por un cúmulo de errores administrativos que hoy resultan incomprensibles. Los estadounidenses, mientras tanto, presentaban una escuadra homogénea y bien entrenada, capaz de mantener maniobras coordinadas durante horas y sostener un fuego rápido y preciso.
Cavite y Santiago: la doctrina Mahan se impone
La batalla de Cavite, en Filipinas, fue la demostración inmediata de la superioridad doctrinal estadounidense. Dewey, al mando del USS Olympia, aplicó los principios mahanianos con una precisión impecable: movilidad constante, distancia óptima de tiro, concentración de potencia de fuego y destrucción sistemática de la escuadra enemiga. Los barcos españoles, anclados, mal posicionados y con artillería obsoleta, no tenían posibilidad alguna.
En Santiago, la historia se repitió con mayor dramatismo. Empujado por un gobierno que no entendía la situación real, Cervera se vio obligado a salir en condiciones imposibles. Sus buques —Infanta María Teresa, Vizcaya, Oquendo, Cristóbal Colón— se enfrentaron a una muralla de acero encabezada por el USS Brooklyn, el USS Oregon, el USS Texas y otros buques cuyo rendimiento real duplicaba o triplicaba al de sus adversarios españoles. La batalla fue corta y devastadora. A pesar de ello, incluso los estadounidenses reconocieron el coraje de los marinos españoles, que enfrentaron lo imposible con una dignidad que solo aumenta la magnitud del sacrificio.
La transformación naval de Estados Unidos: de flota costera a potencia global
Para comprender el salto colosal que experimentó la Armada de los Estados Unidos en apenas unas décadas, es necesario retroceder a la situación previa a la publicación de Mahan. Tras la Guerra de Secesión, la marina norteamericana quedó prácticamente abandonada. El conflicto había impulsado avances importantes en buques acorazados y en el uso del vapor, pero, concluida la contienda, la nación se replegó de nuevo hacia un aislacionismo tradicional. La mayor parte de los buques construidos durante la guerra no solo fueron desguazados, sino que ni siquiera se mantuvo la estructura industrial necesaria para renovar la flota. En la década de 1870, Estados Unidos había regresado a una posición naval marginal, con embarcaciones de madera, artillería anticuada y una flota dispersa en pequeños destacamentos que servían más como presencia diplomática que como herramienta militar.
Europa contemplaba aquella situación con una mezcla de indiferencia y desdén. En los mares dominaban la Royal Navy británica y la Marine Nationale francesa, mientras que potencias emergentes como Italia, Alemania y Japón comenzaban a invertir de manera decidida en programas industriales. España, aunque debilitada, todavía mantenía una marina que podría considerarse competitiva en términos de número y tonelaje, pero estaba lejos de poseer la coherencia material y doctrinal que caracterizaba a los grandes actores atlánticos. En este panorama, Estados Unidos era visto como una potencia continental, sin interés real en proyectar fuerza más allá de sus costas.
Sin embargo, la década de 1880 marcaría un punto de inflexión. El crecimiento económico, la presión de los sectores industriales y la nueva mentalidad expansionista crearon el caldo de cultivo ideal para que la obra de Mahan se convirtiera en dogma.
La New Navy y la aplicación industrial del mahanismo
El mahanismo no fue simplemente un conjunto de ideas teóricas: fue un programa de industrialización militar que transformó por completo la capacidad naval estadounidense. Entre 1883 y 1898 se produjo un salto cuantitativo y cualitativo que no tenía precedentes en la historia naval occidental desde la creación de la flota acorazada británica. La New Navy no era solo una serie de buques de hierro y acero; era la expresión material de una revolución estratégica basada en la doctrina.
Buques como el USS Maine y el USS Texas representaban una nueva generación de acorazados costeros pesados, destinados inicialmente a proteger las costas norteamericanas. Pero la verdadera transformación vino de los acorazados de la clase Indiana —USS Indiana, USS Massachusetts y USS Oregon— que significaron el primer paso hacia una flota de batalla auténticamente oceánica. Estos buques, dotados de artillería en torres dobles alineadas en la crujía, blindaje homogéneo y máquinas potentes capaces de sostener velocidades superiores a las europeas equivalentes, marcaban una diferencia sustancial frente a los acorazados aislados de España, como el Pelayo.
