Biografía de Pablo Ruiz Picasso: vida, amores y claroscuros de un genio

Nacer mirando al Mar Mediterráneo: la infancia malagueña de un prodigio

Pablo Ruiz Picasso vino al mundo en Málaga, en el otoño de 1881, en una ciudad que vivía de espaldas y, al mismo tiempo, rendida al Mediterráneo. No nació en un entorno bohemio ni marginal, sino en una familia acomodada, con un nivel cultural elevado y una sensibilidad hacia las artes poco común para la España de finales del siglo XIX. Su padre, José Ruiz Blasco, era profesor de dibujo en la Escuela de Bellas Artes y, además, conservador del Museo de Bellas Artes de la ciudad. Es decir, el pequeño Pablo creció literalmente rodeado de cuadros, láminas, yesos y pinceles. La pintura no fue algo que él eligiera un buen día, fue el lenguaje en el que se hablaba en su casa.

Málaga a finales del siglo XIX.

La figura de su madre, María Picasso, durante décadas pasó casi de puntillas por la historiografía, como si no hubiera tenido un papel relevante en la vida del artista. Sin embargo, a poco que uno repasa testimonios y reconstrucciones biográficas, resulta evidente que su presencia fue decisiva: fue ella quien sostuvo emocionalmente al niño de salud delicada, quien le dio una fe casi supersticiosa en sí mismo, quien le repetía que si alguna vez fuera soldado, llegaría a general, y si fuera cura, terminaría siendo Papa. El propio Pablo, ya convertido en “Picasso”, recordó siempre esa mezcla de ternura y determinación que caracterizó a su madre, una fuerza silenciosa que lo acompañó incluso cuando él renegó de su tierra natal.

La Málaga que conoció en su infancia no era una postal turística, sino una ciudad en la que todavía convivían los ecos del pasado decimonónico con los primeros síntomas de modernidad. En ese escenario, hubo un espectáculo que marcó de forma indeleble al niño: los toros. De la mano de su padre empezó a acudir a la plaza de La Malagueta, donde el ritual taurino, con su solemnidad, su violencia y su teatralidad, se le quedó grabado para siempre. No solo como tema iconográfico —que aparecerá una y otra vez a lo largo de toda su obra, desde dibujos infantiles hasta grabados tardíos—, sino como una forma particular de entender la vida: una mezcla de belleza, sangre, riesgo y muerte que encajaría muy bien con su propia biografía.

No es casual que uno de sus primeros cuadros importantes, El picador amarillo (1890), esté directamente ligado a ese universo taurino. A través de ese lienzo podemos ver al adolescente que observa, fascinado, el espectáculo desde la grada, y al mismo tiempo al futuro artista que comprende que la arena del ruedo es un escenario perfecto para narrar la condición humana. En esa mezcla de tradición andaluza, educación académica y sensibilidad precoz se fragua la base de lo que será Picasso: un hombre atravesado por la luz mediterránea, pero condenado a vivir casi toda su vida lejos de su tierra.

El Picador Amarillo (1890).

La falsa seguridad de aquellos primeros años se resquebrajó pronto. La destitución de su padre como conservador del Museo en 1888 fue un golpe económico y social para la familia. De pronto, la cómoda vida malagueña se volvió insostenible. José Ruiz, orgulloso y pragmático, pidió un traslado a La Coruña como profesor de la Escuela de Bellas Artes, y tras varios trámites, en 1891 los Ruiz Picasso abandonaban Málaga. El niño que había aprendido a medir el mundo por la intensidad de la luz mediterránea tendría que empezar a entenderlo también en tonos fríos y húmedos.

Del Atlántico a la tragedia: A Coruña, la disciplina y la muerte de Conchita

La Coruña fue el primer gran cambio de escenario en la vida de Pablo. Pasó de la claridad andaluza al clima atlántico, de una ciudad de toros y puerto a una urbe más discreta, con lluvias pertinaces y un horizonte distinto. Para la familia, el traslado supuso cierta seguridad económica, pero también aislamiento y nostalgia. Para el joven Picasso, en cambio, significó una etapa de formación rigurosa y de consolidación de su talento.

En la Escuela de Bellas Artes, bajo la mirada de su padre, empezó a manejar con soltura el dibujo académico, el estudio del desnudo, la copia de modelos clásicos. José, consciente de que su hijo lo superaba con creces, optó por una mezcla de orgullo paternal y exigencia profesional: lo animó, pero también lo sometió a disciplina. En las tardes gallegas de luz oblicua, Pablo llenaba cuadernos con apuntes de la calle, caricaturas, escenas cotidianas y paisajes urbanos. No era todavía el revolucionario que dinamitaría el arte del siglo XX, pero sí un adolescente que aprendía a mirar el mundo con voracidad.

Sin embargo, esta etapa coruñesa quedó marcada por una tragedia que lo atravesó para siempre. En 1895, su hermana pequeña Concepción, ‘Conchita’, enfermó de difteria y murió con apenas siete años. La familia entera se sumió en un duelo del que nunca se recuperaría del todo. Para Picasso, que tenía entonces catorce años, la muerte de Conchita supuso el descubrimiento brutal de la fragilidad. Esa experiencia temprana de pérdida acompañará, como un eco, muchas de sus representaciones de la maternidad, la infancia y el dolor.

Pablo y Concepción «Conchita» Picasso en 1888.

Es significativo que, años después, cuando ya era un artista de renombre, recordara A Coruña no solo como el lugar donde se formó académicamente, sino como el espacio en el que se cruzaron, por primera vez, la disciplina del dibujo y la conciencia de la muerte. Esa combinación de rigor y herida interna sería una constante en su vida: cuanto más se desbordaba emocionalmente, más disciplinado se mostraba ante el lienzo.

La pérdida de Conchita, unida al deseo de su padre de mejorar la posición profesional, motivó un nuevo cambio de ciudad. José obtuvo una cátedra en la Escuela de Bellas Artes de Barcelona y, con ella, la promesa de una vida más cercana a la modernidad que empezaba a agitar Europa. La familia volvió a hacer las maletas. El adolescente que llegaba a la Ciudad Condal ya no era el niño de La Malagueta, sino un joven que había conocido el duelo, la responsabilidad y la exigencia.

Barcelona: cafés, modernismo y el estreno de un joven genio del arte

La llegada a Barcelona supuso para Picasso una auténtica explosión de posibilidades. La ciudad, en plena efervescencia modernista, era un hervidero de arquitectos, escritores, músicos y pintores que buscaban sacudirse de encima la pesada herencia del academicismo. El ambiente estaba electrificado: la construcción de nuevos edificios, los cafés literarios, las tertulias en las que se discutía desde política internacional hasta simbolismo poético, creaban un campo de cultivo incomparable para un joven de talento desmedido.

Su entrada en la Escuela de Bellas Artes de la Llotja fue casi una anécdota: superó el examen de acceso en tiempo récord, demostrando una destreza que dejó atónitos a los evaluadores. Allí se familiarizó con las exigencias oficiales de la pintura, pero muy pronto empezó a sentir que la verdadera vida estaba en otra parte: en los cafés, en las tabernas, en las charlas interminables con otros jóvenes artistas y agitadores. Els Quatre Gats se convirtió en su segundo hogar, un espacio donde se exponían obras, se organizaban recitales y se discutía de todo.

Las Ramblas de Barcelona, en 1900.

Entre 1895 y 1900, Picasso produjo una obra sorprendentemente madura para su edad. Cuadros como La primera comunión o Ciencia y caridad muestran a un pintor capaz de manejar la composición, el claroscuro y la anatomía con una seguridad insultante. Parecía que había nacido sabiendo pintar “bien”. Pero precisamente esa capacidad, que en otro contexto lo habría convertido en un académico respetable, hacía que la pintura convencional se le quedara corta. Lo que en los demás era meta, en él era apenas punto de partida.

Ciencia y Caridad, 1897.

Barcelona fue también el escenario de sus primeras exposiciones, de los primeros elogios y de las primeras críticas. Allí empezó a intuir que, si se quedaba en España, su carrera quedaría atrapada entre encargos conservadores y un mercado artístico estrecho. Su breve estancia en Madrid, donde se matriculó en la Academia de San Fernando, no hizo más que confirmar esa sospecha: el ambiente le pareció anacrónico, rígido y poco receptivo a la innovación. Decidió, casi intuitivamente, que su lugar no estaba ahí.

Picasso, en torno a 1900.

En paralelo, España vivía una crisis profunda. La pérdida de las últimas colonias en 1898, el clima social tenso, la conflictividad obrera y los primeros estallidos como la Semana Trágica de Barcelona en 1909 hacían que el país pareciera un barco a la deriva. Picasso, que no se consideraba un intelectual político en estos años, sí percibía, en cambio, una sensación de atraso estructural. Fue gestándose en él una mezcla de desafección y tristeza hacia su país natal que, con el tiempo, lo llevaría a tomar distancia casi total de la vida cultural española.

En ese contexto, París se le presentó como una promesa de libertad. No tanto por idealismo, sino por pura necesidad vital. Tenía claro que si quería crecer, tenía que marcharse.

Reinventarse en París: bohemia, Casagemas y la sombra azul

Entre 1899 y 1904, Picasso se movió a caballo entre Barcelona y París como un funambulista que tantea la cuerda antes de cruzarla del todo. Los primeros viajes a la capital francesa le permitieron entrar en contacto directo con el ambiente que hasta entonces solo conocía por referencias: el eco de Lautrec, la influencia de Van Gogh y Gauguin, el bullicio de Montmartre, los cabarets, los burdeles, el bullicio nocturno. La ciudad era, todavía, la capital mundial del arte.

En esos años conoció íntimamente la bohemia, no como estampa romántica, sino como una forma dura de supervivencia. Vivía en habitaciones miserables, compartía espacios con otros artistas igual de pobres pero igual de decididos, frecuentaba cafés donde la cuenta se pagaba tarde y mal, y visitaba burdeles tanto por deseo como por curiosidad antropológica. Allí, en medio de un París marginal, se hizo asiduo a un universo femenino complejo, en el que la mujer era objeto de deseo, modelo, compañía, pero también víctima de una sociedad que la relegaba a los márgenes. Esa experiencia, lejos de ser decorativa, marcaría profundamente su manera de mirar el cuerpo y el rostro femeninos.

El punto de inflexión llegó con el suicidio de su amigo íntimo Carlos Casagemas en 1901. Casagemas, incapaz de digerir un amor no correspondido, se disparó en la sien en un café parisino. El impacto en Picasso fue profundo, casi devastador. De pronto, la bohemia dejó de ser un juego y se reveló como una selva de fragilidades donde se perdía gente real, con nombre y apellido. El joven malagueño se volcó entonces en una serie de obras en las que la tristeza, la soledad y la pobreza eran protagonistas indiscutibles.

Picasso en París.

Así nació la Etapa Azul. No se trataba solo de un cambio de paleta cromática; era una auténtica declaración de intenciones. Inspirado en parte por la espiritualidad alargada de El Greco, Picasso pintó mendigos, madres con hijos, borrachos, prostitutas, ciegos. Figuras aisladas en espacios casi vacíos, envueltas en gamas frías que parecían condensar toda la miseria existencial de la época. Al mismo tiempo, introdujo en esos cuadros una crítica social velada: la indiferencia de la sociedad ante los más vulnerables, la conversión del arte en mercancía, la soledad urbana.

La tragedia, 1903.

En 1904 decidió instalarse definitivamente en París. Lo que hasta entonces habían sido idas y venidas se convirtió en residencia permanente. Con ese gesto, simbólico y práctico, ponía tierra —y años— de por medio con su país natal. Volvería a España en contadas ocasiones, siempre de forma fugaz, y tras la Guerra Civil ya no regresaría jamás. Su biografía quedaba, desde entonces, anclada en Francia.

Fue precisamente en 1904 cuando la vida le concedió un respiro en forma de rostro femenino.

Fernande Olivier y Eva Gouel: del rosa enamorado al duelo irreparable

En la bohemia parisina, Picasso era visitante habitual de burdeles, estudios compartidos y cafés donde se entrecruzaban artistas y modelos. En ese ambiente conoció a Fernande Olivier. Ella no era una aristócrata ni una señorita burguesa, sino una mujer acostumbrada a sobrevivir en los márgenes de la ciudad. Modelo, independiente, con carácter, Fernande ofrecía una mezcla de sensualidad y fortaleza que sedujo al malagueño de inmediato.

Pablo Ruiz Picasso y Fernande Olivier.

Con Fernande llegaron los circo, los arlequines, los tonos cálidos: la célebre Etapa Rosa. La tristeza de los años azules no desapareció del todo, pero fue matizada por una nueva sensibilidad, más cálida, más humana. En sus cuadros comenzaron a aparecer saltimbanquis, familias de circo, figuras que vivían en un equilibrio frágil entre la marginalidad y la poesía. Se ha dicho con razón que Fernande ayudó a Picasso a reconciliarse con el mundo, al menos por un tiempo. La denuncia social seguía ahí, pero ya no teñida solo de desesperación, sino de una suerte de ternura trágica.

Acróbata y joven arlequín, 1905.

Sin embargo, la relación distó mucho de ser idílica. El temperamento de Picasso, celoso, absorbente y cambiante, chocaba con la necesidad de independencia de Fernande. El artista estaba ya en plena escalada de fama y su círculo de amistades se ampliaba sin cesar. Fue precisamente en este contexto de desgaste cuando apareció Eva Gouel.

Eva aportó algo diferente: sensibilidad y una delicadeza intelectual que conectaron con un Picasso más introspectivo. No era simplemente una modelo o una amante, sino alguien con quien podía hablar de arte desde dentro, que entendía su proceso creativo y que le ofrecía una forma de intimidad menos estridente que la vivida con Fernande. Poco a poco, las tensiones con Olivier se hicieron insostenibles, y Picasso acabó abandonándola para iniciar una relación con Eva.

Eva Gouel, en torno a 1914.

Con Eva se asocian algunas de las obras más íntimas del artista. Muchos autores señalan que fue uno de sus grandes amores, quizá el primero en el que el deseo se mezcló con una auténtica admiración espiritual. Pero la historia se truncó brutalmente. En el invierno de 1915, en plena Primera Guerra Mundial, Eva murió de tuberculosis. Para un hombre que arrastraba ya la muerte de Conchita y el suicidio de Casagemas, la pérdida de Eva supuso un golpe durísimo.

A partir de entonces, algo se endureció dentro de él. Su relación con las mujeres se volvió más fría, más calculada, más marcada por una suerte de distancia emocional. Él mismo parecía incapaz de volver a entregarse de la misma manera. A pesar de ello, las relaciones no dejaron de sucederse, y cada una de ellas dejó una huella profunda en su pintura y en su biografía.

Olga Jojlova: un matrimonio «modélico» que se agrietó desde dentro

En 1917, durante una colaboración con los Ballets Rusos, Picasso conoció a Olga Jojlova, bailarina de origen ucraniano, de elegancia clásica y formación refinada. Era otro mundo. Frente al caos bohemio de Montmartre, Olga representaba la posibilidad de una vida ordenada, socialmente respetable, con cenas formales y amistades influyentes. Multitud de artistas de su generación, al llegar a cierta edad, aspiraban a ese tipo de estabilidad burguesa, y Picasso no fue inmune a esa tentación.

Picasso y Olga Jojlova.

Se casaron en 1918 y, durante un breve periodo, el artista pareció adaptarse a ese guion: trajes bien cortados, salones parisinos, cierta solemnidad doméstica. En 1921 nació su hijo Pablo, conocido como Paulo, que reforzó la imagen de familia “de bien”. En estos años, su obra también se volvió relativamente más clásica, con un retorno a formas más figurativas que algunos han interpretado como reflejo de su nueva vida.

Pero debajo de esa aparente calma, las grietas crecían. Picasso, acostumbrado a la libertad absoluta de la bohemia, se sentía cada vez más incómodo en el corsé social que exigía Olga. Ella, por su parte, nunca terminó de aceptar los vaivenes emocionales y los horarios caóticos de un artista tan inestable. El matrimonio se convirtió en una convivencia tensa, con reproches mudos y distancias cada vez mayores.

En 1927, el encuentro con una joven francesa vino a dinamitar lo poco que quedaba en pie.

Marie-Thérèse Walter: el cuerpo que incendió el cubismo

En una calle de París, en 1927, Picasso vio a una joven y decidió que tenía que conocerla. Era Marie-Thérèse Walter, tenía apenas diecisiete años, y una belleza atlética y luminosa que lo dejó fascinado. Él ya era un artista consagrado, casado, mucho mayor; ella, una adolescente que se movía entre la ingenuidad y el deseo de aventura. A partir de ese momento, Picasso la convirtió en su obsesión, en su amante y en su musa.

Marie-Thérèse Walter.

La relación con Marie-Thérèse fue durante años un secreto cuidadosamente guardado, al menos en lo que respecta a la esfera oficial de su vida con Olga. Para Picasso, ella representaba una energía joven, una sensualidad desbordante que le permitió explorar el cuerpo femenino con una intensidad nueva. En sus cuadros, el cuerpo de Marie-Thérèse se convierte en un territorio cambiante, deformado por el cubismo, estirado por el surrealismo, cargado de una potencia erótica que rompe con cualquier representación académica.

Se calcula que la pintó más de medio centenar de veces. No se trata solo de cantidad, sino de la manera en que, a través de ella, llevó el cubismo hacia lugares nuevos, enlazándolo con el expresionismo y el surrealismo. El rostro ovalado, el perfil doble, la tensión entre reposo y deseo, le sirvieron para experimentar hasta qué punto la forma podía expresar un mundo interior convulso.

El sueño, 1932.

La relación, sin embargo, estaba condenada a chocar con la realidad. En 1935 nació Maya, la hija de ambos, y el secreto se hizo insostenible. Cuando Olga comprendió que no se trataba de un simple desliz sino de una doble vida con descendencia, abandonó el hogar familiar con el pequeño Paulo. Nunca concedió el divorcio, lo que dejó a Picasso atado legalmente a un matrimonio roto hasta la muerte de ella en 1955.

Aunque la pasión por Marie-Thérèse fue intensa, el artista terminó distanciándose emocionalmente. Algunos biógrafos sostienen que la idealizó tanto que, cuando la realidad cotidiana empezó a imponerse, perdió interés. Lo cierto es que la relación, ya deteriorada, se rompió definitivamente en 1936, cuando otra mujer, de una naturaleza muy distinta, irrumpió en su vida.

Dora Maar: el intelecto, la guerra y el grito en el lienzo

Si Marie-Thérèse encarnaba el cuerpo y la juventud, Dora Maar representó el intelecto y la lucidez crítica. Nacida como Henriette Theodora Markovitch en 1907, hija de un arquitecto croata, se formó en academias de arte parisinas y se convirtió en una artista multidisciplinar, especialmente brillante como fotógrafa. No era una figura decorativa; tenía un discurso propio, una mirada política y una ambición creativa sólida.

Picasso y Dora se conocieron en 1936, en el café Deux Magots de París, cuando ambos atravesaban el final amargo de otras relaciones: él, con Marie-Thérèse; ella, con el director Louis Chavance. La atracción fue inmediata, pero no se trató de una simple seducción física. Dora aportó algo que hasta entonces había escaseado en la vida del artista: confrontación intelectual. Cuestionaba, discutía, proponía. Tenía una posición política clara y un pensamiento agudo que, lejos de intimidarlo, lo estimulaba.

El contexto histórico amplificó esta intensidad. En España, la Guerra Civil estaba a punto de estallar, y en Europa se intuía la sombra de un conflicto mayor. Dora, politizada y crítica, ayudó a Picasso a tomar conciencia del drama que se vivía en su país natal, del que él se había ido desconectando. Bajo su influencia, el pintor se definió como antifascista, aceptó el cargo —más simbólico que efectivo— de director honorario del Museo del Prado por parte del Gobierno de la República, y se acercó al Partido Comunista francés, en el que acabaría militando.

Picasso y Maar en París.

La colaboración más célebre entre ambos no fue sentimental, sino artística: Guernica. Cuando en 1937 la aviación alemana bombardeó la localidad vasca por encargo de los sublevados españoles, Picasso fue encargado de realizar un mural para el pabellón de la República en la Exposición Internacional de París. La gestación de Guernica fue un proceso frenético en el que Dora estuvo presente de principio a fin. Su cámara documentó cada estado del cuadro, cada corrección, cada cambio de composición. Aquellas fotografías son hoy un testimonio esencial de la cocina interna de una de las obras más influyentes del siglo XX.

Dora también se convirtió en el símbolo de la angustia de esos años. La mujer que llora, quizá el retrato más célebre que Picasso hizo de ella, condensa el dolor personal y el colectivo. El rostro fragmentado, los ojos que parecen cristal a punto de romperse, las manos crispadas, son tanto Dora como la Europa desgarrada por la guerra. La relación entre ambos, en paralelo, se tornó cada vez más tóxica. Celos, humillaciones, dependencias emocionales y un fuerte desequilibrio de poder fueron minando la salud mental de ella.

La mujer que llora, 1937.

En 1943, en plena ocupación alemana de Francia, una joven artista irrumpió en la vida de Picasso. Como ya había hecho otras veces, mantuvo durante un tiempo una doble vida, al lado de Dora y de la recién llegada. Finalmente, se decantó por la segunda. Dora, rota por dentro, se apartó del foco público y sufrió un largo calvario psicológico, entre depresiones, reclusión y tratamientos. Murió en 1997, y solo después de su muerte el mundo del arte empezó a reconocerla plenamente como creadora autónoma, y no solo como “la musa atormentada de Picasso”.

Françoise Gilot: la mujer que se atrevió a irse

En 1943, en un París ocupado por los nazis, las calles vigiladas y el futuro envuelto en incertidumbre, Picasso conoció a Françoise Gilot, una joven artista nacida en 1921, hija de una familia acomodada parisina. A diferencia de otras parejas anteriores, Gilot llegó a su vida con una formación sólida, una educación refinada y una vocación artística propia, alentada por su madre desde la infancia. Pintora, ceramista, dibujante, tenía ya un horizonte claro para su propia carrera.

La relación entre ambos comenzó mientras Dora Maar todavía formaba parte de la vida del artista, lo que añade otra capa de complejidad al triángulo sentimental. Pero poco a poco, Françoise se fue imponiendo en el día a día de Picasso. Tras la guerra, se trasladaron a la Costa Azul, donde la luz mediterránea, que él conocía desde la infancia malagueña, reapareció en su vida, esta vez filtrada por el paisaje del sur de Francia.

Durante un tiempo, la relación pareció relativamente estable. Nacieron Claude y Paloma, y Picasso encontró en Françoise a una compañera que no solo posaba, sino que trabajaba en su propio arte, discutía, opinaba y tomaba sus propias decisiones. Sin embargo, el patrón se repitió: los celos, el control emocional, la tendencia del artista a necesitar ser el centro del universo terminaron erosionando la relación. Gilot, a diferencia de muchas de sus predecesoras, no estaba dispuesta a borrarse para sostener la vida de un genio.