Junto a los acorazados, los cruceros acorazados y protegidos se convirtieron en pilares esenciales de la estrategia mahaniana. El USS Brooklyn, el USS New York y especialmente el USS Olympia, buque insignia de George Dewey en Cavite, ejemplificaban la capacidad de proyección a larga distancia. A ello se sumaba una logística basada en el carbón de alta calidad de Pensilvania, que daba a los buques estadounidenses una ventaja operativa real sobre las marinas europeas que dependían de carbones de menor poder calorífico.
Mientras Estados Unidos estandarizaba diseños, homogeneizaba calibres y construía buques en serie, España continuaba comprando barcos de distintos astilleros extranjeros, cada uno con su propio sistema de mantenimiento, sus piezas específicas y sus tiempos de reparación incompatibles entre sí. El resultado fue una flota heterogénea, difícil de mantener, y sin un plan coherente de modernización. La comparación con Estados Unidos era inevitable: mientras los norteamericanos seguían una doctrina clara, España actuaba en función de coyunturas políticas, presiones presupuestarias o decisiones improvisadas.
La diplomacia del cañonero: el poder naval como extensión de la política exterior
Uno de los aspectos más fascinantes —y más inquietantes— del mahanismo fue su impacto directo en la política exterior estadounidense. La diplomacia del cañonero, que consistía en el despliegue de unidades navales para presionar o intimidar a otras naciones, se convirtió en un instrumento legítimo para Washington. No era una práctica nueva, pues el Imperio británico llevaba décadas utilizando sus cruceros como garantes de “civilización” en todo el mundo, aunque en realidad no se trataba más que de otra forma de imponer su hegemonía económica. Sin embargo, Estados Unidos adoptó esta práctica con un estilo propio: menos sutil, más directo y profundamente ligado a su expansión comercial.
Cuba, Puerto Rico y Filipinas adquirían así un significado que iba más allá de la rivalidad colonial con España. Para Washington, estas posesiones eran piezas estratégicas que garantizaban el control del Caribe y del Pacífico occidental. Desde esa perspectiva, la guerra de 1898 no fue un conflicto espontáneo ni accidental, sino la consecuencia lógica del pensamiento mahaniano aplicado a la geopolítica. Estados Unidos necesitaba bases avanzadas, puertos seguros y enclaves desde los que proyectar su marina al resto del mundo. El hundimiento del USS Maine —cuya causa sigue siendo objeto de debate histórico— sirvió como pretexto para desencadenar un conflicto que llevaba años gestándose en los círculos navales e industriales norteamericanos.

La prensa sensacionalista, animada por figuras como William Randolph Hearst, contribuyó decisivamente a moldear la opinión pública, manipulando la imagen de España y reforzando una visión estereotipada y exagerada de su presencia en Cuba. Se trataba, en buena medida, de una nueva forma de Leyenda Negra adaptada al contexto estadounidense: España era presentada como una potencia decadente, cruel y atrasada, pese a que para 1898 ya no existía esclavitud en territorio español, mientras que en Estados Unidos, aún después de la abolición formal, persistían formas activas de segregación racial. La ironía histórica resulta evidente, aunque raramente se menciona.
España frente a un adversario moderno: la imposibilidad de la resistencia
A medida que se acercaba el estallido del conflicto, la diplomacia española actuó con torpeza y lentitud. Las autoridades confiaban en que la amenaza del Pelayo, del Carlos V y de los cruceros de primera clase bastaría para disuadir a Estados Unidos de un enfrentamiento directo. Lo que no comprendieron es que los norteamericanos habían internalizado el pensamiento de Mahan: la guerra no debía evitarse, sino buscarse si podía otorgar una posición estratégica superior. Para Estados Unidos, enfrentarse a España no era un riesgo, sino una oportunidad histórica para afirmar su poder naval.
España, por su parte, mantenía un optimismo trágico sobre sus capacidades. Sobre el papel, seguía figurando entre las grandes marinas del mundo, situándose en torno al cuarto o quinto puesto mundial en número de unidades y tonelaje. Pero esta impresión era engañosa. La mayor parte de los buques españoles eran unidades antiguas, cruceros de madera recubierta de hierro, navíos con artillería de carga lenta o buques mal blindados. Incluso los más modernos, como los de la clase Infanta María Teresa, presentaban graves debilidades estructurales, especialmente en su protección delantera y en la distribución del peso. La calidad del carbón español reducía drásticamente la potencia temporal de las máquinas, lo que dejó a los barcos muy por debajo de su velocidad teórica.