Picasso y Gilot.

A comienzos de los años cincuenta, tras una serie de episodios especialmente tensos y coincidiendo con el inicio de la relación de Picasso con Jacqueline Roque, Françoise tomó una decisión insólita: se marchó. Con los niños, con sus cuadros y con su dignidad. No solo eso, años después, con él todavía vivo y en pleno apogeo de su fama, publicó Vida con Picasso, una crónica detallada de su convivencia en la que lo retrataba como un hombre genial, sí, pero también profundamente manipulador y emocionalmente abusivo.

Vida con Picasso, el libro que destapó al genio español.

Su testimonio fue un escándalo. No porque fuera el único —otras mujeres cercanas al artista habían sufrido situaciones similares—, sino porque fue la primera en atreverse a narrarlo públicamente. A partir de entonces, la figura de Picasso empezó a ser revisada con mayor severidad: ya no bastaba con admirar su obra, había que confrontar también la forma en que había tratado a quienes habían compartido su intimidad.

Gilot, lejos de quedar reducida a “ex de Picasso”, desarrolló una carrera respetable como artista, escritora y marchante, demostrando que se podía sobrevivir al campo gravitatorio del genio y seguir creando.

Jacqueline Roque: el último amor y el retiro frente al Mediterráneo

En 1953, cuando Picasso era ya un artista coronado por la fama, con una vida sentimental plagada de cicatrices y setenta y tantos años a sus espaldas, conoció a Jacqueline Roque. Ella era una mujer mucho más joven, vinculada al mundo de la cerámica, de carácter aparentemente sereno y discreto. La conoció en la fábrica de cerámicas Madoura, en Vallauris, y pronto se convirtió en una figura central en su vida.

Picasso y Jacqueline Roque.

Con Jacqueline llegó, por fin, algo parecido a la paz. No porque el artista moderara su carácter, que seguía siendo complejo, sino porque ella asumió el papel de guardiana de su mundo. Lo acompañó en su retiro progresivo del bullicio parisino hacia el sur de Francia. Primero La Californie, en Cannes, después Mougins, y el castillo de Vauvenargues: casas abiertas al mar, llenas de luz, repletas de lienzos, esculturas, cerámicas y bocetos que se acumulaban en cada rincón.

La relación con Jacqueline no estuvo exenta de polémicas, sobre todo en lo relativo a la gestión posterior del legado del artista y a las tensiones con los hijos de Picasso. Pero en el plano íntimo, fue la compañera de sus últimos veinte años. A ella la retrató incansablemente, en todas las variantes posibles: de perfil, de frente, fragmentada, sintetizada, convertida casi en signo gráfico. En sus últimos años, el cubismo se volvía más suelto, más gestual, y el rostro de Jacqueline se convertía en un laboratorio donde el viejo maestro seguía experimentando.

Jacqueline sentada, 1954.

Esta etapa fue también la del Picasso que ya no acepta encargos, que pinta porque no sabe hacer otra cosa, porque el acto de pintar era su verdadera forma de respirar. Aunque físicamente más frágil, seguía trabajando a un ritmo inverosímil, llenando cuadernos de dibujos y estudios, multiplicando los autorretratos en los que se representaba como un viejo guerrero, un fauno, un torero otoñal que todavía mira al mundo con desafío.

La sombra de la tauromaquia, que había entrado en su vida de la mano de La Malagueta malagueña, permaneció hasta el final. El toro, el picador, la arena circular, aparecían una y otra vez, como si el artista se reconociera en esa figura que entra al ruedo sabiendo que la muerte es una posibilidad, pero también una condición del espectáculo.

Picasso murió el 8 de abril de 1973, en Mougins, tras una vida que atravesó guerras mundiales, revoluciones políticas, cambios de régimen, auge y caída de ideologías, y que dejó una producción artística que resulta casi inabarcable. Jacqueline, tras su muerte, se convirtió en pieza clave en la organización de su legado, pero también en protagonista de un final trágico: sumida en la depresión, se suicidó en 1986.

Un legado incómodo: genio, sombras y relecturas contemporáneas

Con la muerte de Picasso se abrió una nueva etapa: la del reparto de su herencia material y simbólica. Obras, derechos, propiedades, archivos… todo ello se convirtió en objeto de disputas, acuerdos y proyectos de memoria. Museos dedicados a su figura se multiplicaron, especialmente en París, Barcelona y Málaga, mientras historiadores, críticos y comisarios se dedicaban a catalogar, interpretar y reinterpretar una obra que había atravesado prácticamente todas las etapas del siglo XX.

Al mismo tiempo, su figura como hombre empezó a ser revisada con otro filtro. En vida, la narrativa dominante había sido la del genio inalcanzable, el artista que todo lo transforma. Tras su muerte y, sobre todo, con los testimonios de mujeres como Françoise Gilot, se hizo evidente que la brillantez artística no lo eximía de haber ejercido un enorme poder sobre sus parejas, muchas veces con consecuencias devastadoras. El mito del “genio atormentado” empezó a ser cuestionado, y la figura de Picasso se convirtió en un campo de batalla donde se cruzaban debates sobre patriarcado, abuso emocional, responsabilidad moral y separación —o no— entre obra y autor.

Guernica, 1937.

Su relación con España también es, en sí misma, un síntoma de esta tensión. Abandonó el país siendo muy joven, criticó su atraso, y solo volvió de forma esporádica antes de 1936. Tras la Guerra Civil, se negó a regresar mientras duró la dictadura franquista, aunque su obra más universal, Guernica, terminaría convirtiéndose en un símbolo de la resistencia y la memoria democrática. Cuando finalmente el cuadro regresó a España, lo hizo con una condición clara: que lo hiciera a una España libre.

Picasso es, por todo ello, una figura incómoda y necesaria. Incómoda porque obliga a mirar de frente las contradicciones entre la belleza de su obra y la dureza de su vida íntima. Necesaria porque sin él no se entiende la ruptura radical que supuso el arte del siglo XX, desde el cubismo hasta la abstracción, desde el collage hasta el arte político.

“Genius: Picasso”: la pequeña pantalla como espejo sin paños calientes

En 2017, la cadena National Geographic decidió llevar a la pantalla la vida de algunos de los grandes nombres del siglo XX en una serie titulada Genius. La primera temporada, dedicada a Albert Einstein, funcionó tan bien que la segunda se consagró al malagueño que había reinventado el arte contemporáneo. Así nació Genius: Picasso, un intento de condensar en diez episodios de unos 45 minutos casi noventa años de vida y obra.

Antonio Banderas —otro malagueño— y Alex Rich encarnan a Picasso en sus distintas etapas, alternando juventud y vejez para componer una biografía fragmentada, casi cubista. La serie recorre los escenarios cruciales: la infancia en Málaga, los años de formación en Barcelona, la bohemia de Montmartre, las guerras, los amores tumultuosos, el exilio interior en el sur de Francia. Por el camino aparecen figuras esenciales en su historia: Dora Maar, Carlos Casagemas, Jaime Sabartés, Fernande Olivier, Françoise Gilot, Kahnweiler, Braque, Matisse, Renoir y un largo etcétera.

Lo más interesante es que la serie no se limita a glorificar al genio. Al contrario, muestra de forma bastante directa su carácter difícil, sus infidelidades constantes, su crueldad emocional con algunas de sus parejas, especialmente con Dora Maar y Françoise Gilot. No se trata de un retrato perfecto ni de una tesis definitiva, pero sí de una aproximación que evita el edulcorante habitual con el que tantas veces se ha mostrado a los grandes artistas. Frente al cliché del creador incomprendido, Genius: Picasso se atreve a enseñar también al hombre capaz de destruir emocionalmente a quienes más cerca tenía.

La recepción de la serie fue más discreta que la de la temporada dedicada a Einstein, quizá porque el reto era, en cierta forma, más complejo: contar a un personaje que, a diferencia del físico alemán, ha sido constantemente revisado, expuesto y discutido. Aun así, la interpretación de Banderas fue muy elogiada y obtuvo nominaciones a premios como los Emmy o los Globos de Oro, confirmando que la figura de Picasso sigue generando un interés difícil de agotar.

En última instancia, la serie sirve como una puerta de entrada para quienes se acercan por primera vez a su vida, pero también como un recordatorio para quienes ya sabían quién era: Picasso no fue solo el hombre que pintó Las señoritas de Avignon o Guernica. Fue también el niño fascinado por los toros, el joven que perdió amigos y amores, el artista que rompió con su país, el amante que hizo daño, el anciano que siguió pintando hasta casi el último aliento. Un hombre cuyo legado, como su obra, está hecho de luces deslumbrantes y sombras densas.

Y quizá ahí reside su verdadera dimensión histórica: en obligarnos a mirar de frente esa mezcla incómoda de genialidad y miseria humana, sin paños calientes, igual que hace la cámara en Genius: Picasso y, antes que nadie, los propios lienzos del artista.

BIBLIOGRAFÍA

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TORRES, G. L. Picasso y Lautrec, más allá del burdel. [Última revisión: diciembre de 2025] Recuperado de: https://www.rtve.es/noticias/20171016/picasso-lautrec-mas-alla-del-burdel/1628618.shtml

Alfred Thayer Mahan y su influencia en el Desastre de 1898

Pocas figuras han dejado una huella tan profunda y duradera en la historia naval moderna como Alfred Thayer Mahan, un oficial estadounidense que, con la publicación en 1890 de The Influence of Sea Power upon History, 1660–1783, alteró de forma radical la manera en que las grandes potencias concebían su estrategia marítima, su política exterior y su proyección internacional. Su obra, estudiada con fervor en las academias navales de medio planeta, contribuyó a cimentar un nuevo paradigma según el cual el dominio del mar se convertía en la clave del poder global. Lo que quizá Mahan jamás imaginó es que sus teorías tendrían una aplicación tan inmediata y tan decisiva en un conflicto que, pocos años después, enfrentaría a su propio país con una España decadente, desgastada por décadas de errores políticos y estratégicos. La Guerra Hispano-Estadounidense de 1898, conocida en España como el Desastre del 98, no puede entenderse sin analizar la profunda influencia que las ideas mahanianas ejercieron sobre los dirigentes norteamericanos y, en paralelo, la incapacidad española para adoptar una doctrina naval coherente en un siglo XIX convulso y plagado de oportunidades perdidas.

Para entonces, España seguía contando —al menos sobre el papel— con una de las marinas de guerra más grandes del mundo. Todavía figuraba entre la cuarta o quinta escuadra mundial en número bruto de unidades, y poseía algunos buques modernos, cruceros acorazados como el Infanta María Teresa, el Vizcaya o el Almirante Oquendo, así como el imponente acorazado Pelayo, una nave única en su clase que simbolizaba las ambiciones frustradas del país por recuperar un protagonismo internacional que ya hacía décadas se le escapaba de las manos. En cambio, Estados Unidos, cuya marina había sido poco más que una fuerza costera tras la Guerra Civil, estaba en plena transformación. En menos de treinta años, pasaría de tener barcos de madera semidesfasados a liderar operaciones navales de escala global, preludio de la aparición de la célebre Gran Flota Blanca —la Great White Fleet— que Theodore Roosevelt enviaría a dar la vuelta al mundo en 1907 como demostración indiscutible de poder imperial.

Mahan no inventó el navío de acero ni la propulsión de triple expansión, pero sí ayudó a que la naciente superpotencia estadounidense comprendiera que el elemento marítimo, bien gestionado, podía convertirse en el pilar fundamental de su expansión. En un mundo en que las viejas monarquías europeas miraban con recelo la emergencia norteamericana, la doctrina de Mahan otorgó a Estados Unidos un marco teórico con el que justificar su ambición. A ojos del autor, el mar no era solo un espacio físico, sino el escenario privilegiado desde el que proyectar poder, garantizar la seguridad nacional y controlar los intercambios comerciales. Quien dominara las rutas marítimas, afirmaba, dominaría la historia.

España, por desgracia, había olvidado esa lección. Heredera del mayor imperio marítimo jamás visto bajo una sola corona, la nación que en el siglo XVI había surcado todos los océanos del planeta vivía, a finales del XIX, atrapada entre la nostalgia de su pasado glorioso y las miserias de una administración corrupta, perezosa y profundamente desconectada de los desafíos militares del mundo moderno. A diferencia del Reino Unido, que había asumido desde Nelson el valor del poder naval, o de Alemania, que bajo Guillermo II se lanzaba a una carrera frenética por construir acorazados que rivalizaran con la Royal Navy, España permanecía anclada en modelos conceptuales que ya no respondían a las exigencias tecnológicas de su tiempo. Sus teóricos seguían debatiendo entre la escuela clásica —que insistía en reproducir la lógica de las batallas de línea— y la escuela de buques ligeros —más adaptada a la realidad presupuestaria—, pero no lograban construir una doctrina coherente.

A esa falta de visión doctrinal se sumaba un mal endémico que ya había corroído los cimientos del país desde el reinado de Carlos IV: la omnipresente corrupción. La burocracia naval española era farragosa, lenta y, con demasiada frecuencia, presa de intereses políticos que obstaculizaban cualquier intento de modernización. Se malgastaban los escasos recursos disponibles, se encargaban buques que tardaban años en construirse y cuya vida útil comenzaba ya comprometida, y se tomaban decisiones estratégicas que respondían más a conveniencias personales que a un análisis frío de la coyuntura internacional. El caso del submarino Peral es el ejemplo más doloroso. Isaac Peral, visionario adelantado a su tiempo, diseñó un submarino operativo décadas antes de que los grandes imperios comprendieran el potencial de estas máquinas. La Marina española poseía así un arma revolucionaria, capaz de alterar el equilibrio naval mundial, pero lo dejó morir por falta de presupuesto, desconfianza burocrática y mezquindad política. Mientras tanto, en Estados Unidos y Alemania, sus teóricos observaban con atención ese tipo de innovaciones que España despreciaba.

En el escenario internacional, Estados Unidos ya había identificado la clave de su futuro: convertirse en una potencia oceánica capaz de proteger sus intereses comerciales desde el Atlántico al Pacífico. La doctrina del Destino Manifiesto —esa convicción casi religiosa de que la nación estadounidense estaba llamada a liderar el mundo— encontró en Mahan la herramienta intelectual perfecta para extenderse más allá del continente. Si hasta 1865 había prevalecido un cierto aislacionismo, en la década de 1880 Washington comprendió que el océano no debía ser barrera, sino puente. De esta forma nació la “diplomacia del cañonero”, una política exterior basada en el despliegue de acorazados frente a las costas de países considerados débiles o estratégicos, con el fin de imponer acuerdos comerciales, tutelar gobiernos o intimidar a rivales europeos. Allí donde aparecía una línea de casco blanco con cañones asomando al sol tropical, la voluntad estadounidense se hacía ley. Era la aplicación práctica del mahanismo: la política exterior como prolongación del poder naval.

En contraste, España llegaba al umbral del conflicto de 1898 agotada. La pérdida de sus territorios continentales americanos después de 1824 no solo había mutilado su extensión imperial, sino que había hundido su autoestima como nación marítima. Los intentos de recomponer la Armada durante el reinado de Isabel II, o posteriormente durante la Restauración borbónica, fueron tímidos, erráticos y siempre sometidos a vaivenes presupuestarios. Mientras Estados Unidos construía una armada uniforme, coherente y diseñada para operar a miles de kilómetros de sus puertos, España mantenía barcos de distintas procedencias, distintos armamentos, distintos calibres y distintos criterios de protección, lo que hacía extremadamente difícil su mantenimiento. El Pelayo era un símbolo de ambición frustrada: potente, pero único; armado, pero solitario; diseñado como buque capital de una flota que nunca llegó a existir. La clase Infanta María Teresa representaba un esfuerzo por modernizar la Marina con cruceros acorazados, pero estos llegaron tarde, con blindajes insuficientes, máquinas poco eficientes y artillería que no podía rivalizar con los cañones estadounidenses de tiro rápido.

Para más inri, España seguía siendo víctima de la persistente leyenda negra que, desde el siglo XVI, el Reino Unido había alimentado y que Estados Unidos heredó con entusiasmo. Mientras la prensa norteamericana —en manos de magnates como William Randolph Hearst— caricaturizaba a España como una nación medieval, cruel y racista, la realidad histórica era muy distinta. Para 1898, la esclavitud había desaparecido completamente del mundo hispánico, mientras que en Estados Unidos apenas hacía treinta años que se había abolido y la segregación racial seguía siendo un hecho legal, cotidiano e institucionalizado. Sin embargo, en el imaginario estadounidense —alimentado por propaganda interesada— la guerra se presentó como un acto de liberación contra un imperio opresor. Resulta irónico que, bajo el pretexto de liberar a Cuba, Estados Unidos terminara por convertirla en un protectorado, mientras que Puerto Rico fue directamente anexionada. Pero la propaganda se impondría a la verdad, y el mahanismo proporcionó el marco perfecto para justificar aquella empresa expansionista.

En el propio seno de la Armada Española existía una profunda contradicción. En la península, la institución seguía envuelta en un aura de prestigio casi romántico. El público recordaba las gestas de Lepanto, los galeones de Manila, las batallas contra piratas berberiscos o las campañas globales del siglo de los Austrias. Pero esa Armada épica no tenía nada que ver con la realidad del fin del XIX. Los arsenales estaban desfasados, los astilleros apenas podían producir unidades modernas, y la falta de carbón de calidad —crucial para los motores de triple expansión— hacía que muchos buques españoles navegaran con propulsión muy inferior a la prevista en sus diseños. En Estados Unidos, en cambio, se empleaba carbón de altísima calidad procedente de Pensilvania, con un poder calorífico superior que garantizaba mayores velocidades sostenidas. Cuando los cruceros acorazados españoles llegaron a Santiago de Cuba, estaban ya deteriorados por la travesía, mal alimentados de combustible y con calderas que apenas alcanzaban el rendimiento teórico. Los estadounidenses, en cambio, tenían navíos como los acorazados de la clase Indiana o los cruceros de la clase New York, máquinas modernas construidas para resistir, disparar rápido y mantener posiciones estratégicas durante horas.

Así se configuró el escenario del 98: de un lado, una España con cierta apariencia de potencia naval, pero sin doctrina, sin recursos y sin voluntad política; del otro, una nación joven, industrializada, ambiciosa y respaldada por una teoría naval que había entendido la esencia del poder global. El choque fue inevitable. La victoria estadounidense no fue fruto de un impulso repentino o de una superioridad coyuntural, sino la consecuencia lógica de décadas de preparación teórica, industrial y estratégica.

Alfred Thayer Mahan

Mahan, arquitecto intelectual del poder naval estadounidense

Para comprender plenamente el peso que tuvo la doctrina de Alfred Thayer Mahan en la guerra de 1898, resulta imprescindible detenerse brevemente en el contexto biográfico e intelectual que dio forma a sus ideas. Mahan no solo fue un historiador naval brillante, sino también un testigo privilegiado del proceso de modernización de la Armada de los Estados Unidos. Nacido en 1840 en West Point, en el seno de una familia profundamente vinculada a las armas, Mahan creció en un ambiente marcado por la disciplina castrense y por una reflexión constante sobre la función militar en la historia. Su formación como oficial de marina, unida al análisis de la decadencia que sufría la marina estadounidense tras la Guerra de Secesión, lo impulsó a reconstruir intelectualmente el papel del mar en el destino de las naciones. Inspirado por las guerras anglo-holandesas, los programas navales franceses del XVII y XVIII y, sobre todo, por la hegemonía británica establecida después de Trafalgar, Mahan desarrolló su tesis fundamental: el dominio del mar es condición indispensable para la grandeza de cualquier potencia.

El impacto inmediato de una teoría revolucionaria

Cuando publicó The Influence of Sea Power upon History en 1890, su obra fue recibida en Washington como una revelación estratégica. No era simplemente un estudio histórico, sino una guía práctica para el futuro. Mahan afirmaba que las naciones que poseen una marina mercante vigorosa, puertos bien situados, bases navales estratégicas y una flota de batalla capaz de obtener la supremacía decisiva estaban destinadas a dominar la política mundial. En aquel momento, Estados Unidos debatía su lugar en el mundo: ¿debía continuar siendo una potencia continental, o aspirar a una proyección internacional acorde con su tamaño, riqueza industrial y ambición? El pensamiento mahaniano proporcionó el marco teórico para dar el salto.

A partir de 1883, y con renovado impulso tras la publicación de Mahan, se puso en marcha el programa que pasaría a la historia como la New Navy, un esfuerzo masivo de industrialización militar que transformó por completo la marina estadounidense. Buques como el USS Maine, el USS Texas, los acorazados de la clase Indiana y los cruceros New York, Brooklyn y Olympia encarnaban la nueva filosofía: acero, artillería de tiro rápido, blindajes coherentes, logística eficiente y capacidad de operar a miles de kilómetros del territorio continental. El viaje del USS Oregon, bordeando el Cabo de Hornos para integrarse en la escuadra del Caribe, demostró al mundo entero que Estados Unidos había dejado atrás la etapa de flota costera.

Una España sin doctrina frente a un rival que sí la tenía

El contraste con España era abrumador. Aunque todavía figuraba sobre el papel entre las grandes armadas del mundo, la realidad era muy distinta. España careció a lo largo del siglo XIX de una doctrina naval coherente. Ningún teórico logró articular un modelo que orientara la construcción naval, la logística ni la política exterior. Los debates eran estériles: acorazados grandes o flota ligera, defensa del litoral o proyección colonial, inversión doméstica o compras en el extranjero. En la práctica, se acabó creando una flota híbrida, inconsistente y profundamente dependiente de decisiones políticas mal fundamentadas.

El Pelayo simboliza esa incoherencia estructural. Era un magnífico acorazado en sí mismo, pero un acorazado aislado, sin gemelos ni escuadra que lo acompañara, sin una estrategia definida para su uso y sin una doctrina que integrara su potencial en un plan de guerra coherente. A ello se sumaba la corrupción burocrática y la parsimonia administrativa. Mientras Estados Unidos construía sus buques en serie, con sistemas homogéneos de artillería y logística unificada, España mantenía unidades heterogéneas que complicaban su mantenimiento. El caso del submarino Peral, una revolución tecnológica que podría haber cambiado la historia naval mundial, quedó truncado por una mezcla de ignorancia política y mezquindad institucional que harían sonrojar incluso al más indulgente historiador.

El Pelayo en 1892.

La aplicación práctica del mahanismo en la política exterior de EEUU

Estados Unidos entendió antes que nadie, gracias al pensamiento de Mahan, que el control de los mares permitía moldear la diplomacia mundial. La llamada “diplomacia del cañonero” era precisamente la puesta en acción del mahanismo: emplear el poder naval para imponer condiciones comerciales y geopolíticas. Para ello resultaba indispensable un sistema global de bases navales, estaciones carboneras y puertos seguros. Cuba, Guam, Hawái, Puerto Rico y Filipinas encajaban en esa visión como piezas de un mismo rompecabezas.

España, por el contrario, no interpretó el Caribe ni el Pacífico desde una perspectiva estratégica global. Afrontó la crisis cubana como un problema colonial interno, no como una pieza crucial en el tablero mundial. En esa diferencia conceptual se encontraba ya el germen del desastre.

La superioridad material estadounidense frente al agotamiento español

En vísperas del conflicto, la asimetría material era tan evidente como la doctrinal. La calidad del carbón estadounidense, procedente de Pensilvania, era extraordinariamente superior al carbón español, lo que se traducía en mayor potencia real, mayor velocidad sostenida y menor desgaste de las calderas. Los buques españoles llegaron a Cuba fatigados, sobrecargados y muy por debajo de su rendimiento teórico. La escuadra de Cervera era valiente y disciplinada, pero no tenía posibilidad real de enfrentarse a una marina que disponía de mejores barcos, mejores artilleros, mejores suministros y una doctrina perfectamente interiorizada.

La tragedia del Cristóbal Colón ilustra el alcance del desastre. Era uno de los mejores cruceros acorazados del mundo, pero España lo envió a la guerra sin su artillería principal de 254 mm por un cúmulo de errores administrativos que hoy resultan incomprensibles. Los estadounidenses, mientras tanto, presentaban una escuadra homogénea y bien entrenada, capaz de mantener maniobras coordinadas durante horas y sostener un fuego rápido y preciso.

Cavite y Santiago: la doctrina Mahan se impone

La batalla de Cavite, en Filipinas, fue la demostración inmediata de la superioridad doctrinal estadounidense. Dewey, al mando del USS Olympia, aplicó los principios mahanianos con una precisión impecable: movilidad constante, distancia óptima de tiro, concentración de potencia de fuego y destrucción sistemática de la escuadra enemiga. Los barcos españoles, anclados, mal posicionados y con artillería obsoleta, no tenían posibilidad alguna.

En Santiago, la historia se repitió con mayor dramatismo. Empujado por un gobierno que no entendía la situación real, Cervera se vio obligado a salir en condiciones imposibles. Sus buques —Infanta María Teresa, Vizcaya, Oquendo, Cristóbal Colón— se enfrentaron a una muralla de acero encabezada por el USS Brooklyn, el USS Oregon, el USS Texas y otros buques cuyo rendimiento real duplicaba o triplicaba al de sus adversarios españoles. La batalla fue corta y devastadora. A pesar de ello, incluso los estadounidenses reconocieron el coraje de los marinos españoles, que enfrentaron lo imposible con una dignidad que solo aumenta la magnitud del sacrificio.

El malogrado Cristóbal Colón.

La transformación naval de Estados Unidos: de flota costera a potencia global

Para comprender el salto colosal que experimentó la Armada de los Estados Unidos en apenas unas décadas, es necesario retroceder a la situación previa a la publicación de Mahan. Tras la Guerra de Secesión, la marina norteamericana quedó prácticamente abandonada. El conflicto había impulsado avances importantes en buques acorazados y en el uso del vapor, pero, concluida la contienda, la nación se replegó de nuevo hacia un aislacionismo tradicional. La mayor parte de los buques construidos durante la guerra no solo fueron desguazados, sino que ni siquiera se mantuvo la estructura industrial necesaria para renovar la flota. En la década de 1870, Estados Unidos había regresado a una posición naval marginal, con embarcaciones de madera, artillería anticuada y una flota dispersa en pequeños destacamentos que servían más como presencia diplomática que como herramienta militar.

Europa contemplaba aquella situación con una mezcla de indiferencia y desdén. En los mares dominaban la Royal Navy británica y la Marine Nationale francesa, mientras que potencias emergentes como Italia, Alemania y Japón comenzaban a invertir de manera decidida en programas industriales. España, aunque debilitada, todavía mantenía una marina que podría considerarse competitiva en términos de número y tonelaje, pero estaba lejos de poseer la coherencia material y doctrinal que caracterizaba a los grandes actores atlánticos. En este panorama, Estados Unidos era visto como una potencia continental, sin interés real en proyectar fuerza más allá de sus costas.

Sin embargo, la década de 1880 marcaría un punto de inflexión. El crecimiento económico, la presión de los sectores industriales y la nueva mentalidad expansionista crearon el caldo de cultivo ideal para que la obra de Mahan se convirtiera en dogma.

La New Navy y la aplicación industrial del mahanismo

El mahanismo no fue simplemente un conjunto de ideas teóricas: fue un programa de industrialización militar que transformó por completo la capacidad naval estadounidense. Entre 1883 y 1898 se produjo un salto cuantitativo y cualitativo que no tenía precedentes en la historia naval occidental desde la creación de la flota acorazada británica. La New Navy no era solo una serie de buques de hierro y acero; era la expresión material de una revolución estratégica basada en la doctrina.

Buques como el USS Maine y el USS Texas representaban una nueva generación de acorazados costeros pesados, destinados inicialmente a proteger las costas norteamericanas. Pero la verdadera transformación vino de los acorazados de la clase IndianaUSS Indiana, USS Massachusetts y USS Oregon— que significaron el primer paso hacia una flota de batalla auténticamente oceánica. Estos buques, dotados de artillería en torres dobles alineadas en la crujía, blindaje homogéneo y máquinas potentes capaces de sostener velocidades superiores a las europeas equivalentes, marcaban una diferencia sustancial frente a los acorazados aislados de España, como el Pelayo.

El USS Maine en 1898, poco antes de ser autodestruido bajo ataque de falsa bandera.

Junto a los acorazados, los cruceros acorazados y protegidos se convirtieron en pilares esenciales de la estrategia mahaniana. El USS Brooklyn, el USS New York y especialmente el USS Olympia, buque insignia de George Dewey en Cavite, ejemplificaban la capacidad de proyección a larga distancia. A ello se sumaba una logística basada en el carbón de alta calidad de Pensilvania, que daba a los buques estadounidenses una ventaja operativa real sobre las marinas europeas que dependían de carbones de menor poder calorífico.

Mientras Estados Unidos estandarizaba diseños, homogeneizaba calibres y construía buques en serie, España continuaba comprando barcos de distintos astilleros extranjeros, cada uno con su propio sistema de mantenimiento, sus piezas específicas y sus tiempos de reparación incompatibles entre sí. El resultado fue una flota heterogénea, difícil de mantener, y sin un plan coherente de modernización. La comparación con Estados Unidos era inevitable: mientras los norteamericanos seguían una doctrina clara, España actuaba en función de coyunturas políticas, presiones presupuestarias o decisiones improvisadas.

La diplomacia del cañonero: el poder naval como extensión de la política exterior

Uno de los aspectos más fascinantes —y más inquietantes— del mahanismo fue su impacto directo en la política exterior estadounidense. La diplomacia del cañonero, que consistía en el despliegue de unidades navales para presionar o intimidar a otras naciones, se convirtió en un instrumento legítimo para Washington. No era una práctica nueva, pues el Imperio británico llevaba décadas utilizando sus cruceros como garantes de “civilización” en todo el mundo, aunque en realidad no se trataba más que de otra forma de imponer su hegemonía económica. Sin embargo, Estados Unidos adoptó esta práctica con un estilo propio: menos sutil, más directo y profundamente ligado a su expansión comercial.

Cuba, Puerto Rico y Filipinas adquirían así un significado que iba más allá de la rivalidad colonial con España. Para Washington, estas posesiones eran piezas estratégicas que garantizaban el control del Caribe y del Pacífico occidental. Desde esa perspectiva, la guerra de 1898 no fue un conflicto espontáneo ni accidental, sino la consecuencia lógica del pensamiento mahaniano aplicado a la geopolítica. Estados Unidos necesitaba bases avanzadas, puertos seguros y enclaves desde los que proyectar su marina al resto del mundo. El hundimiento del USS Maine —cuya causa sigue siendo objeto de debate histórico— sirvió como pretexto para desencadenar un conflicto que llevaba años gestándose en los círculos navales e industriales norteamericanos.

Caricatura en la publicación Blanco y Negro, en la que los españoles retan, directamente, a Estados Unidos, acusándolos de cobardes y de usar a cubanos racializados para instigar la revuelta.

La prensa sensacionalista, animada por figuras como William Randolph Hearst, contribuyó decisivamente a moldear la opinión pública, manipulando la imagen de España y reforzando una visión estereotipada y exagerada de su presencia en Cuba. Se trataba, en buena medida, de una nueva forma de Leyenda Negra adaptada al contexto estadounidense: España era presentada como una potencia decadente, cruel y atrasada, pese a que para 1898 ya no existía esclavitud en territorio español, mientras que en Estados Unidos, aún después de la abolición formal, persistían formas activas de segregación racial. La ironía histórica resulta evidente, aunque raramente se menciona.

España frente a un adversario moderno: la imposibilidad de la resistencia

A medida que se acercaba el estallido del conflicto, la diplomacia española actuó con torpeza y lentitud. Las autoridades confiaban en que la amenaza del Pelayo, del Carlos V y de los cruceros de primera clase bastaría para disuadir a Estados Unidos de un enfrentamiento directo. Lo que no comprendieron es que los norteamericanos habían internalizado el pensamiento de Mahan: la guerra no debía evitarse, sino buscarse si podía otorgar una posición estratégica superior. Para Estados Unidos, enfrentarse a España no era un riesgo, sino una oportunidad histórica para afirmar su poder naval.

Proa del crucero acorazado Emperador Carlos V, poco antes de 1898.

España, por su parte, mantenía un optimismo trágico sobre sus capacidades. Sobre el papel, seguía figurando entre las grandes marinas del mundo, situándose en torno al cuarto o quinto puesto mundial en número de unidades y tonelaje. Pero esta impresión era engañosa. La mayor parte de los buques españoles eran unidades antiguas, cruceros de madera recubierta de hierro, navíos con artillería de carga lenta o buques mal blindados. Incluso los más modernos, como los de la clase Infanta María Teresa, presentaban graves debilidades estructurales, especialmente en su protección delantera y en la distribución del peso. La calidad del carbón español reducía drásticamente la potencia temporal de las máquinas, lo que dejó a los barcos muy por debajo de su velocidad teórica.

Mientras tanto, Estados Unidos mostraba su potencia industrial con hechos. La llegada del USS Oregon desde la costa del Pacífico hasta el Caribe, recorriendo más de 14.000 millas en un tiempo récord, simbolizaba la nueva etapa del poder naval estadounidense. Aquel viaje épico causó conmoción en Europa: una marina que pocos años antes apenas contaba para la política internacional demostraba que podía proyectar fuerza a cualquier punto del mundo.

El modernísimo USS Oregon en 1898.

La Guerra de 1898: choque entre doctrinas, sistemas y visiones del mundo

Cavite: el primer acto de un desastre anunciado

Cuando estalló la guerra en abril de 1898, la primera demostración del abismo doctrinal entre las dos marinas se produjo en Filipinas. La escuadra del almirante Patricio Montojo, antiquísima en su concepción, carente de blindaje efectivo y mal apoyada desde la metrópoli, tenía pocas posibilidades reales de enfrentarse a una fuerza moderna comandada por el comodoro George Dewey. La respuesta estadounidense fue una aplicación casi quirúrgica del pensamiento mahaniano: movilidad, concentración de fuego, disciplina en las distancias y control absoluto del ritmo de la batalla.

El USS Olympia, escoltado por el USS Baltimore, USS Raleigh, USS Boston y otros cruceros modernos, entró en la bahía de Manila de madrugada, excediendo en velocidad, artillería y autonomía a todos los buques españoles. El escenario no podría haber sido peor para España: los buques de Montojo estaban fondeados, sin margen de maniobra, con sus cascos envejecidos y una artillería que apenas podía sostener un intercambio prolongado.

El USS Olympia en 1899.

La batalla duró escasas horas. El almirante Dewey ejecutó un plan impecable: mantener el movimiento constante, elegir el ángulo de aproximación y ejecutar pasadas sucesivas para martillar a la flota española desde distancia segura. Mahan había insistido en la importancia de la movilidad como fuerza multiplicadora: un buque en movimiento posee decenas de ventajas sobre uno estático, y Dewey lo demostró con precisión matemática.

El resultado fue devastador. La escuadra española quedó destruida o incendiada; la moral se hundió; los depósitos de munición se consumieron rápidamente; y aunque la resistencia española fue valiente, careció de cualquier posibilidad de éxito. El contraste doctrinal era demasiado grande. Para España, Cavite simbolizó el principio del final; para Estados Unidos, se convirtió en el acto inaugural del nuevo siglo naval.

Santiago de Cuba: la tragedia de Cervera y el triunfo del mahanismo

Si Cavite fue el prólogo, Santiago fue el clímax del desastre. La escuadra española dirigida por el almirante Cervera se encontraba cercada, sin apoyo terrestre real, con los depósitos de carbón saturados de combustible de baja calidad que aumentaba el riesgo de incendio, y muy por debajo del rendimiento teórico de sus máquinas. Aun así, Cervera tuvo que obedecer la orden de salir, sabiendo que lo hacía para la muerte.

La escuadra estadounidense, liderada por el almirante William T. Sampson y, en la práctica, dirigida por el audaz Winfield Scott Schley, desplegó un dispositivo que encarnaba la esencia del mahanismo: un anillo de acero compuesto por buques modernos, disciplinados y homogéneos, con artillería de tiro rápido y tripulaciones entrenadas al máximo nivel. El USS Brooklyn, el USS Texas, el USS Iowa, el USS Oregon y otros navíos formaban un muro insalvable.

El USS Texas en 1898.

Cuando los buques españoles —Infanta María Teresa, Vizcaya, Oquendo y Cristóbal Colón— se lanzaron hacia la libertad, el choque fue inmediato. La velocidad española quedó reducida por el carbón; la artillería tardaba en cargar; las calderas amenazaban con estallar; y las cubiertas de madera ardían con facilidad ante los proyectiles estadounidenses.

El Oregon, quizá el buque estadounidense más temido de la contienda, demostró la auténtica revolución industrial del país: mantenía velocidades superiores a 16 nudos durante largos periodos, giraba con una potencia desconocida en la marina española y disparaba con precisión mecánica. La persecución del Cristóbal Colón fue una de las escenas más simbólicas de la guerra: un crucero moderno español, más rápido que sus adversarios teóricamente, tuvo que ver cómo su ventaja desaparecía por carecer de su artillería principal, maldecido por decisiones burocráticas tomadas en Madrid años antes.

La batalla duró menos de lo que la dignidad de los marinos españoles hubiera merecido. Cervera y sus hombres lucharon con valentía conmovedora, pero la doctrina estadounidense, la disciplina de sus marinos y la mecánica de sus buques se impusieron sin contemplaciones. España no perdió por cobardía, sino por décadas de abandono, corrupción y ceguera estratégica. Estados Unidos ganó porque había comprendido, gracias a Mahan, que la supremacía naval era el camino hacia la supremacía global.

Restos del Cristóbal Colón.

La guerra terrestre: un teatro secundario condicionado por el dominio del mar

Aunque la historiografía estadounidense insiste en la importancia de las operaciones terrestres —especialmente la célebre carga de los Rough Riders liderados por Theodore Roosevelt en San Juan Hill—, lo cierto es que estas acciones fueron, en gran medida, irrelevantes desde una perspectiva estratégica. Lo decisivo fue el mar. La victoria estadounidense en Cuba y Puerto Rico se debió principalmente al control absoluto de las rutas marítimas. Sin capacidad para reabastecer tropas, España quedó estrangulada, mientras que Estados Unidos podía transportar miles de soldados sin temor a interdicciones.

En Filipinas ocurrió lo mismo: la victoria de Dewey convirtió a Manila en un enclave aislado e indefendible, más allá de la resistencia admirable, aunque dispersa, del Ejército español. La guerra terrestre, en realidad, fue una prolongación lenta de una derrota que ya se había consumado en el agua.

La propaganda, la manipulación y la nueva Leyenda Negra

Estados Unidos, como antes Gran Bretaña, supo crear una narrativa favorable para justificar sus acciones. A través de una prensa amarillista perfectamente coordinada, se construyó la imagen de una España atrasada, cruel y decadente. Hearst y Pulitzer utilizaron la guerra como un escaparate para vender periódicos, recurriendo a mentiras, exageraciones y análisis superficiales que hoy serían fácilmente desmontables. Pero en aquel contexto, la maquinaria propagandística fue decisiva: moldeó la opinión pública norteamericana, presionó al gobierno y contribuyó a la demonización internacional de España.

Es significativo que, para 1898, España habría abolido la esclavitud en todas sus posesiones, mientras que en Estados Unidos persistían formas estructurales de discriminación racial. Sin embargo, la propaganda estadounidense presentaba a la monarquía española como una entidad anacrónica y despótica, lista para ser sustituida por la “civilización” norteamericana. La ironía es amarga: un país que segregaba a millones de ciudadanos de su propio territorio se arrogaba el papel de liberador moral en Cuba y Filipinas.

El fin de un imperio y la sensación de humillación nacional

El resultado global de la guerra fue una conmoción profunda para España. Cuba, Puerto Rico y Filipinas se perdieron en apenas meses. La Marina había sido destruida sin haber podido demostrar su valor real en una batalla justa. Los soldados regresaron a la península enfermos, exhaustos y mal recibidos, víctimas de un Estado que no supo honrar su sacrificio. El país quedó sumido en un pesimismo colectivo que marcó a toda una generación: la famosa Generación del 98.

Estados Unidos, en cambio, emergió como una potencia naval de primer orden. Por primera vez, se situó en la consideración internacional al nivel de Francia, Alemania y el Reino Unido. Y, en muchos aspectos, comenzó a superarlas. La guerra del 98 había sido su examen de ingreso al club de imperios globales, y lo había aprobado con nota.

El infame Tratado de París de 1898. España se resigna frente a su incapacidad.

El legado inmediato del 98: Estados Unidos descubre su vocación imperial

La victoria en la guerra hispano-estadounidense no fue solo un éxito militar, sino un acontecimiento psicológico determinante para la identidad de Estados Unidos como potencia mundial. Hasta entonces, el país se había debatido entre su tradición aislacionista y las presiones crecientes de sus sectores industriales y expansionistas. La doctrina de Alfred Thayer Mahan había mostrado el camino; la guerra de 1898 lo confirmó de manera contundente. Estados Unidos comprendió que el mar no solo era un escenario secundario, sino el eje central de la geopolítica moderna. Si quería competir con los grandes imperios del planeta, necesitaba una marina de primera categoría, buques proyectables globalmente y un sistema de bases que sostuviera su poder lejos de la costa continental.

La incorporación de Puerto Rico, Guam y Filipinas, junto con el control indirecto sobre Cuba, configuró un mapa estratégico que respondía punto por punto al ideario mahaniano. Estados Unidos ya no era una potencia encerrada en el hemisferio occidental: comenzaba a adquirir la estructura geopolítica de un imperio oceánico. El propio Mahan fue invitado a reuniones de alto nivel con Theodore Roosevelt y otros líderes políticos, quienes consideraban sus ideas esenciales para orientar la política exterior. Por primera vez, un teórico naval norteamericano había determinado el rumbo estratégico de la nación.

La “Gran Flota Blanca”: símbolo de poder y diplomacia naval

Si el triunfo en el Caribe y en Filipinas fue el acto fundacional del nuevo imperialismo estadounidense, la creación de la Gran Flota Blanca fue su presentación oficial al mundo. Theodore Roosevelt, ferviente admirador de Mahan, entendió que la marina no solo debía ser empleada en combate, sino también como herramienta diplomática. De este razonamiento surgió la decisión de organizar una flota imponente de acorazados recién construidos, pintados de blanco para simbolizar paz —aunque su verdadero significado era el poderío—, que diera la vuelta al mundo entre 1907 y 1909.

Esta expedición monumental, compuesta por dieciséis acorazados de última generación, tenía un propósito evidente: demostrar a las potencias europeas y asiáticas que Estados Unidos había entrado en el club selecto de las grandes armadas. La flota navegó por el Pacífico, recaló en Japón, cruzó el Índico, pasó por el Mediterráneo y regresó al Atlántico, generando una impresión generalizada de asombro y respeto. El eco psicológico fue enorme. Desde Londres hasta Berlín, desde París hasta San Petersburgo, los observadores navales comprendieron que la marina estadounidense se había convertido en una fuerza comparable —y en algunos aspectos superior— a las grandes flotas europeas.

Gran Bretaña, acostumbrada a dominar los mares sin discusión desde Waterloo, asistió con creciente inquietud al ascenso norteamericano. La Royal Navy, pese a su colosal tonelaje, comenzaba a mostrar signos de vulnerabilidad ante rivales emergentes como Alemania y Japón, y ahora debía vigilar también el crecimiento estadounidense. El equilibrio naval global cambiaba a una velocidad inesperada, impulsado por factores industriales, tecnológicos y doctrinales que Estados Unidos supo utilizar mejor que nadie.

La Gran Flota Blanca atravesando el Estrecho de Magallanes.

La revolución industrial de los astilleros estadounidenses

Para comprender la magnitud del salto norteamericano, hay que observar la base material que sostuvo este ascenso. Estados Unidos poseía, a comienzos del siglo XX, la mayor capacidad industrial del mundo. Sus fundiciones produjeron cantidades ingentes de acero; sus fábricas de artillería desarrollaron piezas de calibre uniforme, fiables y fáciles de mantener; y sus astilleros —como los de Newport News o Philadelphia Navy Yard— trabajaban con una eficacia que Europa tardaría en igualar. Mientras la construcción naval española seguía atrapada en la penuria presupuestaria y la dependencia de compras extranjeras, Estados Unidos fabricaba buques en serie, con sistemas homogéneos y estándares industriales avanzados.

La diferencia con España era brutal. En los años posteriores al 98, los astilleros españoles apenas podían mantener los cruceros y destructores ya existentes, muchos de ellos adquiridos a la carrera y sin coherencia de diseño. La falta de una industria pesada moderna impedía cualquier reactivación seria de la política naval. Estados Unidos, en cambio, pasó de construir unos pocos buques de hierro en la década de 1880 a producir acorazados y cruceros de manera regular. Cada nueva clase superaba a la anterior en blindaje, potencia de fuego y rendimiento mecánico.

De hecho, en la década posterior al 98, los buques estadounidenses ya rivalizaban con los acorazados británicos. Y lo hacían con una visión estratégica clara: despliegue global, capacidad de combate decisivo y control absoluto de las rutas marítimas.