Mientras tanto, Estados Unidos mostraba su potencia industrial con hechos. La llegada del USS Oregon desde la costa del Pacífico hasta el Caribe, recorriendo más de 14.000 millas en un tiempo récord, simbolizaba la nueva etapa del poder naval estadounidense. Aquel viaje épico causó conmoción en Europa: una marina que pocos años antes apenas contaba para la política internacional demostraba que podía proyectar fuerza a cualquier punto del mundo.
La Guerra de 1898: choque entre doctrinas, sistemas y visiones del mundo
Cavite: el primer acto de un desastre anunciado
Cuando estalló la guerra en abril de 1898, la primera demostración del abismo doctrinal entre las dos marinas se produjo en Filipinas. La escuadra del almirante Patricio Montojo, antiquísima en su concepción, carente de blindaje efectivo y mal apoyada desde la metrópoli, tenía pocas posibilidades reales de enfrentarse a una fuerza moderna comandada por el comodoro George Dewey. La respuesta estadounidense fue una aplicación casi quirúrgica del pensamiento mahaniano: movilidad, concentración de fuego, disciplina en las distancias y control absoluto del ritmo de la batalla.
El USS Olympia, escoltado por el USS Baltimore, USS Raleigh, USS Boston y otros cruceros modernos, entró en la bahía de Manila de madrugada, excediendo en velocidad, artillería y autonomía a todos los buques españoles. El escenario no podría haber sido peor para España: los buques de Montojo estaban fondeados, sin margen de maniobra, con sus cascos envejecidos y una artillería que apenas podía sostener un intercambio prolongado.
La batalla duró escasas horas. El almirante Dewey ejecutó un plan impecable: mantener el movimiento constante, elegir el ángulo de aproximación y ejecutar pasadas sucesivas para martillar a la flota española desde distancia segura. Mahan había insistido en la importancia de la movilidad como fuerza multiplicadora: un buque en movimiento posee decenas de ventajas sobre uno estático, y Dewey lo demostró con precisión matemática.
El resultado fue devastador. La escuadra española quedó destruida o incendiada; la moral se hundió; los depósitos de munición se consumieron rápidamente; y aunque la resistencia española fue valiente, careció de cualquier posibilidad de éxito. El contraste doctrinal era demasiado grande. Para España, Cavite simbolizó el principio del final; para Estados Unidos, se convirtió en el acto inaugural del nuevo siglo naval.
Santiago de Cuba: la tragedia de Cervera y el triunfo del mahanismo
Si Cavite fue el prólogo, Santiago fue el clímax del desastre. La escuadra española dirigida por el almirante Cervera se encontraba cercada, sin apoyo terrestre real, con los depósitos de carbón saturados de combustible de baja calidad que aumentaba el riesgo de incendio, y muy por debajo del rendimiento teórico de sus máquinas. Aun así, Cervera tuvo que obedecer la orden de salir, sabiendo que lo hacía para la muerte.
La escuadra estadounidense, liderada por el almirante William T. Sampson y, en la práctica, dirigida por el audaz Winfield Scott Schley, desplegó un dispositivo que encarnaba la esencia del mahanismo: un anillo de acero compuesto por buques modernos, disciplinados y homogéneos, con artillería de tiro rápido y tripulaciones entrenadas al máximo nivel. El USS Brooklyn, el USS Texas, el USS Iowa, el USS Oregon y otros navíos formaban un muro insalvable.
Cuando los buques españoles —Infanta María Teresa, Vizcaya, Oquendo y Cristóbal Colón— se lanzaron hacia la libertad, el choque fue inmediato. La velocidad española quedó reducida por el carbón; la artillería tardaba en cargar; las calderas amenazaban con estallar; y las cubiertas de madera ardían con facilidad ante los proyectiles estadounidenses.