El Canal de Panamá: culminación geopolítica del mahanismo

Uno de los puntos clave de la doctrina de Mahan era la necesidad de controlar pasos estratégicos que permitieran acelerar la movilidad de la flota. Para Estados Unidos, la separación entre el Atlántico y el Pacífico era un problema crítico que había quedado en evidencia durante la guerra de 1898. El viaje épico del USS Oregon bordeando el Cabo de Hornos durante más de dos meses demostró la urgencia de contar con una vía rápida que conectara ambas costas.

La construcción del Canal de Panamá, iniciada tras la independencia artificialmente promovida del territorio panameño en 1903, fue la culminación natural del pensamiento mahaniano aplicado a la realidad geopolítica. Con el canal, Estados Unidos conseguía unir dos océanos en términos militares, garantizando que su flota pudiera desplazarse de un teatro de operaciones a otro en tiempo récord. Ninguna otra potencia disponía de semejante ventaja estratégica en 1914, cuando el canal fue inaugurado. En cierto modo, Panamá fue la obra maestra material de Mahan: la infraestructura que aseguraba para siempre el dominio estadounidense.

El SS Kroonland atravesando el Canal de Panamá, escoltado por remolcadores, en 1915.

La sombra de Alemania y el equilibrio del poder naval

Aunque Estados Unidos ascendía imparable, no lo hacía en un vacío estratégico. Alemania, bajo el impulso del almirante Alfred von Tirpitz y el apoyo del káiser Guillermo II, había emprendido un ambicioso programa de creación de una flota destinada a rivalizar con la Royal Navy. La doctrina alemana, basada en la Risikoflotte (flota de riesgo), pretendía ser suficientemente poderosa para obligar a Gran Bretaña a negociar o renunciar a un conflicto directo. Entre 1898 y 1914, la Kaiserliche Marine construyó acorazados que estaban a la altura —o incluso superaban— a los británicos en varios aspectos.

Estados Unidos observó esta carrera armamentística con atención. Aunque no participó directamente en la escalada naval europea, desarrolló una flota cada vez más sofisticada, consciente de que el siglo XX sería un siglo marítimo. De hecho, a partir de 1900, la marina estadounidense superó en capacidad tecnológica a la española, italiana, austrohúngara e incluso francesa, situándose en el segundo nivel solo por detrás de la Royal Navy y, en algunos órdenes técnicos, por delante de ella.

En menos de cien años, Estados Unidos había pasado de ser una potencia marítima irrelevante a convertirse en uno de los pilares del equilibrio naval mundial. Y lo había logrado gracias a la aplicación disciplinada y coherente del pensamiento de Mahan.

El crucero ligero alemán SMS Emdem en Kiel, en 1909.

España tras el 98: la resignación estratégica de una potencia agotada

En España, la derrota provocó una profunda crisis política e intelectual. El país perdió su último gran imperio justo cuando la modernidad industrial imponía nuevas reglas. Sin recursos, sin voluntad política y sin un proyecto naval coherente, la Armada quedó relegada a un papel secundario. Se intentaron reformas, se reestructuraron algunas ramas y se propuso una renovación técnica, pero nada comparable al dinamismo estadounidense. España se vio obligada a asumir un papel periférico, muy lejos del protagonismo que había tenido en los siglos anteriores.

La comparación con Estados Unidos era dolorosa pero inevitable: mientras los norteamericanos construían acorazados en serie y proyectaban su poder global, España luchaba por mantener una flota reducida y para uso casi exclusivamente defensivo. El 98 no fue solo un desastre militar, sino el fin de un modelo de Estado que no había sabido adaptarse a la nueva era del acero, el carbón y la política global.

El mahanismo como arquitectura del siglo XX

La doctrina de Alfred Thayer Mahan fue, sin duda, una de las fuerzas intelectuales más influyentes en la formación del mundo contemporáneo. Sus ideas transformaron a Estados Unidos en una potencia naval, moldearon la política exterior norteamericana, aceleraron la caída del imperio español y alteraron el equilibrio global de forma irreversible. El 98 fue, en ese sentido, mucho más que un episodio bélico: fue un punto de inflexión en la historia de los océanos, la consolidación de una nueva hegemonía y el anuncio solemne de que el siglo XX sería un siglo norteamericano.

Sin embargo, el análisis frío de los hechos no debe ocultar la dimensión humana, política y moral del conflicto. Estados Unidos aplicó con audacia, determinación y disciplina una doctrina que España no supo adoptar. Pero lo hizo también con una agresividad imperial que ocultó bajo discursos de liberación y modernidad. La prensa fabricó caricaturas, el gobierno manipuló el relato y el expansionismo fue disfrazado de filantropía. Se aprovechó de una España exhausta, debilitada por su propia corrupción, pero que aún conservaba una altísima dignidad militar y moral.

En 1898 España ya no era la potencia oceánica que había dominado tres océanos durante siglos, pero tampoco era la caricatura que los panfletos estadounidenses dibujaron entonces y que ciertos historiadores poco rigurosos han querido perpetuar. En realidad, España había abolido la esclavitud; intentaba reformar sus estructuras políticas; mantenía un imperio cohesionándose como podía; y conservaba una tradición naval heroica, que incluso sus enemigos reconocieron en el fragor de la batalla.

El trauma español: entre la derrota y la dignidad

La pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas fue un golpe devastador para la conciencia nacional. Las flotas de Montojo y Cervera, derrotadas más por la inercia de décadas de abandono que por falta de valor, dejaron en el imaginario español una herida profunda. La nación entró en un periodo de introspección amarga, pero también de lucidez intelectual: la Generación del 98, con todas sus contradicciones, surgió de esa herida, transformando la derrota en materia de reflexión filosófica y cultural.

Sin embargo, más allá de las lamentaciones, hubo algo que España no perdió jamás en el 98: la dignidad. Las últimas acciones de la Armada, en Cavite y en Santiago, se caracterizaron por una gallardía que asombró incluso a los vencedores. Cervera salió al combate sabiendo que marchaba hacia la muerte. Sus hombres lucharon y ardieron en cubiertas de madera, conscientes de que se enfrentaban a una flota superior en todo. Esa voluntad de honor, esa convicción silenciosa de cumplir con el deber aunque la historia ya estuviese escrita, es uno de los episodios más respetables de la historia naval universal.

Y si Estados Unidos ganó porque supo comprender el mundo moderno, España perdió, en buena medida, porque aún seguía atada a un pasado glorioso que sus gobernantes no supieron traducir al presente. Fue una derrota del Estado, no de sus marinos; una derrota de la burocracia, no de la identidad nacional; una derrota de la máquina administrativa, nunca del corazón del país.

Tras 1898, España ya no figuraría entre las grandes potencias, pero su legado no desapareció. Las rutas que abrió, las ciudades que fundó, los océanos que cartografió y la cultura que transmitió siguieron siendo parte indeleble del mundo. Por más que las propaganda anglosajona insistiera en su supuesta decadencia, la realidad histórica demostraba que pocas naciones habían marcado de manera tan profunda la historia marítima del planeta.

En cierto modo, España pasó de ser un imperio a ser una conciencia: la conciencia histórica de Europa, la brújula moral de un pasado compartido y el recuerdo constante de que el poder no se mide solo en barcos o en cañones, sino también en ideas, lenguas, leyes, símbolos, ciudades y generaciones enteras que viven bajo su legado.

El Reina Mercedes hundido en la Bahía de Cuba.

Cuando las naciones se miran en el espejo del mar

Al final, la historia de Mahan, de Estados Unidos y de España en 1898 no es únicamente la historia de una guerra. Es la historia de dos visiones del mundo: la del imperio joven, impetuoso, ansioso por expandirse y decidido a dominar los mares; y la del imperio antiguo, cansado pero noble, que aún conservaba el eco de siglos navegando en horizontes que otros apenas empezaban a soñar.

El mar, que había sido durante tanto tiempo patrimonio natural de España, se convirtió entonces en escenario de un relevo histórico. Pero incluso en la derrota, España mantuvo algo que no puede perderse nunca: la memoria. Porque las naciones no viven solo en su presente, sino también en aquello que han sido y en aquello que, pese a todo, siguen representando.

Y cuando la espuma del mar y del combate se asentó sobre el mar Caribe y sobre la bahía de Manila, cuando los últimos cañones callaron, cuando los acorazados estadounidenses regresaron victoriosos y los barcos españoles ardieron sobre la costa, el océano —ese juez implacable y eterno— pareció guardar silencio por un instante, como si reconociera, entre el humo y la ceniza, a dos pueblos que habían mirado su destino reflejado en él.

Los unos, emergiendo a la gloria.
La otra, despidiéndose de un imperio.
Pero ambos, inevitablemente, hijos del mar.

BIBLIOGRAFÍA

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Museo del Castillo de San Jorge en Sevilla

Castillo de San Jorge desde el Puente de Isabel II. Fuente: El Correo de Andalucía.

En una ciudad universal como Sevilla, uno de los enclaves más importantes de Europa entre los siglos XV y XVIII, puerto de Indias, cuna del Siglo de Oro, y una de las sedes más importantes de la Inquisición española, una persona -ya sea local, adoptivo, de paso, o turista-, espera encontrar una oferta cultural amplia que vaya más allá de los cuatro tablaos flamencos, sin menospreciar a uno de los patrimonios inmateriales más importantes que tiene España, o el tirador de Cruzcampo Glacial en la tasca de turno.

Que los museos ordinarios están de capa caída no es noticia, ni tampoco lo es que la pandemia ocasionada por COVID-19 ha dado al traste con muchos de los proyectos que se pretendían acometer a este respecto, tanto en la capital hispalense como en el resto de la península. Sin embargo, algunos museos, sobre todo aquellos con más proyección, o con mejor dirección, han aprovechado este periodo de «pausa» y de «calma chicha» para reinventarse o acometer reformas, de cara a ofrecer al visitante una nueva experiencia, acorde a los preceptos de la museología y la museografía del siglo XXI, y también con todos los protocolos de minimización del riesgo de contagio implementados.

Para encontrar casos de museos que hayan «hecho sus deberes» a este respecto no hay que irse muy lejos, hay muchos dentro de España, y aunque la pandemia ha podido dar al traste con los números de muchos de ellos, siguen manteniendo su actividad, como es el caso del increíble Museo Nacional de Arte Romano, en Mérida (España), o incluso el Museo de Huelva (España), cuya colección y disposición resultan tremendamente interesantes.

En el otro lado de la balanza se encuentran catástrofes museográficas de la talla del Castillo de San Jorge (Sevilla, España). Un espacio dedicado, enteramente, a lo que fue el imponente castillo que funcionó como sede del temido Tribunal del Santo Oficio, la Inquisición, durante más de tres siglos. Cuando un proyecto tan interesante como este carece de promoción, de nulo interés por parte de autoridades y administraciones, de poco presupuesto y de una nefasta dirección pues nos damos de bruces con un engendro, sin personal cualificado, sin mantenimiento y sin casi visitantes que debería estar cerrado y, al menos, no generar gasto de algún tipo.

Inicio de la Visita.

Y esto no va de política exclusivamente, de hecho, va de todo lo contrario. Aunque el Museo del Castillo de San Jorge dependa de la Junta de Andalucía, ninguno de los gobiernos autonómicos que se han sucedido a lo largo de décadas en el Palacio de San Telmo, ha tenido la visión ni la sensibilidad de dotar a Sevilla de un Museo sobre la Inquisición española como la capital hispalense merece. Máxime cuando dicha Institución se fundó en Sevilla en el año 1478, promovida por Alonso de Ojeda y los Reyes Católicos, y en 1481 se trasladó al citado Castillo de San Jorge, donde permaneció hasta 1785, debido a que este se encontraba en ruinas. Prácticamente como ahora.

Maqueta del Castillo original, situada a la entrada del Museo.

Su horario de apertura es de lunes a viernes de 9:00h a 13:30h, y de 15:30h a 20:00h. Sábados, domingos y festivos de 10:00h a 14:00h. Y su entrada, por suerte para el visitante, es completamente gratuita.

En su día, tanto la dirección del Museo como la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, concibieron al Museo del Castillo de San Jorge como un espacio en el que reflexionar acerca de la tolerancia. Esa tolerancia que la propia Inquisición no ejerció en ningún momento, y cuyo germen encuentra su explicación en una expropiación salvaje disfrazada, al menos en un inicio, de ultracatolicismo y antisemitismo.

Sin lugar a dudas, fueron tiempos oscuros, a todos los efectos, sobre todo para muchas minorías religiosas, como los judíos o los moriscos. No obstante, la Inquisición siempre tuvo clara su hoja de ruta, que no era más que hacer caja a costa de criptojudíos, supuestos protestantes y moriscos, aunque de estos últimos pudieron rascar algo menos.

Interior del Museo del Castillo de San Jorge en marzo de 2021.

Sea como fuere, y al menos ya puestos en contexto, si el Museo quiere transmitir ese ambiente oscuro, inseguro y extraño, lo hace a la perfección. A la nula iluminación, no por diseño, sino por falta de mantenimiento, se le añaden una humedad sofocante, continuas goteras, y un olor a «pescaito frito» proveniente del Mercado de Triana, que se sitúa justo encima del Museo. La verdad que, cuando uno entra, no sabe bien si va a ver un Museo sobre la Inquisición, o directamente lo llevan al cadalso.

Tanto la disposición como la filosofía del Museo del Castillo de San Jorge son extrañas. El visitante recorre las ruinas del antiguo castillo de una punta a otra, pero el recorrido y lo que se muestra en el mismo no se encuentra bien explicado ni contextualizado. De hecho, llama la atención que en las diferentes representaciones artísticas que existen del Castillo al inicio de la visita, en ninguna de ellas se mencione, siquiera, al autor/a de las mismas, y en ocasiones solo las fechas.

Una vez se discurre por el primer tramo, el visitante entra de lleno en el grueso de la exposición, que son las restauradas ruinas de lo que, otrora, fue el castillo y temida sede del Tribunal del Santo Oficio en Sevilla. De hecho, al visitante no se le contextualiza en absoluto, se da por hecho que está accediendo a lo que un día fue la sede de la Inquisición, pero no a que el castillo, originalmente, se trató de una fortaleza musulmana y que, posteriormente, tras la Reconquista de Sevilla, sería defendido por la Orden Militar de San Jorge, hasta el establecimiento de la Inquisición en el mismo en 1481.

Como la mayor parte de fortalezas árabes, y es algo que podemos observar perfectamente en lugares como el Alcázar de los Reyes Cristianos en Córdoba (España) o en la famosa ciudad de Medina Azahara, también en Córdoba (España), era una especie de ciudadela que el Santo Oficio supo aprovechar muy bien. Esto se intenta explicar mediante panelería a lo largo de la visita, sin embargo, las pésimas condiciones del Museo impiden que el visitante pueda acceder a parte de la información in situ, ya que esta se encuentra desaparecida o deteriorada.

De hecho, durante la visita, en marzo de 2021, solo uno de estos paneles interactivos funcionaba, y el resto de ellos o bien se encontraban inactivos, o bien desaparecidos. El resto de paneles, como el de famosas víctimas de la Inquisición, albergan demasiada información en un espacio muy reducido y con una pésima impresión. Todo un ejercicio de desidia museológica y museográfica.

Si tienes gafas, llévatelas, porque la minúscula letra de esos paneles es la única que ofrece algo de información acerca de la Inquisición y del Castillo de San Jorge.

Avanzamos por parte de la muralla, la casa del portero, las cuadras, la cocina, bodegas o la casa del primer inquisidor, la única en la que la panelería interactiva funciona de forma correcta.

La visita finaliza también entre tinieblas, y sin un camino bien trazado. En este último tramo, la dirección del Museo del Castillo de San Jorge ha tenido a bien intentar que el visitante reflexione, no acerca del pésimo estado del Museo, sino acerca de las atrocidades cometidas por la Inquisición. Un ejercicio que estaría mejor resuelto si se hubiese puesto en contexto al visitante de forma previa y, sobre todo, si el olor a pescado frito del Mercado de Triana no se colase de forma tan evidente por la puerta de salida.

El Museo del Castillo de San Jorge es un museo que llama la atención, pero para mal. Una auténtica vergüenza para la ciudad de Sevilla, para la historia de España y para el dinero del contribuyente. Heródoto & Cía no es un foro de opinión, es un portal dedicado exclusivamente a la Historia, es por ello que este deliberado ataque hacia nuestra historia y patrimonio no merece más que estas palabras de denuncia. Porque para tener un «museo» en este estado, mejor tenerlo cerrado.

¿Qué queda del Imperio Español en Filipinas?

De Madrid a Manila: el legado material e inmaterial de España en Filipinas.

Aunque fue, quizá, la menos mimada de las colonias de ultramar, Filipinas siempre se configuró como una de las piedras angulares del Imperio español. Olvidada por parte de autoridades y académicos tras su pérdida en 1898, uno de los tantos motivos que favoreció la sistemática eliminación de todo rastro español por parte de los estadounidenses, en los últimos años ha vuelto a ponerse en valor el legado español en Filipinas por parte, precisamente, de diferentes sectores de la cultura en España, gracias a obras como Los últimos de Filipinas, de Miguel Leiva y Miguel Ángel López (Actas, 2016), Defensa de Baler: Los últimos de Filipinas, de Félix Minaya y Carlos Madrid (Espuela de Plata, 2016), películas como Los últimos de Filipinas de Salvador Calvo (2016), o el cómic del mismo nombre editado por Cascaborra en 2020.

De hecho, en la práctica, no muchos filipinos conocen el origen de palabras que emplean a diario, e incluso de sus propios nombres y apellidos, así como el de algunos de sus monumentos o lugares de interés más relevantes, convertidos actualmente en grandes atracciones turísticas.

Filipinas perteneció, durante casi cuatro siglos, al Imperio español, siendo una de las posesiones más remotas de ultramar, junto a las Marianas y las Carolinas. La pérdida del archipiélago, durante la guerra contra Estados Unidos en 1898, acarreó, por parte de los estadounidenses, la citada eliminación de cualquier tipo de legado español en las islas, incluyendo entre ellos la cultura y, por ende, el idioma. Empero, algunos de estos vestigios siguen presentes en Filipinas, como fieles testigos de la historia.

  • ANTECEDENTES DE LA GUERRA DE 1898

Para España, la pérdida de Cuba, Filipinas, Puerto Rico y otros territorios de ultramar en 1898 supuso un punto de inflexión en su historia, en su proyección internacional y en su concepto como tal, ya que el maltrecho Imperio español desaparecía de forma oficial, aunque lo había hecho oficiosamente desde la emancipación de las colonias americanas durante los primeros compases del siglo XIX.

El Desastre del 98, que es como la historiografía ha denominado a este proceso, es, posiblemente, el hecho histórico que mejor explica la deriva de España desde entonces hasta nuestros días, y el mismo no es más que la consecuencia de un reinado apático y corrupto como lo fue el de Carlos IV (1788-1808). Desde la independencia de Estados Unidos (1784), los imperios europeos, sobre todo al respecto de sus colonias de ultramar, vieron seriamente amenazada su hegemónica posición, dado que la Guerra de la Independencia de Estados Unidos (1775-1783) no solo sentó un importante precedente, sino que se convirtió en una cuestión internacional, en la cual pujaron la mayor parte de potencias europeas del siglo XVIII.

El, por entonces, Imperio español se sumó a la causa estadounidense y participó, de forma activa, junto a Francia, en la expulsión de los británicos de la costa este de América del Norte. Este hecho, que marcó el nacimiento de Estados Unidos, de una de las mayores potencias económicas y militares de nuestra historia reciente, se volvería en contra de los españoles, ya que los propios británicos les devolverían la moneda apoyando logísticamente a los independentistas hispanoamericanos, llamados patriotas, con incluso mayor efectividad que en el caso de la independencia de Estados Unidos, suponiendo esto la efectiva expulsión de los españoles de la mayor parte de América en 1833.

A pesar de los vanos intentos de recuperar posesiones y peso político en la zona, el maltrecho Imperio español perdió un enorme peso internacional, motivado por la desidia de sus ciudadanos y el convulso, así como absurdo, panorama político durante todo el siglo XIX, plagado de militares y políticos corruptos, junto a ineficaces monarcas, dinamitando no solo el patrimonio territorial, sino también el cultural, en cuyas últimas colonias casi todo rastro de herencia española fue eficientemente eliminado por parte de los nuevos colonizadores.

Posesiones españolas en 1898.

Es un hecho que, desde la segunda mitad del siglo XIX hasta mediados del siglo XX, los procesos de descolonización, de forma lógica, se intensifican, expulsando a las potencias europeas de los mismos a través de procesos de emancipación que dan lugar a un nuevo mapa político. Sin embargo, el error de los españoles no solo radica en la forma en la que se producen estos procesos de emancipación, sino en la poca habilidad para gestionar las relaciones internacionales con los nuevos países, así como la herencia social y cultural dejada en los mismos.

Ello se debe a los serios problemas internos que arrastró el «Imperio» español desde la Guerra de Independencia (1808-1814), pero también al poco honroso trabajo realizado por la Inquisición española. Carlos III (1759-1788) dejó a todo el Imperio, y en concreto a la península ibérica, a las puertas de formalizar el necesario abrazo a la modernidad que precisaba España. Sin embargo, su magno proyecto dio al traste con la llegada de su hijo, Carlos IV, al trono de la Monarquía Hispánica. Alejado y ajeno a las ideas de la Ilustración, el quinto Borbón que se sentaba en el trono español parecía más preocupado por las intrigas palaciegas y los turbios asuntos de María Luisa que por gobernar el extenso territorio interior y de ultramar. La desidia de su reinado se tradujo en la dejación de responsabilidades y en el empeoro de la, ya, débil unidad del territorio, cuya cohesión comenzaría a resquebrajarse antes de la llegada de los franceses a la península ibérica.

Por otro lado, aunque la Inquisición española había perdido muchísimo poder a lo largo de los siglos, y sobre todo con Carlos III, seguía funcionando como órgano censor, lo cual propició un innegable retraso cultural en todos los territorios que los españoles controlaban. Mientras la ciencia, la filosofía y la política copaban las principales producciones académicas en Francia, el imperio británico y Estados Unidos, en España se seguía con una mentalidad acorde a los años más importantes del Siglo de Oro. Bien es cierto que la Inquisición realizaría pocos autos de fe en el último tramo del siglo XVIII y comienzos del XIX, pero también es cierto que la censura literaria y científica imaginó un país ciertamente torpe en ciencia, tecnología, literatura, filosofía, Derecho e, incluso, religión.

Batalla naval de Santiago de Cuba, por Ildefonso Sanz Doménech. En esta batalla, España perdió todos los buques que participaron en la misma, mientras que Estados Unidos no perdió ninguna de sus naves.

La pérdida de los territorios hispanoamericanos relegó a España a un más que merecido segundo plano en materia de política internacional, con unos pocos territorios en ultramar, entre los que se destacaron Cuba, Puerto Rico y Filipinas, aunque todavía preservaba algunos más, en África, Asia y Oceanía.

  • EL DESASTRE DE 1898

Estados Unidos se había convertido en una potencia económica, militar e industrial en poco menos de un siglo. Las originales Trece Colonias británicas supieron aprovechar el potencial del vasto territorio que les quedaba al oeste e iniciaron una importante política exterior que mostró su cara más agresiva durante la Guerra hispano-estadounidense  de 1898. Resultaba evidente que Estados Unidos no tenía ninguna simpatía por España; aquel país que ayudó a su independencia languidecía como un atrasado país europeo cuyos territorios de ultramar, a excepción de Cuba, parecían abandonados a su suerte. Esto dejaba estratégicos lugares como Cuba, Puerto Rico y Filipinas a merced de las modernas flotas que estaban conformando países como Alemania, Francia, Gran Bretaña, Japón y, por supuesto, el propio Estados Unidos.

Aunque España apostaba fuertemente por Cuba -el primer ferrocarril del Imperio unió La Habana con Güines-, su política con respecto a los nacionalistas cubanos, brevemente esquilmada con el sistema de trochas de Valeriano Weyler, le hizo ganar un buen número de enemigos dentro de la isla, muchos de ellos influenciados por Estados Unidos. La lucha de Cuba fue encarnizada, sucia y complicada. En el plano naval, España hizo un importante ridículo, equiparable al de Trafalgar (1805), ya que empleó un buen número de buques desfasados tecnológicamente que fueron carne de cañón para la moderna flota estadounidense, y aquellos más avanzados, al no contar con apoyo, acabaron como un amasijo de acero en el fondo del Caribe. En tierra la situación no fue mucho mejor, puesto que las tropas españolas, a pesar de encontrarse en su territorio, se encontraba mal equipadas y alimentadas, y la mayor parte de los refuerzos nunca llegaron a Cuba por motivos políticos y burocráticos.

En Puerto Rico la situación fue diferente. En esta isla no existía un nacionalismo arraigado por parte de los portorriqueños, entonces españoles. Sin embargo, Estados Unidos sí que tenía importantes intereses en Puerto Rico, y su objetivo no fue, en ningún momento, el de crear un títere como haría con Cuba o Filipinas, sino el de anexionar, por completo, Puerto Rico, aunque sin convertirla en un Estado dentro de su sistema administrativo. El combate en Puerto Rico fue testimonial, así como la resistencia que opusieron las tropas españolas en la isla, que prácticamente entregaron a los estadounidenses después de pequeñas escaramuzas con escasas bajas.

  • EL CASO DE FILIPINAS

Si Cuba fue, en la práctica, un desastre, Filipinas no fue menos. En este conjunto de islas del Pacífico, que llevaban bajo dominio español desde el siglo XVI, el espíritu nacionalista era, incluso, superior al de Cuba o al de las antiguas colonias hispanoamericanas emancipadas durante los años veinte y treinta del siglo XIX. Además, la propia geografía de las islas jugaba a favor de nacionalistas filipinos, terroristas y rebeldes, cuyos atentados hacia las autoridades españolas, antes y durante la guerra, fueron constantes.

Del mismo modo, si una gran parte de los filipinos renegaba de los españoles y el terreno resultaba dificultoso, a ello se añadía que, en la práctica, la cultura española no había arraigado en Filipinas tanto como en Cuba o Puerto Rico. La asimilación de la cultura española siempre fue un problema para los nativos, bien por el arraigo o la dificultad para ello, o bien por la inacción de los propios españoles. De hecho, la Capitanía General de Filipinas dependió, siempre, del Virreinato de Nueva España, hasta que México se independizó en 1821, pasando el testigo, directamente, al Gobierno de España, radicado en Madrid.

Esta centralización, con una España tremendamente convulsa durante el grueso del siglo XIX, desembocó en un cierto abandono de Filipinas por parte de las autoridades, a pesar de que el sistema colonial de los españoles era mucho más inclusivo que el de otras potencias europeas. A ello se añade la galopante corrupción de los gobiernos de la época, con sucesivas alternancias de poder entre oscuros personajes como Antonio Cánovas del Castillo, o Práxedes Mateo Sagasta, irónicamente enterrados en el Panteón de Hombres Illustres, y cuyos nombres ocupan un buen número de calles en toda España.

Posesiones españolas en el Pacífico en marzo de 1898. Fuente: Biblioteca Nacional de España.

Resulta evidente que la desidia y la inacción de los cuestionables personajes que tuvieron en sus manos el destino de España desde el siglo XVIII en adelante, a excepción de Carlos III, tuvo mucho que ver en el poco arraigo de la identidad española en las islas y, por ende, en el surgimiento del nacionalismo filipino. Sin embargo, bien es cierto que en España todavía quedaban un puñado de hombres buenos, artífices de la exploración y colonización de las Carolinas y las Marianas, muy próximas a Filipinas. Además, episodios como el de José Rizal, y su pretensión de convertir a Filipinas en una provincia, le llevó a mantener una constante disputa con los franciscanos y los terratenientes españoles, la cual desembocó en la ejecución de Rizal. También es cierto que no todos los filipinos fueron nacionalistas o mostraron aversión hacia la presencia española, incluso con el constante hostigamiento, en forma de propaganda, por parte de los estadounidenses.

Sea como fuere, a pesar de no ser algo baladí, lo cierto es que los estadounidenses, una vez ganada la guerra en 1898 -despojando a España, en términos efectivos, de sus posesiones de ultramar-, intentaron durante décadas, por activa y por pasiva, borrar cualquier rastro español en Cuba, Filipinas y Puerto Rico. Las dos primeras funcionaron como títeres durante décadas, y Puerto Rico fue directamente anexionada a Estados Unidos.

En Cuba es más que evidente la herencia española, tanto en el idioma, como en las costumbres, la cultura y la arquitectura, entre muchos otros aspectos. No obstante, en Filipinas sí que se realizó un borrado sistemático del legado español por parte de los estadounidenses, aunque, a día de hoy, siguen quedando en el archipiélago algunos vestigios del Imperio, así como una reciente y tímida puesta en valor del mismo por parte de historiadores y autoridades filipinas.

  • LA HERENCIA ESPAÑOLA EN FILIPINAS: EL PATRIMONIO INMATERIAL

La religión (siglo XVI).

En primer lugar, hemos de tener en cuenta que Filipinas es el único país de la zona en el que la religión mayoritaria es el cristianismo, y especialmente el catolicismo, lo cual evidencia la huella española, dado que los países colindantes a Filipinas suelen ser mayoritariamente musulmanes o budistas. De hecho, tal es el fervor católico en el archipiélago, que durante la Semana Santa, muchos de los filipinos, emulando a Jesús de Nazaret, llegan a crucificarse, con clavos de verdad, a una cruz, en la que permanecen durante unas horas. O bien son azotados, con látigos de cuero, durante su penitencia por las calles del municipio de turno.

Crucifixión en Pampanga. Fuente: Unidad Editorial.

Clavos empleados para crucificar a los devotos durante la Semana Santa en Filipinas. Fuente: Francis R. Malasig (EFE).

El idioma (siglo XVI).

Algo parecido ocurre con el idioma, a pesar de que el español fue abandonado, por completo, tras la expulsión de los españoles en 1898. Sin embargo, aunque el inglés y el tagalo son los idiomas oficiales, y los más hablados, este último comparte un gran número de palabras con el español. Palabras como orgullo, tienda, tenedor, flor, amor, belleza, tienda, cosa, o sabroso, que los filipinos emplean en su día a día, la mayoría de las veces sin ser conscientes de ellos.

El español no arraigó en Filipinas como sí hizo en Hispanoamérica o en las colonias españolas en África. Ello encuentra su explicación, al margen de la desidia de la administración española, en el reducido número de españoles que hubo siempre en Filipinas, en torno a 600 colonos por millón de habitantes. No obstante, el español fue lengua oficial en Filipinas hasta 1976, y de enseñanza obligatoria en universidades hasta 1987. Hecho que ha causado, entre otros, que en la actualidad apenas 200.000 filipinos hablen el español.

Caso aparte es el denominado chabacano, extendido por todo el archipiélago, pero especialmente popular en Zamboanga, donde lo hablan más de un millón de personas. El chabacano, al igual que el tagalo, mezcla español y lengua local pero con la salvedad de que, en este caso, predominan las palabras en español sobre las autóctonas. Tanto estadounidenses, tras la guerra de 1898, como japoneses, tras la invasión de Filipinas durante la Segunda Guerra Mundial, intentaron eliminar, sin éxito, el chabacano de entre las lenguas habladas en el archipiélago.

Las fiestas (siglo XVII).

Otro ejemplo de la huella del antiguo Imperio español en Filipinas reside en la celebración de fiestas populares, como es el caso de San Isidro Labrador, patrón de Madrid, que desde 1606 es, de forma efectiva, la capital de España. En el caso de Filipinas, las fiestas en honor a San Isidro, que son especialmente populares en Quezón, aunque difieren sensiblemente de las españolas, ya que los filipinos no se visten de «chulapos» o «chulapas», dado que esta costumbre apareció en España a mediados del siglo XIX, no pudiendo llegar a alcanzar demasiado arraigo en Filipinas.

Por último, al respecto de lo inmaterial, es importante destacar las relaciones diplomáticas entre España y Filipinas desde 1898. La mayor parte de este tiempo, ambos países no mantuvieron ningún tipo de relación, sobre todo por la influencia estadounidense en Filipinas que, de forma oficiosa, convirtió al archipiélago en una colonia.

Sin embargo, desde el inicio de los años 2000, España y Filipinas comenzaron a tener relaciones cada vez más estrechas, que dieron como resultado el establecimiento del Día de la Amistad Hispanofilipina a partir del año 2003, con motivo de la resistencia de los soldados españoles en Baler, uno de los episodios más famosos de la guerra de 1898.

España y Filipinas, por Juan Luna (1886).

La paella, o paelya (siglo XVIII).

El arroz llegó a la península ibérica con los árabes, gracias a las rutas comerciales que mantenían con oriente. Rápidamente, este cereal se convirtió en un elemento esencial en la gastronomía española, con multitud de modos de preparación que han llegado hasta nuestros días, destacándose de entre todos ellos el arroz en paella, llamado simplemente paella.

Con la llegada de los españoles a Filipinas, estos introdujeron gran parte de su gastronomía original en la colonia, siendo en muchos casos mezclada o adaptada a la ya existente en el archipiélago. Ese es, precisamente, el caso del arroz en paella, muy popular en la zona del Levante español y que, gracias al extenso cultivo del arroz en Filipinas, se ha convertido en uno de los platos básicos de su gastronomía.

Paelya filipina. Fuente: Yummy Philippines.

Existen multitud de variantes de la paelya filipina, al igual que existe con la paella valenciana. En el caso filipino, este plato suele incluir huevo duro, chorizo de Bilbao, queso o leche de coco, entre muchos otros ingredientes. En ocasiones, el plato recibe el nombre de «paella nativa» o, simplemente, «valenciana».

La cerveza San Miguel (siglo XIX).

Curioso resulta el caso de la cerveza San Miguel, hoy con sede en la mediterránea ciudad de Málaga (España).

Con la idea de abrir la primera fábrica cervecera en el sudeste asiático, un grupo de españoles, encabezado por Enrique María Barretto de Ycaza, comienza a producir cerveza en Manila, en el barrio de San Miguel, en 1885. En 1890, concretamente el 29 de septiembre, se inaugura oficialmente la Fábrica de Cerveza San Miguel, comenzando su exportación a otras regiones y países de la zona, llegando a destinos comerciales tan importantes como Guam, Shanghái y Hong Kong a principios del siglo XX. Tras la pérdida de Filipinas, los propietarios de la cervecera trasladan su producción y su sede a España, donde permanece a día de hoy. Resulta curioso, sin embargo, que todavía en Filipinas -y países como Estados Unidos-, la cerveza San Miguel que se comercializa lo hace bajo sello filipino, y no español.

Fábrica de San Miguel en Manila (Filipinas). Fuente: Loopulo.

  • LA HERENCIA ESPAÑOLA EN FILIPINAS: EL PATRIMONIO MATERIAL

A este patrimonio inmaterial, herencia de la presencia española en Filipinas durante casi cuatro siglos, se le añaden los vestigios materiales, de una forma u otra, que, a día de hoy, conviven día a día con filipinos y turistas. Si la huella cultural y comercial de España en Filipinas se evidencia en lo anteriormente comentado, todavía es más notorio dicho legado en términos puramente arquitectónicos, a través de restos y monumentos que se diseminan por toda la geografía filipina.

Bien es cierto, y como se referencia en varias ocasiones durante el texto, que los estadounidenses iniciaron un plan cuyo objetivo era el de eliminar cualquier vestigio de cultura española en Filipinas -y también en Puerto Rico o Cuba- para sustituirlo por los suyos propios. Lo cierto es que el plan de Estados Unidos fue un verdadero éxito, pero muchos edificios, en su mayoría iglesias barrocas, faros o fortalezas, no pudieron ser derruidos, los cuales se han convertido, hoy en día, en atracciones turísticas sin parangón.

Iglesia de San Agustín, en Manila (siglo XVII).

Exterior de la iglesia de San Agustín, Manila (Filipinas). Fuente: Ricardo C. Eusebio.

Interior de la iglesia de San Agustín, Manila (Filipinas). Fuente: Agustín Rafael Reyes.

Resulta especialmente interesante el tema de las iglesias católicas que se encuentran en Filipinas. Una de las más célebres, por su antigüedad, ejecución y conservación interior, es la iglesia de San Agustín, en Manila, construida en 1607 en el interior de un asentamiento ya tremendamente avanzado. Aunque no es el edificio religioso más antiguo de Manila ni de Filipinas, es preciso comenzar por esta iglesia a la hora de adentrarnos en el patrimonio arquitectónico hispano-filipino. San Agustín destaca por constituirse como un claro ejemplo del barroco colonial español, que se replicó por toda la península ibérica, América y, en este caso, Filipinas.

Del mismo modo, también es importante destacar su interior, aun con las sucesivas reformas, mejoras y restauraciones, es un buen ejemplo de planta en cruz latina, con un gran número de naves laterales a cada lado de la nave central. La decoración en mármol y escayola, es sencilla de encontrar, hoy día, en España, en cualquier iglesia en ciudades como Sevilla, por ejemplo.

La iglesia de San Agustín, con graves daños estructurales, tras la liberación de Filipinas en agosto de 1945. Fuente: Time Inc.

Durante la Segunda Guerra Mundial, tras la invasión japonesa y los sucesivos bombardeos estadounidenses, la iglesia de San Agustín sufrió graves daños, afectando incluso a su propia estructura. Sin embargo, a comienzos de los años cincuenta, se inició un proceso de reconstrucción y restauración que la ha devuelto a su estado original.

Catedral de Manila (siglo XVI).

La catedral de Manila (Filipinas) en 2009. Fuente: Gary Todd.

El caso de la catedral de Manila es especialmente interesante debido a su historia, aunque también a su evidente valor arquitectónico, a pesar de que, a día de hoy, no se trate de una edificación cien por cien original.

Levantada hacia 1582, una década después del establecimiento de Manila como capital de Filipinas por parte de Miguel López de Legazpi, la catedral se levantó sobre la planta de una modesta parroquia construida en 1571 y que daba servicio a los nuevos colonos españoles. El edificio que vemos hoy día es la sexta reconstrucción de la catedral, y es una réplica, casi exacta, del original de 1582. Esta catedral, de estilo gótico tardío, muy popular en la España del siglo XVI, ha sufrido varios terremotos, un incendio e, incluso, un bombardeo durante la Segunda Guerra Mundial. Sus arquitectos más notables fueron Luciano Oliver, Vicente Serrano Salaverria, Eduardo López Navarro y Fernando Ocampo, este último responsable de la definitiva reconstrucción de la catedral en 1958.

Campanario de la catedral de Manila (Filipinas) destruido tras el terremoto de 1863.

Parroquia de San Pedro y San Pablo, en Calasiao (siglo XVI).

Fachada de la parroquia de San Pedro y San Pablo, en Calasiao (Filipinas). Fuente: Ramón F. Velasques.

En Calasiao, a doscientos kilómetros de Manila, los españoles establecieron un pequeño enclave en 1571 que, en poco tiempo, aumentó muchísimo su tamaño gracias, entre otras cuestiones, a una relativa buena distancia con Manila, así como su salida al mar. Sin embargo, no sería hasta 1588 cuando se fundase oficialmente como villa, comenzando, así, la construcción de un prominente casco urbano que, a día de hoy, se conserva relativamente bien.

Ese mismo año iniciaron la construcción de la parroquia de San Pedro y San Pablo, finalizada poco después, y que se constituye como un buen ejemplo de la temprana arquitectura española en Filipinas. Lo que podemos ver hoy día no es el original del siglo XVI, dado que la iglesia fue destruida en 1763 por rebeldes filipinos. Sin embargo, sí que se puede observar esta huella en su interior y en su fachada principal, que presenta elementos característicos del estilo colonial español, muy reproducido en toda Latinoamérica.

Iglesia de Nuestra Señora de Gracia, en Macati (siglo XVII).

Muy cerca de Manila, en Macati, se encuentra la iglesia de Nuestra Señora de Gracia. Su construcción se inició en marzo de 1601 y fue terminada, tras sucesivas reformas, a mediados de 1630. Aunque fue concebida acorde a los cánones del gótico tardío, finalmente presenta múltiples elementos barrocos que constituyen como un ejemplo único, tanto en Filipinas como en el resto del mundo.

Fachada de Nuestra Señora de Gracia en Macati (Filipinas). Fuente: Elmer B. Domingo.

Aunque, a priori, pudiese parecer inactiva debido al estado aparente de su exterior, la iglesia se encuentra completamente operativa en la actualidad, siendo gestionada por parte de frailes agustinos. Este templo, al igual que muchos otros en Filipinas, ha experimentado los embates de sucesivos terremotos, erupciones de volcán, invasiones y bombardeos a lo largo de su historia. Sin embargo, al contrario de lo que ocurrió con la catedral de Manila, la iglesia de Nuestra Señora de Gracia se mantiene, prácticamente, intacta desde 1630.

Iglesia de San Luis Obispo de Tolosa, en Baler (siglo XVI).

Fachada de San Luis Obispo de Tolosa en Baler (Filipinas). Fuente: Municipality of Baler.

Esta iglesia es, quizá, una de las más célebres acerca de la presencia española en Filipinas. Y no lo es, precisamente, por su valor artístico o arquitectónico, más bien escaso, sino por su valor histórico. Dentro de esta pequeña iglesia, situada en el noreste de Filipinas, los restos de un pequeño destacamento de cazadores españoles resistieron, durante casi un año, el asedio de la iglesia por parte de insurrectos filipinos y estadounidenses, sin noticias, siquiera, de que España se había rendido a los pocos meses de comenzar el conflicto, perdiendo Cuba, Puerto Rico y Filipinas, donde se encontraban.

La iglesia de Baler, consagrada a San Luis Obispo de Tolosa, aguantó el continuo hostigamiento de los enemigos que, prácticamente, terminaron por derrumbar el pequeño templo. Cuando, tras once meses encerrados en el interior de la iglesia, los españoles se rindieron, la estructura de la misma estaba seriamente dañada.

La iglesia, en algún momento antes de 1898.

El edificio quedó abandonado desde 1899 hasta 1939, cuando la Primera Dama de Filipinas, Aurora Quezón, decidió reconstruir la iglesia de San Luis Obispo de Tolosa, por la importancia histórica del mismo. Existen muy pocos datos, y menos fotografías si cabe, acerca del edificio original. La reconstrucción de 1939, que es la que hoy día sigue en pie, no es fiel al original. Sin embargo, la iglesia de Baler se ha convertido, por méritos propios, en un símbolo de la Guerra hispano-estadounidense y de la Revolución filipina.

Parroquia de San Pedro Apóstol, en Loboc (siglo XVII).

Exterior de la parroquia de San Pedro Apóstol, en Loboc (Filipinas), en 2004.

Cuando los españoles levantaron la segunda parroquia en Loboc -la primera, de madera, quedó destruida a causa de un incendio en 1638-, ya había aprendido tanto acerca de los incendios fortuitos como acerca de la actividad sísmica de Filipinas. Por ello, y para dar cabida a todos los fieles de Loboc, se proyectó, a petición de los jesuitas, en 1670, una nueva planta que fue concluida en 1734.

Esta nueva parroquia, ya de estilo puramente barroco, era mucho más grande que la anterior, con una única nave e importantes contrafuertes, así como campanario exento. Estas medidas anti-terremotos, muy comunes en la arquitectura colonial española en Filipinas, mantuvieron la parroquia prácticamente intacta hasta que en octubre de 2013 un terremoto sacudió Loboc y destruyó, casi por completo, la iglesia. Hoy día todavía se encuentra en reconstrucción.

Iglesia de San Agustín, en Páoay (siglo XVII).

San Agustín de Páoay (Filipinas). Fuente: Ibarra Siapno.

En la pequeña localidad de Páoay, en el norte del archipiélago, se encuentra una de las mejores iglesias de época colonial de toda Filipinas. Se trata de la iglesia de San Agustín, iniciada en 1694 y terminada en 1710, y cuyo estilo es completamente inclasificable al respecto de los cánones occidentales, ya que en ella se mezcla el barroco español con la arquitectura precolonial, adaptándose a las dificultades sísmicas del terreno, dando lugar a un templo único que fue declarado Patrimonio de la Humanidad en 1993 por parte de la UNESCO.

Para finales del siglo XVII, los españoles habían aprendido, a base de errores, de la constante actividad sísmica en Filipinas, por lo que diseñaron San Agustín de Páoay con unos grandes refuerzos laterales -contrafuertes- que le otorgan la peculiar forma piramidal de la iglesia, que se mantiene prácticamente intacta desde entonces. Este peculiar estilo fue denominado por la historiadora Alicia Coseteng como «barroco colonial español anti-terremotos».

Catedral de Nuestra Señora de la Asunción, en Maasin (siglo XVIII).

Catedral de Nuestra Señora de la Asunción, en Maasin (Filipinas). Fuente: Juca Munda.

Menos conocida, aunque no por ello menos importante, es la catedral de Nuestra Señora de la Asunción en Maasin, en Leyte. Como otras tantas iglesias españolas de la época, esta catedral fue destruida, hasta en dos ocasiones, por invasores musulmanes provenientes de la región de Bangsamoro, en el sur de Filipinas, muy cercana a Malasia.

Fue mandada construir en el año 1700 por los jesuitas, y destruida, casi por completo, en 1754 y en 1784, hasta que en 1843, los españoles lograron expulsar definitivamente al pueblo moro, reconstruyendo la catedral a imagen y semejanza de la original. Se trata de un templo puramente barroco, con forma triangular debido a los refuerzos de los laterales debido a la actividad sísmica de Filipinas, y con un campanario exento -también típico del barroco filipino- reforzado con hasta tres muros. En 1968 se acometieron importantes reformas en la catedral, sobre todo en su interior, aunque conservando el estilo original.