El Oregon, quizá el buque estadounidense más temido de la contienda, demostró la auténtica revolución industrial del país: mantenía velocidades superiores a 16 nudos durante largos periodos, giraba con una potencia desconocida en la marina española y disparaba con precisión mecánica. La persecución del Cristóbal Colón fue una de las escenas más simbólicas de la guerra: un crucero moderno español, más rápido que sus adversarios teóricamente, tuvo que ver cómo su ventaja desaparecía por carecer de su artillería principal, maldecido por decisiones burocráticas tomadas en Madrid años antes.
La batalla duró menos de lo que la dignidad de los marinos españoles hubiera merecido. Cervera y sus hombres lucharon con valentía conmovedora, pero la doctrina estadounidense, la disciplina de sus marinos y la mecánica de sus buques se impusieron sin contemplaciones. España no perdió por cobardía, sino por décadas de abandono, corrupción y ceguera estratégica. Estados Unidos ganó porque había comprendido, gracias a Mahan, que la supremacía naval era el camino hacia la supremacía global.
La guerra terrestre: un teatro secundario condicionado por el dominio del mar
Aunque la historiografía estadounidense insiste en la importancia de las operaciones terrestres —especialmente la célebre carga de los Rough Riders liderados por Theodore Roosevelt en San Juan Hill—, lo cierto es que estas acciones fueron, en gran medida, irrelevantes desde una perspectiva estratégica. Lo decisivo fue el mar. La victoria estadounidense en Cuba y Puerto Rico se debió principalmente al control absoluto de las rutas marítimas. Sin capacidad para reabastecer tropas, España quedó estrangulada, mientras que Estados Unidos podía transportar miles de soldados sin temor a interdicciones.
En Filipinas ocurrió lo mismo: la victoria de Dewey convirtió a Manila en un enclave aislado e indefendible, más allá de la resistencia admirable, aunque dispersa, del Ejército español. La guerra terrestre, en realidad, fue una prolongación lenta de una derrota que ya se había consumado en el agua.
La propaganda, la manipulación y la nueva Leyenda Negra
Estados Unidos, como antes Gran Bretaña, supo crear una narrativa favorable para justificar sus acciones. A través de una prensa amarillista perfectamente coordinada, se construyó la imagen de una España atrasada, cruel y decadente. Hearst y Pulitzer utilizaron la guerra como un escaparate para vender periódicos, recurriendo a mentiras, exageraciones y análisis superficiales que hoy serían fácilmente desmontables. Pero en aquel contexto, la maquinaria propagandística fue decisiva: moldeó la opinión pública norteamericana, presionó al gobierno y contribuyó a la demonización internacional de España.
Es significativo que, para 1898, España habría abolido la esclavitud en todas sus posesiones, mientras que en Estados Unidos persistían formas estructurales de discriminación racial. Sin embargo, la propaganda estadounidense presentaba a la monarquía española como una entidad anacrónica y despótica, lista para ser sustituida por la “civilización” norteamericana. La ironía es amarga: un país que segregaba a millones de ciudadanos de su propio territorio se arrogaba el papel de liberador moral en Cuba y Filipinas.
El fin de un imperio y la sensación de humillación nacional
El resultado global de la guerra fue una conmoción profunda para España. Cuba, Puerto Rico y Filipinas se perdieron en apenas meses. La Marina había sido destruida sin haber podido demostrar su valor real en una batalla justa. Los soldados regresaron a la península enfermos, exhaustos y mal recibidos, víctimas de un Estado que no supo honrar su sacrificio. El país quedó sumido en un pesimismo colectivo que marcó a toda una generación: la famosa Generación del 98.
Estados Unidos, en cambio, emergió como una potencia naval de primer orden. Por primera vez, se situó en la consideración internacional al nivel de Francia, Alemania y el Reino Unido. Y, en muchos aspectos, comenzó a superarlas. La guerra del 98 había sido su examen de ingreso al club de imperios globales, y lo había aprobado con nota.
El legado inmediato del 98: Estados Unidos descubre su vocación imperial
La victoria en la guerra hispano-estadounidense no fue solo un éxito militar, sino un acontecimiento psicológico determinante para la identidad de Estados Unidos como potencia mundial. Hasta entonces, el país se había debatido entre su tradición aislacionista y las presiones crecientes de sus sectores industriales y expansionistas. La doctrina de Alfred Thayer Mahan había mostrado el camino; la guerra de 1898 lo confirmó de manera contundente. Estados Unidos comprendió que el mar no solo era un escenario secundario, sino el eje central de la geopolítica moderna. Si quería competir con los grandes imperios del planeta, necesitaba una marina de primera categoría, buques proyectables globalmente y un sistema de bases que sostuviera su poder lejos de la costa continental.