Parroquia de Nuestra Señora de la Luz, en Cainta (siglo XVIII).

Como ocurrió con otros núcleos urbanos en Filipinas, la población de Cainta creció mucho en poco tiempo, lo que llevó a las autoridades españolas a atender las necesidades de una población en aumento. Así, en 1707, Gaspar Marco, mandó construir una iglesia en piedra, que se consagró a San Andrés Apóstol, que fue finalizada en 1716.

La parroquia de San Andrés Apóstol, en Cainta, fue ampliándose poco a poco hasta que en 1727 cambió su consagración, al llegar una gran pintura de Nuestra Señora de la Luz procedente de Sicilia.  Con poco más de un siglo de vida, y a pesar del conocimiento sísmico de Filipinas por parte de las autoridades, el 23 de febrero de 1853 un terremoto sacudió Cainta, y el techo y la pared oeste de la parroquia se vinieron abajo, aunque la estructura resistió sin demasiado problema.

Parroquia de Nuestra Señora de la Luz, en Cainta (Filipinas). Fuente: Elmer B. Domingo.

Sin embargo, a pesar de haber aguantado el embate del terremoto, la parroquia no pudo aguantar los deliberados ataques estadounidenses contra el patrimonio español y el acervo filipino durante la Guerra filipino-estadounidense (1899-1902), conflicto que sucedió a la Guerra hispano-estadounidense, y que dio al traste con las aspiraciones de independencia por parte de los filipinos. Durante este conflicto, los estadounidenses incendiaron la parroquia, reduciéndola prácticamente a cenizas -incluida la pintura de Nuestra Señora de la Luz-, y haciendo uso de sus piedras para construir carreteras por las que transportarían armamento. Solo su fachada quedó intacta.

El edificio que podemos observar hoy en día, a excepción de la fachada, es una reconstrucción, a imagen y semejanza del original, realizada entre 1965 y 1968 por iniciativa del Arzobispado de Manila y el Museo Nacional de Filipinas.

Parroquia de Nuestra Señora de los Desamparados, en Manila (siglo XVIII).

Fachada de la parroquia de Nuestra Señora de los Desamparados, en Manila (Filipinas).

Para el siglo XVIII, Manila había crecido a tal ritmo que muchos de los templos levantados durante los dos siglos anteriores se habían quedado pequeños, o bien no podían albergar a todos los fieles en su interior. Por ello, sobre la planta de una pequeña parroquia levantada en 1578, en 1720 el padre Vicente Inglés mandó construir un nuevo templo.

Al contrario que otras iglesias contemporáneas en Filipinas, la Parroquia de Nuestra Señora de los Desamparados -también llamada iglesia de Santa Ana– presenta planta en cruz latina, así como el campanario anexo a la nave principal de la iglesia. Se trata, en términos estilísticos, de una réplica del estilo de iglesia barroca más popular en la España continental del siglo XVIII. Aunque con unos muros considerablemente más gruesos, su fachada es similar a muchas de las que pueden encontrarse tanto en la península ibérica como en América, en concreto en lugares como México.

Conviene, igualmente, destacar el increíble retablo que alberga en su interior, así como el convento que se encuentra contiguo a la iglesia, haciendo de la misma un enorme bloque, junto al campanario, que ha aguantado estoicamente la actividad sísmica de Filipinas, la Guerra de 1898 y la Segunda Guerra Mundial.

Iglesia Parroquial de la Purísima Concepción de la Virgen María, Baclayón (siglo XVIII).

Fachada y campanario de la iglesia parroquial de la Purísima Concepción de la Virgen María, en Baclayón (Filipinas). Fuente: Joanner Fábregas.

Desde el establecimiento de los españoles en Filipinas, los jesuitas se encargaron de la provincia de Bohol, célebre, entre otros aspectos, por los constantes ataques de los musulmanes de Bangsamoro, que endurecieron durante todo el transcurso del siglo XVIII. Con la llegada de los jesuitas a Baclayón, se levantó una humilde iglesia de madera destinada a atender las necesidades religiosas de la comunidad, y elemento clave en el proceso de evangelización de la zona.

Cuando Baclayón se convirtió en una parroquia independiente en 1717, los jesuitas decidieron que era el momento de levantar un templo superior a la improvisada capilla que databa de finales del siglo XVI. Así, ese mismo año comenzaron las obras de la iglesia parroquial de la Purísima Concepción de la Virgen María, que terminarían en 1727.

Debido a los ataques del pueblo moro, junto a la actividad sísmica de la zona, al igual que con otras iglesias de los españoles en Filipinas, se decidió dotar a la misma de notables características defensivas que se evidencian, sobre todo, en su grueso campanario exento -muy parecido a una torre defensiva- y en su clásica estructura piramidal. La iglesia sobrevivió a la Guerra hispano-estadounidense, a la Guerra filipino-estadounidense y a la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, en 2013, un terremoto dañaría severamente su estructura, que estuvo a punto de colapsar. Por ello, en 2017 se procedió a su restauración, conservando todos y cada uno de sus elementos originales.

Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, en Santa María (siglo XVIII).

El paulatino crecimiento del asentamiento de Santa María desde el asentamiento de colonos en 1647, motivó que las autoridades españolas decidiesen construir un templo que pudiese albergar a todos los devotos, ya que muchos de ellos debían desplazarse fuera de Santa María para asistir a misa o confesarse. Finalizada en 1765 es, a día de hoy, uno de los ejemplos más importantes del barroco español en Filipinas, sobre todo debido al refinamiento del mismo.

Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, en Santa María (Filipinas). Fuente: MON MD.

La iglesia sigue incorporando a cada lado importantes contrafuertes debido a la actividad sísmica del archipiélago. Sin embargo, en este caso, estos son mucho más discretos en los casos anteriores, y ello no solo es debido al desarrollo arquitectónico de los españoles, sino también a la altura de la iglesia, junto a la anchura de la misma, lo cual permite que estos no sobresalgan en exceso. No obstante, el refinamiento exterior no se tradujo en el interior, siendo este considerablemente más humilde que en otros templos de similares características.

También, al igual que en la mayor parte de las iglesias barrocas de Filipinas, se trata de una iglesia con una única nave, así como con un campanario, construido en 1810, exento del edificio principal, y en este caso bastante alejado del mismo. Fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1993.

Iglesia de Santo Tomás de Villanueva, en Miagao (siglo XVIII).

La iglesia de Santo Tomás de Villanueva, en Miagao, es, quizá, una de las más famosas de Filipinas, así como el mejor ejemplo del barroco colonial español en Filipinas junto a la iglesia de San Agustín en Páoay. Este templo, visita turística obligada, llama la atención por su fachada, profusamente decorada con un bajorrelieve y, sobre todo, por los dos gruesos campanarios que la flanquean.

Hacia finales del siglo XVI, Miagao ya había crecido considerablemente, a pesar de pertenecer, por entonces, a los municipios de Oton y a Tigbauan. Bajo las costumbres españolas, tanto colonos como locales, precisaban de determinados servicios, entre los que se encontraba el culto religioso. Sin embargo, hasta bien entrado el siglo XVIII, los habitantes de Miagao tuvieron que depender de parroquias vecinas, o bien de templos improvisados.

En 1731, se otorgó a Miagao la condición de parroquia independiente. Este nuevo estatus hacía necesaria la construcción de un templo acorde al mismo, por lo que en 1734 se construyó una humilde iglesia de piedra por orden de Fernando Camporredondo, el primer párroco de Miagao. Sin embargo, este edificio duró poco tiempo en pie, ya que a partir de 1741, la ciudad comenzó a recibir continuos ataques de musulmanes de Bangsamoro, que arrasaron la zona.

Iglesia de Santo Tomás de Villanueva, en Miagao (Filipinas). Fuente: Harry Balais.

El contraataque español, unido a una dura represión hacia los invasores, acabó con la inestabilidad en la zona. Así, en 1787, bajo duras condiciones y trabajos forzados, muchos musulmanes de Bangsamoro iniciaron la construcción de una nueva iglesia, consagrada a Santo Tomás de Villanueva, y que fue terminada en 1797, a las puertas de un nuevo siglo. De este nuevo edificio, que hoy en día se mantiene en pie, podemos destacar dos datos muy importantes:

En primer lugar, su forma piramidal, con dos importantísimos campanarios, de desigual altura, que emulan las almenas de una fortaleza. A esto se añade un increíble bajorrelieve en el que mezclan la tradición española con la filipina, dando lugar a una pieza única en el mundo.

En segundo lugar, se trata de la última de las grandes iglesias del barroco colonial español, con todo lo que ello implica. Se trata, pues, del fin de una era y de un estilo exclusivo en el mundo y en la historia. La iglesia de Santo Tomás de Villanueva, gracias a su propia concepción, aguantaría en pie hasta nuestros días, viendo pasar ante su fachada terremotos, incendios, bombardeos y hambrunas.

Parroquia de la Inmaculada Concepción, en Santa María (siglo XVIII).

Parroquia de la Inmaculada Concepción, en Santa María (Filipinas).

Para finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, Santa María, en la provincia de Bulacán, a menos de cuarenta kilómetros de Manila, había crecido lo suficiente como para albergar varias parroquias, lo que le confería un elevado estatus dentro del sistema administrativo colonial. Ante este crecimiento, en 1793 se decide levantar la parroquia de la Inmaculada Concepción, terminada en el año 1800, y que recibe su nombre debido a la imagen, como Gloriosa, de la Virgen María que alberga en su interior.

La iglesia, uno de los últimos ejemplos del barroco colonial en Filipinas, destaca por su continuista línea a este respecto, empleando macizos muros, junto a un campanario ancho y bajo debido a la actividad sísmica de la zona. A pesar de que no se trata de uno de los ejemplos más célebres a nivel arquitectónico y artístico, es importante destacar su construcción, ya que refleja el proceso de asimilación de este peculiar estilo al que, en este caso, se le añade, posteriormente, un pórtico neoclásico en su fachada principal.

Iglesia de Nuestra Señora de la Divina Providencia, en María (siglo XIX).

Iglesia de Nuestra Señora de la Divina Providencia, en María (Filipinas).

El siglo XIX fue tremendamente complicado para el Imperio. La Guerra de la independencia (1808-1814), junto a la pérdida de las colonias en América, motivó que el poder económico, político y militar se redujese consecuentemente. España no vivía, desde la Edad Media, una situación tan complicada, ni una pérdida de influencia tan relevante.

La pérdida de poder, junto a la sucesión de corruptos dirigentes, se tradujo, como no podía ser de otra forma, en el abandono de las relaciones diplomáticas, del ejército y de las obras públicas en el maltrecho Imperio español, afectando directamente a Filipinas, uno de los últimos territorios de ultramar al que España. La absurda desidia de la metrópolis hacia Filipinas trajo consigo, posteriormente, la pérdida del archipiélago junto a Cuba y Puerto Rico.

Así, durante el siglo XIX, las construcciones coloniales en Filipinas serán más escasas y más humildes. Un buen ejemplo de ello es la iglesia de Nuestra Señora de la Divina Providencia, en el pequeño municipio de María, en la provincia de Siquijor. Terminada en 1887, tan solo once años antes de la Guerra hispano-estadounidense, esta iglesia refleja la decadencia del Imperio, debido a su humilde construcción y a su escaso valor artístico para los estándares de la época. Aunque, por otro lado, también refleja uno de los últimos intentos de los españoles en su proceso de evangelización de Filipinas.

Se trata de una planta de piedra en cruz latina, básica, sin naves laterales, con una fachada simple en forma de pirámide. Destaca su campanario hexagonal, también de piedra, con la parte superior de madera, recuerda a una almena, y es considerado un tesoro nacional en Filipinas.

Ciudad de Intramuros, en Manila (siglo XVI).

Una de las entradas a Intramuros, en Manila (Filipinas). Fuente: Elmer B. Domingo.

Intramuros, en Manila, es el conjunto de monumentos y vestigios que conforman el centro histórico de la capital filipina. Una vez repasadas las iglesias españolas en Filipinas, que jugaron un papel fundamental en la colonización y gestión del archipiélago, resulta preciso seguir el estudio con el análisis de algunos de los mejores ejemplos de arquitectura civil y militar.

Este conjunto es, quizá, el mayor tesoro histórico-arquitectónico con el que cuenta Filipinas. A pesar de la sistemática eliminación del legado español en Filipinas, Intramuros fue uno de los pocos elementos respetados por los estadounidenses entre 1898 y 1941. Al contrario de lo que ocurrió con otros elementos de este tipo, Intramuros se mantuvo prácticamente intacto desde 1571 hasta 1945, cuando la aviación estadounidense bombardeó y destruyó el centro histórico de Manila, bajo ocupación japonesa, durante la Segunda Guerra Mundial.

Intramuros destruido tras los bombardeos estadounidenses en febrero de 1945. Fuente: United States Army.

Cuando en 1571, Miguel López de Legazpi nombró a Manila como la capital, de facto, de las Indias Orientales españolas, comenzó a construirse la muralla que hoy delimita lo que conocemos como Intramuros del resto de Manila. Así, Intramuros, con el paso de los años, comenzaría a albergar en su interior un gran número de edificios civiles, religiosos y militares de notabilísima factura, conformando uno de los mejores conjuntos del barroco colonial español en Asia.

Diseñado a imagen y semejanza de una fortaleza, Intramuros presenta un trazado, prácticamente, cuadriculado, dispuesto por viviendas coloniales, iglesias, edificios administrativos, mercados y guarniciones. En su interior se conservan, a día de hoy, algunos edificios que hemos citado anteriormente, como la Catedral de Manila o la iglesia de San Agustín, además de otros tan importantes como el Fuerte Santiago, la Casa Manila, la Aduana, el Palacio Arzobispal, el Palacio del Gobernador o la muralla.

Plano de Manila, y aledaños, en 1734, por Fernando Valdés. Fuente: United States Library of Congress.

Una de las calles típicas de Intramuros. Fuente: Ray in Manila.

Conscientes del incalculable valor de Intramuros, y tras la pérdida de numerosos edificios durante la Segunda Guerra Mundial, las autoridades filipinas comenzaron su reconstrucción en 1951, mismo año en el que declararon a Intramuros como monumento nacional.

Fuerte Santiago, en Manila (siglo XVI).

El Fuerte Santiago es, quizá, el elemento más representativo de Intramuros, en Manila, y de la arquitectura militar colonial. Su propia condición le ha permitido llegar hasta nuestros días en un óptimo estado de conservación, a pesar de haber aguantado tres guerras y múltiples bombardeos a lo largo de su historia.

Su construcción comenzó en el año 1590, a iniciativa de Gómez Pérez Dasmariñas y Ribadeneira, séptimo gobernador y capitán general de Filipinas. La intensa lucha mantenida entre piratas musulmanes y españoles desde 1571, motivó que, una vez expulsados los piratas, las autoridades españolas, con Gómez Pérez Dasmariñas a la cabeza, decidiesen construir una fortificación de estas características en Manila.

Con tamaño contenido, de apenas 620 metros cuadrados, sus muros miden casi siete metros e altura y dos metros y medio de grosor. Contaba, además, con numerosos puestos de guardia y baterías, sobre todo en la parte norte del mismo. Así como con una capilla, varios almacenes, un polvorín  y una cisterna.

Puerta principal del fuerte, construida en 1714. Fuente: Jorge Láscar.

La entrada principal, en enero de 1980, dañada por los bombardeos estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial. Poco después se llevarían a cabo las labores de restauración. Fuente: Gustav Neuenschwander.

Se levantó sobre los restos de la antigua empalizada del caudillo musulmán Rajah Matanda y tiene forma triangular, la cual comenzaría a ser muy popular en este tipo de edificaciones en España y Portugal. Es, en términos prácticos, una ciudadela dentro de otra ciudadela, que es Intramuros, lo que convertía al Fuerte Santiago en un bastión prácticamente inexpugnable.

Sin embargo, el fuerte fue ocupado por los británicos desde septiembre de 1762 hasta abril de 1764, durante la Guerra de los siete años debido, entre otros aspectos, a la dejadez y negligencia de la nueva administración borbónica hacia las colonias. A partir de ese momento, y hasta 1898, el fuerte funcionó como cárcel y lugar de represión de las autoridades españolas, convirtiéndose en un lugar de suma importancia para los filipinos debido a la ejecución de José Rizal en diciembre de 1896.

Tras la catastrófica campaña militar contra Estados Unidos, que apenas duró tres meses, durante la Guerra hispano-estadounidense, España perdió Filipinas. En este contexto, a pesar de la negativa por parte de los nacionalistas filipinos, el Fuerte Santiago pasó a manos estadounidenses en 1898, los cuales drenaron el foso, acuartelaron a sus tropas allí y construyeron un campo de golf en el mismo.

Capilla en el interior del Fuerte Santiago. Fuente: Jorge Láscar.

La entrada de Japón en la Segunda Guerra Mundial, en diciembre de 1941, implicó, entre otros muchos aspectos, la invasión de Filipinas por parte del Ejército Imperial japonés, el cual ocupó el Fuerte Santiago. Durante la invasión, los japoneses usaron el Fuerte como polvorín, prisión y campo de ejecución, en el que murieron miles de filipinos y más de 600 soldados estadounidenses. Finalmente, tras los bombardeos de Estados Unidos, el Fuerte quedó severamente dañado a nivel estético, aunque su estructura resistió sin problemas, al contrario de lo que ocurrió con el resto de Intramuros.

Centro histórico, en Vigan (siglo XVI).

En el norte de Luzón, a más de 400 kilómetros de Manila, se encuentra la ciudad de Vigan, una de las joyas de Filipinas, que se encuentra anclada en el tiempo y que ha sido declarada, consecuentemente, Patrimonio de la Humanidad por parte de la UNESCO desde 1999.

Vigan, de forma original, fue un puesto comercial chino, hasta que en 1572 llegaron colonos españoles, los cuales desplazaron rápidamente a los comerciantes chinos, estableciéndose en el enclave, diseñando un nuevo trazado, a imagen y semejanza de muchas ciudades españolas en la península ibérica. Es por ello que, a día de hoy, el casco antiguo de Vigan se constituye como uno de los mejores ejemplos de la huella colonial española en Filipinas.

En 1578 la ciudad se denominó como Villa Fernandina de Vigan, en honor al príncipe Fernando, hijo de Felipe II, que había fallecido escasos meses antes a la edad de seis años. Inicialmente se distribuyó como un pequeño enclave desde el que evangelizar la zona pero, en poco tiempo, aumentó considerablemente su tamaño. Así, según el relato del Gobernador General de Filipinas Gómez Pérez Dasmariñas, en 1591 Vigan contaba con un sacerdote, un gobernador y un diputado, así como con 19 barrios, lo cual nos arroja información suficiente como para considerar a la Vigan de finales del XVI como un importante núcleo semi-urbano.

Calle Crisólogo, en Vigan.

A mediados del siglo XVII, Vigan experimentaría otra expansión , llegando a los 21 barrios, algunos de ellos segregados, como el de los inmigrantes chinos, llamado El Pariancillo, o el de los colonos españoles, denominado como Los Españoles de la Villa. Desde entonces, hasta finales del XIX, Vigan seguiría creciendo y desarrollándose conforme al modelo de ciudad colonial española que, a su vez, se basaba en el modelo de ciudades como la Sevilla del Siglo de Oro.

Pasó de manos españolas a filipinas en 1898, y de filipinas a estadounidenses a finales de 1899, tras la guerra entre Filipinas y Estados Unidos. Debido a su ubicación, al norte del archipiélago filipino, fue una de las primeras ciudades en ser tomadas por los japoneses en 1941, que ocuparon Vigan hasta que fue liberada en 1945 por parte de filipinos y estadounidenses.

Calle Salcedo, en Vigan, cuya fisonomía es similar a la de ciudades del sur de España. Fuente: Larnoe Dungca.

A diferencia de ciudades como Manila, Vigan no sufrió, en exceso, los embates de los bombarderos japoneses o la artillería estadounidenses, lo que hizo que su casco antiguo se haya conservado especialmente bien. Hoy en día, declarado Patrimonio de la Humanidad, es uno de los mayores atractivos de Filipinas, ya que refleja, perfectamente la huella colonial española en Asia, cuya esencia se mantiene intacta en la fisonomía de las míticas calles Crisólogo y Salcedo, así como en otros edificios de la zona.

Universidad de Santo Tomás, en Manila (siglo XVII).

La Pontificia y Real Universidad de Santo Tomás, en Manila, es la universidad más antigua en toda Asia. Fundada en el año 1611 a petición de Miguel de Benavides, arzobispo de Manila, quien murió pocos años antes de su fundación con el deseo de establecer en Manila un centro de enseñanza superior, para el cual legó todos y cada uno de los libros de su extensa biblioteca personal.

La Universidad de Santo Tomás, en Intramuros, a comienzos del siglo XX.

Emplazada, de forma original, junto al convento de los dominicos, en Intramuros, comenzó su actividad bajo la denominación de Colegio de Nuestra Señora del Santísimo Rosario el 28 de abril de 1611, tras recibir los pertinentes permisos del rey Felipe III y el notario Juan Illian. Poco después cambió su denominación, pasando a llamarse Colegio de Santo Tomás, y en 1645 se convirtió en Universidad gracias a la intercesión del Papa Inocencio X, convirtiéndose así en la primera Universidad de Asia.

Su modelo administrativo y educativo estuvo basado en el modelo de la Universidad de Salamanca (España) y la Real y Pontificia Universidad de México (México). Más de un siglo después, Carlos III, en su afán por llevar la Ilustración a España y sus territorios de ultramar, le otorgó el título de Real en 1785.

La biblioteca de la Universidad de Santo Tomás, en Intramuros, a comienzos del siglo XX.

De forma original se ubicó en el interior de Manila, en Intramuros, y en ella se impartieron enseñanzas de Derecho, Teología, Filosofía, Historia, Lógica, Gramática, Artes, Medicina y Farmacia. A comienzos del siglo XX, y tras la pérdida de Filipinas por parte de España, se comenzó a construir un nuevo campus fuera de Intramuros, en Sampaloc, donde se ubica, a día de hoy, el edificio principal, que fue inaugurado en 1927.

Un tanque estadounidense avanza a través de los restos de la Universidad de Santo Tomás, en 1945. Fuente: United States National Archives.

El edificio original, situado en Intramuros, con una típica arquitectura civil barroca, fue usado por los japoneses como campo de concentración de civiles y militares. Este fue destruido en 1944 por el Kenpeitai, la policía militar del Ejército Imperial japonés, y del mismo apenas quedan restos hoy en día. El edificio, aun sin ser una joya arquitectónica, albergaba una increíble biblioteca y varios jardines que lo convertían en uno de los protagonistas de Intramuros. Hoy día, en el lugar donde estaba ubicado el edificio se erige una estatua en honor a Miguel de Benavides, promotor de la institución.

Puerta y Cuartel de Santa Lucía, en Manila (siglo XVII).

La Puerta de Santa Lucía es, posiblemente, una de las más célebres de Intramuros. Se trata de uno de los ocho accesos a la zona de Intramuros, y se encuentra orientada hacia el oeste. Su origen data del año 1603, cuando se decidió amurallar Manila a comienzos del siglo XVII, aunque la que vemos hoy en día es un diseño de finales del siglo XVIII y, a su vez, una reconstrucción del año 1982, ya que la puerta fue prácticamente destruida por artillería estadounidense para que sus tanques pudiesen pasar durante la Batalla de Manila en 1945, en el ocaso de la Segunda Guerra Mundial.

El diseño original de 1603 se modificó en 1778 a petición del Gobernador General José Basco y Vargas, ya que la misma precisaba, como otras puertas de la ciudad, de dos cámaras laterales, que se la añadieron durante la modificación. Para la reconstrucción de 1982, arquitectos y restauradores filipinos precisaron de la consulta de los planos originales de la puerta, ubicados en el Archivo Histórico Nacional, en Madrid (España).

La Puerta de Santa Lucía en 1899. Fuente: University of Michigan.

A escasos metros de la Puerta se ubica el también célebre Cuartel de Santa Lucía, que fue construido poco después que la Puerta, por iniciativa de José Basco y Vargas. Destinado para el Cuerpo de Artillería de Montaña, se terminó en 1781, siguiendo el modelo del arquitecto Tomás Sanz.

El Cuartel de Santa Lucía en 1910. Fuente: Retroscope.

Albergó, durante dos siglos, a este Cuerpo, hasta que en 1901, tras la pérdida de la colonia por parte de los españoles, el cuartel fue usado como oficina central de la Policía de Filipinas. Poco después, en 1905, se situó en el mismo la Academia Militar de Filipinas, hasta que en 1945 fue parcialmente destruido por parte de la artillería estadounidense. A día de hoy sigue en ruinas, aunque el Gobierno Municipal de Manila ha situado un parque en su interior.

El Cuartel de Santa Lucía en la actualidad. Fuente: S. Well.

Real Aduana de Manila, en Manila (siglo XIX).

Manila, desde la colonización española, precisó de un edificio de aduanas que regulase la entrada de mercancías y capital, tanto en Filipinas como en la propia Manila. Este proyecto tardó más tiempo del esperado en llevarse a cabo, y la colonia vivió, por momentos, episodios de anarquía comercial y fiscal.

La Real Aduana de Manila tras su abandono en 1979. Fuente: Allan Jay Quesada.

Sin embargo, en 1822, las autoridades españolas en Filipinas decidieron llevar a cabo el proyecto, con el objetivo de atraer a los comerciantes al interior de la ciudad, y que no hiciesen sus negocios fuera. La construcción del edificio de aduanas fue encargado al arquitecto Tomás Cortés, que comenzó en 1823.

Dicha construcción no terminó hasta el año 1829, debido a que durante el proceso se hicieron necesarias determinadas ampliaciones del edificio, ya que su espacio y su distancia hasta el puerto se consideraron insuficientes. El resultado fue el de un edificio de aduanas realizado en piedra que destacaba, sobre todo, por su estilo neoclásico y sus armoniosas proporciones, distribuido en torno a una forma cuadrada con dos pisos de altura.

Albergaba, igualmente, dos patios interiores rectangulares, en torno a los cuales se situaban escaleras que llevaban a la planta superior y al entresuelo. Todo en el edificio resultaba pretendidamente simétrico.

La belleza de las recién estrenadas Reales Aduanas en Manila, sin embargo, escondían un problema: y es que el edificio estaba desproporcionado en términos puramente técnicos. La desigual distribución de las mercancías en la planta superior, junto al gran peso de su techo de tejas, hicieron que el edificio se desmoronase por completo tras el terremoto de 1863, el cual asoló gran parte de Intramuros.

Fachada principal de la Real Aduana de Manila. Fuente: Ramón F. Velasquez.

El edificio, que en el momento de su derrumbe hacía las veces de Aduana, Contaduría General y Banco, se había convertido en uno de los más importantes de la ciudad. Sus restos fueron demolidos por completo en 1872, y se encargó al arquitecto Luis Pérez Yap-Sionjue que reconstruyese el proyecto original de Tomás Cortés, pero esta vez teniendo en cuenta los problemas estructurales que presentaba su diseño.

Así, en 1876, Luis Pérez concluye la reconstrucción del edificio, que en términos estéticos era idéntico al de 1823. Así, pasó de Aduana a Intendencia General de Hacienda y albergó también la Casa de la Moneda. Siguió ejerciendo sus funciones hasta que fue severamente dañado por bombarderos japoneses en 1941, y prácticamente destruido en 1945 por artillería de Estados Unidos.

Interior de la Aduana en la actualidad.

Tras la guerra se restauró, y se alojaron en él las oficinas del Banco Central de Filipinas y el Tesoro Nacional. Pero en 1979 un incendió volvió a devastar el diseño original de Tomás Cortés, siendo abandonado hasta nuestros días. Aunque construido en épocas completamente diferentes, el edificio de la Real Aduana de Manila recuerda, gracias a su planta y a determinados motivos arquitectónicos, al Archivo de Indias, situado en la ciudad de Sevilla (España).

Casa Manila, en Manila (siglo XX).

Exterior de Casa Manila, en Manila. Fuente: Ramón F. Velasquez.

Este edificio, que alberga un museo de historia en su interior, no es un original de la época, sino que representa una de las típicas casas de mediados del siglo XIX en el Barrio de San Luis, en Intramuros. La destrucción de muchas de estas viviendas durante la Segunda Guerra Mundial dejó a Filipinas sin gran parte de su patrimonio histórico, sobre todo el de época colonial.

Por ello, en la década de los años ochenta, la Primera Dama de Filipinas, Imelda Marcos, promovió la construcción de la Casa Manila, con objeto de recrear un edificio típicamente colonial, así como gran parte de la vida y las costumbres que existieron en Filipinas durante el período español.

Patio interior de Casa Manila, en Manila. Fuente: Ramon F. Velasquez.

Aunque se trata, como se refiere, de una construcción del siglo XX, Casa Manila es, sin duda, un buen ejemplo del legado español en Filipinas, y una de las mayores atracciones turísticas de la ciudad gracias a su condición de museo y, sobre todo, a la recreación un patio típicamente colonial, y que se encuentran diseminados, a día de hoy, por España, Hispanoamérica y, en este caso, Filipinas.

  • FILIPINAS Y ESPAÑA EN LA ACTUALIDAD: TODO UN CAMINO POR DELANTE

En las últimas décadas hemos podido apreciar un, mínimo, esfuerzo por parte de autoridades, y sectores de la cultura, tanto en España como en Filipinas, a la hora de poner en valor el pasado común de ambas naciones, y el evidente legado español esta última.

Sin embargo, y a pesar del gran número de estudios, novelas o películas, queda, todavía, un largo y arduo camino por recorrer que, por desgracia, no se está acometiendo de forma alguna. Mientras que en España se obvia, casi por completo, el asunto de Filipinas, y su importancia para con la historia universal; en Filipinas se replica la inacción española, junto a la puesta en valor, completamente lógica, de su pasado indígena.

La nula sintonía entre administraciones públicas de ambos países, donde, en la práctica, no se llevan a cabo trabajos conjuntos de investigación o restauración, hermanamiento de ciudades, unido todo ello a la escasa inversión en cultura, hacen de todo ello el caldo de cultivo perfecto para la apropiación cultural y el olvido.

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¿Quién fue Ricardo Sáenz de Ynestrillas?

Ricardo Sáenz de Ynestrillas Martínez. Fuente: Europa Press.

En los últimos días, coincidiendo con el 34 aniversario del asesinato del comandante español Ricardo Sáenz de Ynestrillas Martínez, ha surgido cierto debate en redes sociales y medios de comunicación acerca de la figura de dicho militar, así como al respecto de las circunstancias de su asesinato, a manos de la organización terrorista Euskadi Ta Askatasuna (ETA), disuelta oficialmente en el año 2018.

Ricardo nació en Madrid en la primavera de 1935, prácticamente un año antes del estallido de la Guerra Civil Española (1936-1939). Su padre, Alfredo Sáenz de Ynestrillas, pertenecía a una saga familiar de tradición militar y carlista. Su padre era, además, miembro de Falange desde sus inicios, y se desempeñó de forma activa durante la Guerra Civil, concretamente en el histórico Regimiento Nº2 de Cazadores de Calatrava, resultando herido en los últimos compases del conflicto, y trasladado, posteriormente, al Regimiento Nº7 de Taxdirt.

Resulta evidente que la tradición familiar, y la influencia paterna, moldearon el pensamiento y la carrera militar de Ricardo, que pronto ingresaría en la Escuela de Oficiales del Ejército de Tierra, siendo posteriormente destinado al Sáhara Español -hoy Sáhara Occidental, bajo soberanía marroquí-, en la X Bandera de la Legión Española, denominada ‘Millán Astray’.

Tras su paso por la décima de la Legión, pasaría al histórico Regimiento de Infantería de Barbastro Nº43, también conocido como Batallón de Montaña de Barbastro, hoy extinto. De ahí pasaría a la Brigada de Infantería Ligera Paracaidista ‘Almogáraves’ VI, también conocida como BRIPAC. Y también se desempeñó como profesor del temido Cuerpo de Policía Armada y de Tráfico, disuelto en 1978.

Sáenz de Ynestrillas, que durante la dictadura (1939-1975) conseguiría destacar, sobre todo entre sus tropas, ascendió de capitán a comandante en 1978, el mismo año en el que se redactaría la primera -y única- Constitución Española tras la dictadura. Además, durante su carrera fue condecorado con la Cruz de la Orden de San Hermenegildo, que se otorga a militares tras 25 años de carrera intachable.

Sin embargo, la llegada de la democracia a España, así como los valores de la Constitución de 1978, truncarían el, hasta el momento, intachable expediente de Sáenz de Ynestrillas. Con la Constitución redactada, y a la espera de ser ratificada, recién ascendido de capitán a comandante, participó en la denominada Operación Galaxia en noviembre de 1978, junto al teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero, los comandantes Manuel Vidal Francés y Joaquín Rodríguez Solano y el capitán José Luis Alemán Artiles.

Sáenz de Ynestrillas y Tejero en 1978. Fuente: Europa Press.

La Operación Galaxia, denominada así por haber tenido lugar en la cafetería Galaxia situada en el madrileño barrio de Chamberí, pretendía secuestras al entonces, Presidente del Gobierno Adolfo Suárez aprovechando un viaje oficial del Rey Juan Carlos I para, así, detener el proceso de reforma democrática en el país. Pero el comandante Manuel Vidal Francés, partícipe de la conspiración, alerto a las autoridades, lo cual se saldó con la detención de todos los integrantes al día siguiente, el 12 de noviembre de 1978.

El Gobierno trató de quitar hierro al asunto, con el objeto de no sembrar incertidumbre entre los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. No obstante, dos años después, en 1980, Sáenz de Ynestrillas y Tejero serían juzgados por un Consejo de Guerra, siendo Ynestrillas condenado a la pena mínima, 6 meses de prisión, aunque sin perder su rango militar.

La polémica no acabaría con la Operación Galaxia, ya que en 1981 fue arrestado, de nuevo, por su participación en otro golpe de estado que iba a sucederse en 1978. Además, se le acusó de intentar secuestrar al Rey Juan Carlos I y a todas las autoridades que asistieron a la fiesta con motivo de la onomástica del monarca. Se le acusó de pertenecer a banda armada y se le aplicó la Ley Antiterrorista, aunque la causa fue sobreseída por falta de pruebas.

Tejero y Sáenz de Ynestrillas (en el centro) junto a dos oficiales. Fuente: Voz Pópuli.

Sin embargo, no participó, al menos de forma activa o con pruebas, en el fallido golpe de estado del 23 de febrero de 1981 llevado a cabo por Antonio Tejero.

Quizá uno de los momentos más tensos de toda la carrera de Sáenz de Ynestrillas tuvo lugar en 1985, cuando fue acusado de planear un atentado terrorista contra la familia real, el Presidente del Gobierno Felipe González y Narcís Serra el día de las Fuerzas Armadas en La Coruña, Operación que fue denominada ‘Zamombazo’ y que fue desactivada por los servicios de inteligencia. El atentado consistía en excavar un túnel hasta la tribuna de autoridades y colocar bajo la misma más de cien kilos de explosivos.

El 17 de junio de 1986, el comandante Ricardo Sáenz de Ynestrillas se desplazaba por las inmediaciones del centro de Madrid en coche oficial junto al teniente coronel Carlos Vesteiro Pérez y el soldado Francisco Casillas. Sobre las 14.30h, aproximadamente, dos miembros de la banda terrorista ETA dispararon contra el vehículo, asesinando a Ynestrillas y los otros ocupantes.

Los cuerpos del comandante Ricardo Sáenz de Ynestrillas (detrás) y del soldado conductor Francisco Casillas (delante) yacen en el interior del coche ametrallado por terroristas de ETA en la avenida del Manzanares de Madrid. Junto a ellos también murió el teniente coronel Carlos Vesteiro. En este atentado participó Inés del Río. Fuente: El País.

BIBLIOGRAFÍA

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EL PAÍS. Penas mínimas, de siete y seis meses y un día, para los autores de la «operación Galaxia». [Última revisión: junio de 2020] Recuperado de: https://elpais.com/diario/1980/05/08/espana/326584801_850215.html

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[CÓMIC] 1921: El Rif

DATOS
Autor: Javier Yuste / Antonio Gil
Nº de páginas: 64.
Editorial: Cascaborra.
Año de publicación: 2019.
Ediciones: 2 hasta la fecha.
Lugar de impresión: Barcelona (España).
ISBN: 978-84-090-9660-2.
Depósito legal: B. 74.52-2019.

Los acontecimientos ocurridos en el Rif a finales de julio y comienzos de agosto del año 1921 son una de las páginas negras de la Historia de España. El país, otrora Imperio, sobrevivía como podía en el despiadado escenario colonial existente tras la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Este conflicto, uno de los mayores, sino el mayor, hasta ese momento, fue aprovechado como España, desde su posición neutral, como fábrica de abastecimiento de la Triple Entente y los Imperios Centrales.

Sin embargo, el alto nivel de corrupción política, que abarcaba desde los escalafones más bajos de la Administración hasta las altas esferas militares y políticas, motivó que España no sacase rédito suficiente de su actividad durante la Primera Guerra Mundial. De hecho, incluso a la hora de negociar determinadas cuestiones con Francia, país muy sufrido en la Gran Guerra, acerca de los protectorados marroquíes, España tampoco conseguía sacar demasiados beneficios al respecto.

Sea como fuere, la Guerra del Rif (1911-1927), que finalmente se saldaría con una victoria conjunta hispanofrancesa, causó un gran rechazo social en España durante los años que se desarrolló. El recuerdo de la pérdida de Cuba, Filipinas y Puerto Rico en 1898 estaba, todavía, latente, que unido a la corrupción y al llamado Desastre de Annual de 1921, fueron el caldo de cultivo perfecto para la posterior Guerra Civil Española (1936-1939).

1921: El Rif es una oportunidad perfecta para introducirse en el contexto del Desastre de Annual de la mano del Regimiento de Alcántara y los protagonistas, ficticios, que aparecen en el cómic. Hablo de una buena oportunidad porque, al respecto del Desastre de Annual, y en general de la Guerra del Rif, la comunidad historiográfica todavía no se ha puesto de acuerdo, ni siquiera los hispanistas, que apenas tratan este tema.

En cierto modo tiene lógica, pues toda la información acerca de Annual es muy confusa y, como todos sabemos, el acceso a determinada información -confusa o no- en España sigue siendo un problema, no porque no sea posible acceder a la misma, sino por las absurdas trabas administrativas, las elevadas tasas y lo poco digitalizado que hay.

El guión corre a cargo de Javier Yuste, Licenciado en Derecho por la Universidad de Deusto y autor de varios libros. El dibujo es de Antonio Gil. El prólogo de Augusto Ferrer-Dalmau. Y edita Cascaborra, en su firme compromiso por acercarnos la Historia de España en viñetas. El tándem Yuste-Gil funciona a la perfección en 1921: El Rif, que nos trae la historia ficticia de varios componentes del Regimiento de Alcántara que bien podrían haber existido de verdad.

La crudeza del dibujo y el guión nos traslada al seco verano de 1921, y nos hace partícipes de los avatares de lo que Yuste bien ha denominado el «Afganistán español». Además, y lo cual es de agradecer, al final del cómic el autor añade cuatro páginas en las que desarrolla, de forma algo más extensa, el contexto de Annual y, en concreto, del Regimiento de Alcántara.

Valoración: 4/5.

La Inquisición española en tiempos de Felipe V

El cambio de dinastía en la monarquía hispánica fue crucial para el Tribunal del Santo Oficio, a pesar de que determinados autores consideren que dicha institución permaneció prácticamente inalterada desde 1700 hasta la llegada de Napoleón a la Península Ibérica.[1] Lo cierto es que, con la llegada de Felipe de Anjou -en adelante Felipe V-, se introdujeron tímidamente pensamientos ilustrados que cuestionarían la Inquisición paulatinamente, con su máximo exponente durante el reinado de Carlos III. A pesar de que Felipe V era consciente de la importante arma política y religiosa que constituía el Santo Oficio, este inició un proceso de liquidación a través de la, práctica, indiferencia hacia la Inquisición. El nuevo rey se centró más en fundar instituciones dedicadas a las ciencias o las letras que en dar cobijo a aquellas herméticas y cuestionables. Con el cambio de los Austrias a los Borbones se acusa una importante pérdida de influencia, sobre todo con la reforma de los Consejos, que pasarían a un segundo plano en favor de las Secretarías de Estado. La falta de objetivos, al margen de los intelectuales ilustrados, hizo que perdiese mucho poder y notoriedad en el día a día.[2]

Representación calcográfica de Felipe V en la obra «Crisol de la española lealtad: por la religion, por la ley, por el Rey y por la patria que ofrece y dedica el coronel de infanteria española reformado D. Thomas de Puga y Rojas» (1708). Biblioteca Nacional de España (Madrid, España).

Con la llegada de Felipe V, y a partir de su reinado, la Inquisición española se centró sobre todo en la censura y prohibición de libros. Esto no quiere decir que no se siguiesen realizando autos de fe, pero la importancia de ellos, así como el número de víctimas, decayó notablemente debido a la llegada de los monarcas de origen francés al trono hispánico. Así pues, y pese a su evidente decadencia, la Inquisición no fue tratando exclusivamente asuntos religiosos, sino que comenzó a abarcar asuntos de moralidad pública y censura de libros u obras de arte. Esto suponía la intromisión en la vida privada de los individuos de los territorios hispánicos más allá del aspecto meramente religioso.[3]

Felipe V estuvo casi la mitad del siglo XVIII reinando de una forma u otra, y fue a él a quién le tocó lidiar en la pugna de competencias con el Papa y la Iglesia Católica. Este siglo se caracterizó por una mayor independencia de las monarquías al respecto de Roma, y una de ellas fue precisamente la hispánica.[4] En esta ecuación entraba también el Santo Oficio, el cual miraba con recelo al nuevo monarca debido a la indiferencia de este hacia una institución que había vivido una época dorada, desde el punto de vista de la monarquía, con los Austrias. España, a pesar de ser una sociedad cerrada con respecto a otros países de Europa, estaba cambiando poco a poco y el pionero de ello fue precisamente Felipe V.

Sevilla en 1726, durante el reinado de Felipe V. Rijksmuseum (Ámsterdam, Países Bajos).

Durante su reinado, que se extiende durante casi 46 años, se celebraron 7 autos de fe en la ciudad de Sevilla, quizá la más popular de todas y donde la Inquisición tenía más arraigo, pero la mayoría de casos fueron relajaciones en estatua, reconciliados y penitenciados.[5] En el resto de territorios se llegaron a quemar, aproximadamente,[6] a entre 1600 y 1650 personas, a unas 760 en efigie y 9120 penitenciados, haciendo un total de unos 11.500 procesos que nos aportan una media de 35 quemados al año[7]. Cifras considerablemente inferiores a las de Felipe III, Felipe II o, sobre todo, Carlos I.

El rey Felipe V, a pesar de reinar durante casi medio siglo, no atacó directamente a la Inquisición en ningún momento. Fue, como se ha expuesto anteriormente, una relación de indiferencia y desidia hacia una institución que ni siquiera existía en Francia. De hecho, llegó a rechazar asistir a un auto de fe realizado en su honor y durante su reinado acabó definitivamente la persecución contra los conversos en 1720.[8] Felipe V es importante porque con él comienza un declive considerablemente más acelerado que con los Austrias, quienes estaban plenamente convencidos de la eficacia e importancia del Santo Oficio para lograr una ortodoxia social, política y religiosa.

BIBLIOGRAFÍA

[1] Henry Kamen. La Inquisición española (Barcelona 1979). p. 265.

[2] Fernando Peña Rambla. La Inquisición española en las Cortes de Cádiz (Castellón de la Plana 2016). pp. 20-22.

[3] Antonio Peñafiel Ramón. “Inquisición y moralidad pública en la España del siglo XVIII”, Revista de la Inquisición, 5 (1996). p. 293-295.

[4] Fernando Peña Rambla. La Inquisición española en las Cortes de Cádiz (Castellón de la Plana 2016). p. 27.

[5] José María Montero de Espinosa. Relación histórica de la judería de Sevilla (Sevilla 2009). pp. 123-153.

[6] Gran parte de la documentación sobre la Inquisición y sus autos de fe se perdió a lo largo del siglo XIX con la llegada de Napoleón Bonaparte, la Guerra de Independencia y la independencia de las colonias americanas.

[7] José María Montero de Espinosa. Relación histórica de la judería de Sevilla (Sevilla 2009). pp. 189-190.

[8] Henry Kamen. La Inquisición española (Barcelona 1979). p. 241.

La Inquisición española en tiempos de los Austrias

Los Austrias siempre se mantuvieron favorables al Santo Oficio e incluso, en parte, llegaron a fortalecerlo. Fueron conscientes de la importante herramienta político-religiosa que suponía un tribunal de estas características en el contexto histórico del que fueron partícipes. Bien es cierto que Carlos I, ajeno en un inicio, llegó a cuestionar las competencias de la Inquisición pero, finalmente, se valió de ella y la transformó como arma en su lucha contra el protestantismo. Felipe II cambió el foco hacia la lucha contra los moriscos en territorio nacional con el objetivo de lograr la unidad religioso-cultural en la península. Por su parte, Felipe III culminó la empresa de su padre expulsando definitivamente a los moriscos gracias a la importante herramienta que suponía la Inquisición. Pero, durante la época de los Austrias -mayores y menores-, el Tribunal estuvo fuertemente cuestionado a nivel social debido, sobre todo, a una constante mutación de los objetivos del mismo que atendía, en muchas ocasiones, más a principios económicos y sociales que religiosos. La corrupción de la Inquisición entre los siglos XVI y XVIII era algo palpable en la España del momento, y no fueron pocas las voces que se alzaron, tímidamente eso sí, contra los constantes atropellos y el holocausto que generó dicha institución.