La incorporación de Puerto Rico, Guam y Filipinas, junto con el control indirecto sobre Cuba, configuró un mapa estratégico que respondía punto por punto al ideario mahaniano. Estados Unidos ya no era una potencia encerrada en el hemisferio occidental: comenzaba a adquirir la estructura geopolítica de un imperio oceánico. El propio Mahan fue invitado a reuniones de alto nivel con Theodore Roosevelt y otros líderes políticos, quienes consideraban sus ideas esenciales para orientar la política exterior. Por primera vez, un teórico naval norteamericano había determinado el rumbo estratégico de la nación.
La “Gran Flota Blanca”: símbolo de poder y diplomacia naval
Si el triunfo en el Caribe y en Filipinas fue el acto fundacional del nuevo imperialismo estadounidense, la creación de la Gran Flota Blanca fue su presentación oficial al mundo. Theodore Roosevelt, ferviente admirador de Mahan, entendió que la marina no solo debía ser empleada en combate, sino también como herramienta diplomática. De este razonamiento surgió la decisión de organizar una flota imponente de acorazados recién construidos, pintados de blanco para simbolizar paz —aunque su verdadero significado era el poderío—, que diera la vuelta al mundo entre 1907 y 1909.
Esta expedición monumental, compuesta por dieciséis acorazados de última generación, tenía un propósito evidente: demostrar a las potencias europeas y asiáticas que Estados Unidos había entrado en el club selecto de las grandes armadas. La flota navegó por el Pacífico, recaló en Japón, cruzó el Índico, pasó por el Mediterráneo y regresó al Atlántico, generando una impresión generalizada de asombro y respeto. El eco psicológico fue enorme. Desde Londres hasta Berlín, desde París hasta San Petersburgo, los observadores navales comprendieron que la marina estadounidense se había convertido en una fuerza comparable —y en algunos aspectos superior— a las grandes flotas europeas.


Gran Bretaña, acostumbrada a dominar los mares sin discusión desde Waterloo, asistió con creciente inquietud al ascenso norteamericano. La Royal Navy, pese a su colosal tonelaje, comenzaba a mostrar signos de vulnerabilidad ante rivales emergentes como Alemania y Japón, y ahora debía vigilar también el crecimiento estadounidense. El equilibrio naval global cambiaba a una velocidad inesperada, impulsado por factores industriales, tecnológicos y doctrinales que Estados Unidos supo utilizar mejor que nadie.
La revolución industrial de los astilleros estadounidenses
Para comprender la magnitud del salto norteamericano, hay que observar la base material que sostuvo este ascenso. Estados Unidos poseía, a comienzos del siglo XX, la mayor capacidad industrial del mundo. Sus fundiciones produjeron cantidades ingentes de acero; sus fábricas de artillería desarrollaron piezas de calibre uniforme, fiables y fáciles de mantener; y sus astilleros —como los de Newport News o Philadelphia Navy Yard— trabajaban con una eficacia que Europa tardaría en igualar. Mientras la construcción naval española seguía atrapada en la penuria presupuestaria y la dependencia de compras extranjeras, Estados Unidos fabricaba buques en serie, con sistemas homogéneos y estándares industriales avanzados.
La diferencia con España era brutal. En los años posteriores al 98, los astilleros españoles apenas podían mantener los cruceros y destructores ya existentes, muchos de ellos adquiridos a la carrera y sin coherencia de diseño. La falta de una industria pesada moderna impedía cualquier reactivación seria de la política naval. Estados Unidos, en cambio, pasó de construir unos pocos buques de hierro en la década de 1880 a producir acorazados y cruceros de manera regular. Cada nueva clase superaba a la anterior en blindaje, potencia de fuego y rendimiento mecánico.
De hecho, en la década posterior al 98, los buques estadounidenses ya rivalizaban con los acorazados británicos. Y lo hacían con una visión estratégica clara: despliegue global, capacidad de combate decisivo y control absoluto de las rutas marítimas.
El Canal de Panamá: culminación geopolítica del mahanismo
Uno de los puntos clave de la doctrina de Mahan era la necesidad de controlar pasos estratégicos que permitieran acelerar la movilidad de la flota. Para Estados Unidos, la separación entre el Atlántico y el Pacífico era un problema crítico que había quedado en evidencia durante la guerra de 1898. El viaje épico del USS Oregon bordeando el Cabo de Hornos durante más de dos meses demostró la urgencia de contar con una vía rápida que conectara ambas costas.
La construcción del Canal de Panamá, iniciada tras la independencia artificialmente promovida del territorio panameño en 1903, fue la culminación natural del pensamiento mahaniano aplicado a la realidad geopolítica. Con el canal, Estados Unidos conseguía unir dos océanos en términos militares, garantizando que su flota pudiera desplazarse de un teatro de operaciones a otro en tiempo récord. Ninguna otra potencia disponía de semejante ventaja estratégica en 1914, cuando el canal fue inaugurado. En cierto modo, Panamá fue la obra maestra material de Mahan: la infraestructura que aseguraba para siempre el dominio estadounidense.
La sombra de Alemania y el equilibrio del poder naval
Aunque Estados Unidos ascendía imparable, no lo hacía en un vacío estratégico. Alemania, bajo el impulso del almirante Alfred von Tirpitz y el apoyo del káiser Guillermo II, había emprendido un ambicioso programa de creación de una flota destinada a rivalizar con la Royal Navy. La doctrina alemana, basada en la Risikoflotte (flota de riesgo), pretendía ser suficientemente poderosa para obligar a Gran Bretaña a negociar o renunciar a un conflicto directo. Entre 1898 y 1914, la Kaiserliche Marine construyó acorazados que estaban a la altura —o incluso superaban— a los británicos en varios aspectos.
Estados Unidos observó esta carrera armamentística con atención. Aunque no participó directamente en la escalada naval europea, desarrolló una flota cada vez más sofisticada, consciente de que el siglo XX sería un siglo marítimo. De hecho, a partir de 1900, la marina estadounidense superó en capacidad tecnológica a la española, italiana, austrohúngara e incluso francesa, situándose en el segundo nivel solo por detrás de la Royal Navy y, en algunos órdenes técnicos, por delante de ella.
En menos de cien años, Estados Unidos había pasado de ser una potencia marítima irrelevante a convertirse en uno de los pilares del equilibrio naval mundial. Y lo había logrado gracias a la aplicación disciplinada y coherente del pensamiento de Mahan.
España tras el 98: la resignación estratégica de una potencia agotada
En España, la derrota provocó una profunda crisis política e intelectual. El país perdió su último gran imperio justo cuando la modernidad industrial imponía nuevas reglas. Sin recursos, sin voluntad política y sin un proyecto naval coherente, la Armada quedó relegada a un papel secundario. Se intentaron reformas, se reestructuraron algunas ramas y se propuso una renovación técnica, pero nada comparable al dinamismo estadounidense. España se vio obligada a asumir un papel periférico, muy lejos del protagonismo que había tenido en los siglos anteriores.
La comparación con Estados Unidos era dolorosa pero inevitable: mientras los norteamericanos construían acorazados en serie y proyectaban su poder global, España luchaba por mantener una flota reducida y para uso casi exclusivamente defensivo. El 98 no fue solo un desastre militar, sino el fin de un modelo de Estado que no había sabido adaptarse a la nueva era del acero, el carbón y la política global.
El mahanismo como arquitectura del siglo XX
La doctrina de Alfred Thayer Mahan fue, sin duda, una de las fuerzas intelectuales más influyentes en la formación del mundo contemporáneo. Sus ideas transformaron a Estados Unidos en una potencia naval, moldearon la política exterior norteamericana, aceleraron la caída del imperio español y alteraron el equilibrio global de forma irreversible. El 98 fue, en ese sentido, mucho más que un episodio bélico: fue un punto de inflexión en la historia de los océanos, la consolidación de una nueva hegemonía y el anuncio solemne de que el siglo XX sería un siglo norteamericano.
Sin embargo, el análisis frío de los hechos no debe ocultar la dimensión humana, política y moral del conflicto. Estados Unidos aplicó con audacia, determinación y disciplina una doctrina que España no supo adoptar. Pero lo hizo también con una agresividad imperial que ocultó bajo discursos de liberación y modernidad. La prensa fabricó caricaturas, el gobierno manipuló el relato y el expansionismo fue disfrazado de filantropía. Se aprovechó de una España exhausta, debilitada por su propia corrupción, pero que aún conservaba una altísima dignidad militar y moral.
En 1898 España ya no era la potencia oceánica que había dominado tres océanos durante siglos, pero tampoco era la caricatura que los panfletos estadounidenses dibujaron entonces y que ciertos historiadores poco rigurosos han querido perpetuar. En realidad, España había abolido la esclavitud; intentaba reformar sus estructuras políticas; mantenía un imperio cohesionándose como podía; y conservaba una tradición naval heroica, que incluso sus enemigos reconocieron en el fragor de la batalla.
El trauma español: entre la derrota y la dignidad
La pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas fue un golpe devastador para la conciencia nacional. Las flotas de Montojo y Cervera, derrotadas más por la inercia de décadas de abandono que por falta de valor, dejaron en el imaginario español una herida profunda. La nación entró en un periodo de introspección amarga, pero también de lucidez intelectual: la Generación del 98, con todas sus contradicciones, surgió de esa herida, transformando la derrota en materia de reflexión filosófica y cultural.
Sin embargo, más allá de las lamentaciones, hubo algo que España no perdió jamás en el 98: la dignidad. Las últimas acciones de la Armada, en Cavite y en Santiago, se caracterizaron por una gallardía que asombró incluso a los vencedores. Cervera salió al combate sabiendo que marchaba hacia la muerte. Sus hombres lucharon y ardieron en cubiertas de madera, conscientes de que se enfrentaban a una flota superior en todo. Esa voluntad de honor, esa convicción silenciosa de cumplir con el deber aunque la historia ya estuviese escrita, es uno de los episodios más respetables de la historia naval universal.
Y si Estados Unidos ganó porque supo comprender el mundo moderno, España perdió, en buena medida, porque aún seguía atada a un pasado glorioso que sus gobernantes no supieron traducir al presente. Fue una derrota del Estado, no de sus marinos; una derrota de la burocracia, no de la identidad nacional; una derrota de la máquina administrativa, nunca del corazón del país.
Tras 1898, España ya no figuraría entre las grandes potencias, pero su legado no desapareció. Las rutas que abrió, las ciudades que fundó, los océanos que cartografió y la cultura que transmitió siguieron siendo parte indeleble del mundo. Por más que las propaganda anglosajona insistiera en su supuesta decadencia, la realidad histórica demostraba que pocas naciones habían marcado de manera tan profunda la historia marítima del planeta.
En cierto modo, España pasó de ser un imperio a ser una conciencia: la conciencia histórica de Europa, la brújula moral de un pasado compartido y el recuerdo constante de que el poder no se mide solo en barcos o en cañones, sino también en ideas, lenguas, leyes, símbolos, ciudades y generaciones enteras que viven bajo su legado.
Cuando las naciones se miran en el espejo del mar
Al final, la historia de Mahan, de Estados Unidos y de España en 1898 no es únicamente la historia de una guerra. Es la historia de dos visiones del mundo: la del imperio joven, impetuoso, ansioso por expandirse y decidido a dominar los mares; y la del imperio antiguo, cansado pero noble, que aún conservaba el eco de siglos navegando en horizontes que otros apenas empezaban a soñar.
El mar, que había sido durante tanto tiempo patrimonio natural de España, se convirtió entonces en escenario de un relevo histórico. Pero incluso en la derrota, España mantuvo algo que no puede perderse nunca: la memoria. Porque las naciones no viven solo en su presente, sino también en aquello que han sido y en aquello que, pese a todo, siguen representando.
Y cuando la espuma del mar y del combate se asentó sobre el mar Caribe y sobre la bahía de Manila, cuando los últimos cañones callaron, cuando los acorazados estadounidenses regresaron victoriosos y los barcos españoles ardieron sobre la costa, el océano —ese juez implacable y eterno— pareció guardar silencio por un instante, como si reconociera, entre el humo y la ceniza, a dos pueblos que habían mirado su destino reflejado en él.
Los unos, emergiendo a la gloria.
La otra, despidiéndose de un imperio.
Pero ambos, inevitablemente, hijos del mar.
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