  • CARLOS I

Con la muerte de Fernando el Católico, Carlos de Habsburgo, hijo de Juana y Felipe, accedió al trono de España en 1516. A pesar de su incontestable fe católica, el reinado de Carlos I estuvo marcado por constantes enfrentamientos con el Papa, así como con la propia Inquisición, a pesar de que su abuelo le pidiese en el testamento que conservase, por todos los medios, el Tribunal del Santo Oficio. Pero en cuanto el joven rey llegó a España, en las Cortes de febrero de 1518 en Valladolid, no fueron pocas las voces que le pidieron una importante reforma de la, por entonces, joven institución. La petición no consistía en la supresión del Tribunal sino en adecuarlo al derecho común y los sagrados cánones.[1] [2]

Carlos I, de acuerdo en un inicio con lo propuesto por una buena parte de los diputados de las Cortes, redactó una extensa y avanzada pragmática sanción en la que establecía unos derechos mínimos para los reos del Santo Oficio. Estas novedades incluían el traslado de los presos a cárceles abiertas en las que pudiesen recibir visitas, tener derecho a un letrado para la defensa, tener conocimiento de las acusaciones y los nombres de los denunciantes, asistir a misa, regular el uso del tormento o evitar la confiscación de bienes antes de ser juzgados. En definitiva, esta pragmática de Carlos I buscaba evitar los graves abusos ejercidos por la Inquisición hasta el momento y regularla en la medida de lo posible. Sin embargo, dicha pragmática nunca fue publicada, pues Adriano de Utrecht, inquisidor general y maestro del rey, llegó a persuadirlo para que evitase enemistarse con el clero y con el propio pueblo.[3] [4] Aunque no llegase a hacerse efectivo, este acto de Carlos I refleja que el rey no coincidía con los procedimientos inquisitoriales y muestra un primer rechazo oficial hacia el Tribunal del Santo Oficio.

Todo esto chocaba directamente con la posterior actuación de Carlos I a raíz de las Cortes de Zaragoza en mayo de 1518. Es bien sabido que en Aragón la Inquisición nunca fue plenamente aceptada debido a que los aragoneses ya conocían en qué consistía dicha institución. Por ello, a la llegada del rey a las Cortes de Zaragoza, los diputados aragoneses le propusieron prácticamente lo mismo que los castellanos respecto a la Inquisición. En este caso, Carlos firmó sin intención de aceptar, revocando casi inmediatamente su decisión. Pero Juan Prat, notario de las Cortes, envió la documentación a Roma para su aprobación, ante lo cual la Inquisición lo detuvo en cuanto las Cortes se disolvieron en 1519. El Papa León X, atento a lo ocurrido en Aragón, expidió tres breves cuyo objetivo era reformar la Inquisición en España, pero Carlos I se negó a aceptar dichos breves y los revocó. Los aragoneses, finalmente, aceptarían la liberación de Juan Prat, sin poder conseguir la reforma de la Inquisición. Esta misma situación se iría dando a lo largo de todo el reinado de Carlos I en las diferentes Cortes celebradas, sin llegar a conseguirse jamás la ansiada reforma.[5] [6]

Esto nos puede hacer pensar que el rey-emperador Carlos acabó asimilando el Santo Oficio a pesar de que un inicio pretendiese su reforma. La tutela de Adriano de Utrecht, inquisidor general y posteriormente Papa, influyó decisivamente en la opinión del rey, el cual vio en la Inquisición un instrumento sumamente útil. Carlos I lo que hace es darle un giro de 180 grados a la institución y enfocarla directamente a la lucha contra el protestantismo, abandonando casi al completo la fijación hacia los ya judeoconversos. Se inicia así una pugna entre el Papa Clemente VII y Carlos I con el objetivo de reivindicar, como cabeza visible y guía, la defensa del catolicismo en Europa.[7] Sin embargo, a pesar de que el rey era consciente de la utilidad de una herramienta como el Santo Oficio, también era consciente de que generaba numerosos recelos entre la población, tanto de Castilla como de Aragón. Así pues, tuvo que llegar a suspender la actividad de la institución entre 1535 y 1545 debido a las numerosas protestas que ese estaban sucediendo en la península.[8]

Carlos V a caballo en Mühlberg por Tiziano (1548). Museo Nacional del Prado (Madrid, España).

El giro de timón hacia el luteranismo, y otras formas de herejía como el erasmismo o los alumbrados, así como los problemas en las Cortes, no implicaron un descenso en la actividad inquisitorial durante el reinado de Carlos I. Tenemos constancia de la celebración de, al menos, ocho importantes autos de fe en la ciudad de Sevilla[9] en la que, como hemos dicho, se encontraba el tribunal más célebre y activo de todos. Aunque no tenemos datos exactos relativos a las víctimas de todos los tribunales de España durante el reinado de Carlos I, sí que tenemos una aproximación que se puede tener en cuenta. Así pues, entre 1516 y 1556, fueron quemados en España un total de 5290 personas, en efigie 2981 y penitenciados 52.321, haciendo un total de 60.592 casos de acusados bien por judaizantes, por protestantes o por heréticos.[10] Vemos, por tanto, que desde 1516 hasta 1556 el Tribunal de la Inquisición mantiene, e incluso aumenta, su actividad viviendo casi una época “dorada” en lo que a autos de fe, confiscaciones y víctimas se refiere. Se dice que Carlos I, ya retirado en Yuste, se lamentaba de no haber recortado y reformado las competencias de la Inquisición en su llegada a España en 1518.[11]

  • FELIPE II

Su hijo, Felipe II, reinó desde 1556 hasta su muerte en 1598. Estos años se conocen como los más oscuros de la Inquisición española, si Carlos I había dado un giro hacia la lucha contra los protestantes, Felipe II divide esta lucha dogmática en protestantes y moriscos, debido a la rebelión en las Alpujarras. Fue el soberano que más empeño puso en reforzar la Inquisición, pues la convirtió en uno de los más importantes brazos armados de sus territorios.[12]

Felipe II impuso un férreo e intransigente sistema de ideas y creencias a toda la sociedad hispánica cuyo brazo ejecutor fue el Santo Oficio. Para llevar a cabo todo este proceso centralista y ortodoxo, Felipe II y sus ministros iniciaron una serie de reformas en la Inquisición que perduraron hasta la desaparición de la misma en 1834. Lo primero que se hizo fue reformar el Consejo de la Inquisición, aumentando el número de consejeros de cinco a siete. En segundo lugar, se amplió el número de tribunales por todo el territorio, incluyendo América, haciendo especial hincapié en la vigilancia constante de la población; es la época de las denuncias entre particulares a través de los llamados “familiares” del Santo Oficio. También se reformó la hacienda de la Inquisición, haciendo que los diferentes tribunales percibieran ingresos de cada iglesia o colegiata, permitiendo así la autonomía económica de cada uno de ellos. Quizá lo más importante fue la redacción de las Instrucciones Nuevas por el inquisidor general Fernando de Valdés en 1561, las cuales permitieron poner la religión al servicio político de la monarquía hispánica.[13]

Pero, a pesar de tratarse de una época dorada para la Inquisición, estas reformas de Felipe II trajeron consigo una importante oposición el nuevo sistema por parte de la nobleza e, incluso, de las órdenes religiosas. Los moriscos fueron uno de los grupos más castigados debido a la Pragmática Sanción de 1567, la cual pretendía acabar con la identidad cultural y religiosa de los musulmanes conversos que quedaban en España. Las voces contra estos cambios no surgieron únicamente en el territorio nacional sino que en Europa también surgieron opiniones contrarias.[14]

La situación llegó a tal punto que religión y política se convirtieron en una causa única para Felipe II. Ejemplo de ello fue el envío del duque de Alba a Flandes en 1567 con el objetivo de pacificar la zona y acabar con la revuelta iconoclasta en la que los protestantes estaban saqueando iglesias católicas, dicha revuelta se desató debido a la negativa de Felipe II de permitir la libertad de culto. Concebida como una operación de castigo, el duque de Alba estableció el llamado “tribunal de la sangre” en los Países Bajos, el cual operaba como se del Santo Oficio se tratase, llegando a procesar a casi 12.000 personas y ejecutar a más de un millar.[15]

Auto de fe en Valladolid, 1558. Rijksmuseum (Ámsterdam, Países Bajos).

A pesar de la fuerte convicción religiosa de Felipe II y de la reforma inquisitorial gracias a las Instrucciones Nuevas de Fernando de Valdés, durante los 42 años de reinado se nota un importante descenso respecto a las víctimas procesadas por el Santo Oficio. En la ciudad de Sevilla tenemos constancia de un total de 21 autos de fe en los que murieron, aproximadamente, unas 150 personas.[16] Si cambiamos la perspectiva hacia todo el territorio, incluyendo las colonias, hablaríamos de de 5048 quemados, 2524 quemados en efigie y 26.240 penitenciados, haciendo un total de 33.812 procesos durante el reinado de Felipe II, la mayoría de ellos por protestantes o moriscos.[17] Estos datos nos indican que, a pesar de vivir una época dorada a nivel institucional, la Inquisición española había comenzado un lento descenso que se acusaría, sobre todo, con la llegada de Felipe V en el año 1700.

  • FELIPE III

El reinado de Felipe III, en términos inquisitoriales, es bastante menos prolífico que el de su abuelo o su padre. De hecho, el gobierno del joven rey estuvo únicamente marcado, respecto a lo que nos interesa en este estudio, por una reforma general de todos los consejos -incluyendo el de la Inquisición, con la introducción a perpetuidad de un miembro de la Orden de Santo Domingo en él- y por la expulsión de los moriscos.[18]

Antes comentábamos que con Carlos I se abandonó, en parte, la persecución de los judeoconversos para centrarse en los protestantes. Su hijo, Felipe II, seguiría centrado en la lucha contra los herejes protestantes y se enfocaría también en los moriscos a raíz de la Rebelión de las Alpujarras. Con Felipe III se pondrá fin al problema morisco con la expulsión de los mismos en 1609. Los musulmanes en España fueron una de las comunidades más castigadas debido a los bautizos apresurados y en masa a finales del siglo XV, aunque no fueron en ningún momento tan perseguidos como los judíos. Una vez estuvo solucionado el “problema judeoconverso”, la atención se centró en estos moriscos, que corrieron la misma suerte que los judíos de 1492 debido a que su población aumentaba porcentualmente más que la cristiana. De la Península Ibérica se expulsó, prácticamente, a la totalidad de la población morisca, haciendo que la economía de ciudades como Valencia, Zaragoza o Toledo perdiesen tanta población que se sumieron en una verdadera ruina productiva y económica. Esto no sólo afectó a la economía de las ciudades sino también a la propia Inquisición, cuyos tribunales de Valencia y Zaragoza entraron en bancarrota al no encontrar bienes que confiscar en los procesos; no había, literalmente, a quién denunciar.[19]

Felipe III por Juan Pantoja de la Cruz (Siglo XVII). Museo Nacional del Prado (Madrid, España).

Durante el reinado de Felipe III hubo alrededor de 9 autos de fe en la ciudad de Sevilla, pero no se sabe con exactitud debido a la poca importancia de algunos de ellos y a la destrucción de gran parte de los archivos de la Inquisición durante el siglo XIX.[20] En todo el territorio, murieron en la hoguera aproximadamente un total de 1840 personas, se quemaron 1036 en estatua y hubo alrededor de 13.238 penitenciados en toda España, haciendo un cómputo global de 16.124 procesos durante los 23 años de reinado de Felipe III. Estos datos reflejan un importante descenso de la actividad del Santo Oficio, pues calculamos unos 80 quemados al año, dato inferior al de su padre Felipe II con 120 quemados al año o al de su abuelo, Carlos I, con 132 quemados al año.[21][22] Dicho descenso tiene su explicación; la Inquisición estaba realizando su trabajo y cada vez quedaban menos “herejes” en territorio español. Pero también tiene su contrapartida; los tribunales recibían menos ingresos en materia de confiscación de bienes, reduciendo así su potencial económico y humano. Con la muerte de Felipe III había comenzado, pues, la larga agonía de la Inquisición.

  • FELIPE IV y CARLOS II

Los reinados de Felipe IV y Carlos II pueden considerarse más bien estériles en relación al Santo Oficio. Hubo un importante giro en la fijación de la institución, que ahora comenzaría a mirar hacia los intelectuales, los cuales debían buscar protección en clérigos y nobles afines, haciendo que su número se redujera considerablemente en los territorios hispánicos y que la revolución científica llegase con sumo retraso. La totalidad del siglo XVII fue un período dominado por la escolástica y la superstición. Muchos intelectuales que no encontraron protección tuvieron que exiliarse a otros países en los que la Inquisición únicamente era un vago recuerdo del medievo y no una realidad contemporánea a ellos mismos. Para hacernos una idea, y a modo de ejemplo, en la enseñanza, disciplinas como la dialéctica, las matemáticas o las lenguas orientales estaban prohibidas en los territorios españoles.

BIBLIOGRAFÍA


[1] Juan Antonio Llorente. Memoria Histórica sobre qual ha sido la opinión nacional de España acerca del Tribunal de la Inquisición (Valladolid 2002). pp. 156-158.

[2] José Martínez Millán. La Inquisición española (Madrid 2009). pp. 94-96.

[3] Henry Kamen. La Inquisición española (Barcelona 1979). pp. 69-70.

[4] Juan Antonio Llorente. Memoria Histórica sobre qual ha sido la opinión nacional de España acerca del Tribunal de la Inquisición (Valladolid 2002). pp. 160-184.

[5] Juan Antonio Llorente. Memoria Histórica sobre qual ha sido la opinión nacional de España acerca del Tribunal de la Inquisición (Valladolid 2002). pp. 195-244.

[6] Henry Kamen. La Inquisición española (Barcelona 1979). pp. 71-73.

[7] José Martínez Millán. La Inquisición española (Madrid 2009). pp. 97-102.

[8] Fernando Peña Rambla. La Inquisición en las Cortes de Cádiz (Castellón de la Plana 2016). p. 82.

[9] José María Montero de Espinosa. Relación histórica de la judería de Sevilla (Sevilla 2009). pp. 72-86.

[10] José María Montero de Espinosa. Relación histórica de la judería de Sevilla (Sevilla 2009). pp. 185-187.

[11] Juan Antonio Llorente. Memoria Histórica sobre qual ha sido la opinión nacional de España acerca del Tribunal de la Inquisición (Valladolid 2002). p. 247.

[12] Antonio Domínguez Ortiz. Autos de la Inquisición de Sevilla (Sevilla 1994). p. 77.

[13] José Martínez Millán. La Inquisición española (Madrid 2009). pp. 124-132.

[14] José Martínez Millán. La Inquisición española (Madrid 2009). pp. 144-153.

[15] Jesús Villanueva López. “El tribunal de la sangre”, Historia National Geographic, 157 (enero de 2017). pp. 86-102.

[16] José María Montero de Espinosa. Relación histórica de la judería de Sevilla (Sevilla 2009). pp. 86-91.

[17] José María Montero de Espinosa. Relación histórica de la judería de Sevilla (Sevilla 2009). p. 187.

[18] José Martínez Millán. La Inquisición española (Madrid 2009). pp. 154-160.

[19] Henry Kamen. La Inquisición española (Barcelona 1979). pp. 117-127.

[20] Antonio Domínguez Ortiz. Autos de la Inquisición de Sevilla (Sevilla 1994). pp. 77-79.

[21] José María Montero de Espinosa. Relación histórica de la judería de Sevilla (Sevilla 2009). pp. 187-188.

[22] José Martínez Millán. La Inquisición española (Madrid 2009). pp. 300-301.

[LIBRO] Imperio: De los tercios españoles a la América hispánica

DATOS
Autor: María Fidalgo Casares / Augusto Ferrer-Dalmau
Nº de páginas: 136.
Editorial: Espasa.
Año de publicación: 2019.
Ediciones: 1 hasta la fecha.
Lugar de impresión: Barcelona (España)
ISBN: 978-84-493-1227-4.
Depósito legal: B. 34.199-2019.

La historia del Imperio español ha estado, y sigue estando, llena de claroscuros entre la comunidad científica. Los hispanistas extranjeros dominaron, durante un gran período de tiempo, las diferentes perspectivas desde las que se enfocó absolutamente toda la Historia de España y, por ende, de la época imperial. Entre ellos podemos destacar a renombrados autores como Henry Kamen, Stanley G. Payne, Paul Preston, Hugh Thomas, John H. Elliott, entre muchos otros.

Sin embargo, y lo cual es síntoma de buena salud en la comunidad historiográfica española, cada vez van sonando más voces y se leen más estudios por parte de hispanistas españoles que buscan, desde una perspectiva objetiva, poner en valor la Historia de España que, en concreto, cuenta con dos momentos que pueden generar cierta polémica: el Imperio (1492-1898) y la Guerra Civil (1936-1939), con sus consecuencias.

El presente libro es, sin duda, una pequeña joya para cualquier persona que tenga interés en la temática. El objeto del mismo es realizar un recorrido de la historia del Imperio español a través de las obras de Augusto Ferrer-Dalmau Nieto (Barcelona, 1964), desde el reinado de los Reyes Católicos hasta la Guerra de Independencia de Estados Unidos. El texto corre a cargo de María Fidalgo Casares, Doctora en Historia por la Universidad de Sevilla y Miembro de la Academia Andaluza de la Historia.

Se trata de un texto de amena lectura, dado a que el lenguaje empleado es directo y entendible, pudiendo abarcar con el mismo a un amplio público. Además, en muchas de sus páginas se encuentran las obras de Ferrer-Dalmau a todo color, gran resolución y gran tamaño, sirviendo para ilustrar perfectamente el texto de Fidalgo Casares. Sus 136 páginas, incluyendo la bibliografía, hacen que se trate de una lectura de fácil digestión.

Uno de los puntos fuertes del libro, amén de los espectaculares trabajos de Ferrer-Dalmau, radica en que la autora no da, prácticamente, nada por sabido, por lo que, como dije antes, se abre a un amplio público que o bien no sabe demasiado sobre Historia Moderna de España, o bien pretende iniciarse o refrescarse con el mismo.

El análisis, como no puede ser de otra forma, es superficial, dado que la extensión del libro no puede abarcar mucho más. Por otro lado, existen en el mismo algunas teorías o puntos de vista cuestionables, destacando entre ellos la «dulcificación» de la Inquisición española; que, aunque fue más un instrumento de control social, no podemos negarle tampoco la excesiva virulencia contra judíos, criptojudíos o o conversos, así como el evidente retraso que supuso la misma en determinados campos.

Por otro lado, sí que resulta muy interesante el tratamiento que realiza acerca de la Conquista de América, dado que explica qué hizo y qué zona se desarrolló cada conquistador, así como la evidente puesta en valor acerca de los pueblos precolombinos. Por desgracia, se le dedican pocas páginas a la misma, siendo uno de los pasajes más interesantes de la obra, la cual se centra, puede que demasiado, en las guerras religiosas en Europa.

Se trata de un libro recomendable para cualquier persona interesada en este período de la Historia de España, teniendo en cuenta que la misma ha de estar medianamente receptiva a la obra y el tono de la misma. Es destacable la bibliografía que se incluye al final, entre la que se encuentran autores como Benassar, Payne, Kamen o editoriales como Desperta Ferro.

Valoración: 4/5.

Orígenes y creación de la Inquisición española

  • ORIGEN

El enlace entre Isabel de Castilla y Fernando de Aragón no trajo consigo en el futuro la unión de facto de ambos reinos, pero sí que propició el impulso de políticas comunes en sus territorios, como es el caso de la instauración de la nueva Inquisición. Es cierto que para el momento en el que Isabel I y Fernando II suben al trono, la Inquisición establecida en Aragón apenas contaba ya con fuerza o crédito por parte de la población, la cual había pasado página respecto a una institución que languidecía irremediablemente como en el resto de Europa.

Sin embargo, la situación de los judíos en la Península, concretamente en Castilla, se tornaba un tanto delicada desde mediados del siglo XIV. Al margen del tradicional rechazo hacia los judíos debido a las enseñanzas bíblicas o la usura, un primer testimonio respecto a dicha tensión entre cristianos y judíos lo encontramos en el asalto a la judería de Sevilla en el año 1354 debido a una supuesta blasfemia de un grupo de judíos de la ciudad con una hostia consagrada. El episodio del contador mayor de Enrique II, Juçaf Picho, no ayudó tampoco en demasía a la imagen del judío en Castilla debido a su condena a la pena capital por malversación de fondos en 1379.

Pero, quizá, el momento más tenso antes del establecimiento de la Inquisición en Castilla se dio en la villa de Écija en 1391. El arcediano de Écija, Fernando Martínez, comenzó a predicar contra los judíos debido a unos supuestos enfrentamientos entre cristianos y judíos. Dichas declaraciones originaron un duro levantamiento contra los judíos en la provincia de Sevilla el día 6 de junio, el cual se saldó con el saqueo de la judería, la ocupación de tres sinagogas de la ciudad, la conversión de una buena parte de la comunidad y la muerte de cientos de judíos, a pesar de que los diferentes autores no se ponen de acuerdo con las cifras exactas. 

Este panorama de conversiones forzosas y persecución, con la provincia de Sevilla como núcleo principal, agravó más que solucionó el “problema judío”, pues una gran parte de los mismos, reacios a adoptar la nueva fe impuesta por las autoridades cristianas, continuaron profesando su antigua religión en la intimidad o reuniones secretas, conociéndose dicho fenómeno como criptojudaísmo. El problema social y religioso fue a más, y derivó finalmente con el apartamiento de los judíos en Sevilla en el año 1478.

Sin embargo, no todo lo relativo a los judíos en Castilla se reducía a un asunto de índole religiosa, sino que bajo este pretexto se escondían realmente motivos políticos, económicos y sociales. A finales del siglo XV en Castilla y Aragón, un 1,65% del total de la población pertenecía a la nobleza o el clero, que controlaban el 97% del territorio de ambos reinos, con todo el poder político y económico que ello implica. No sólo controlaban territorio sino que también ejercían importantes cargos dentro de la administración de los Reyes Católicos. 

En todos estos preliminares de la Inquisición “nueva” los judíos juegan un importantísimo papel, y es que sin el “problema judío” quizá nunca hubiese existido una Inquisición posterior durante casi cuatro siglos. Los judíos de la Península Ibérica desempeñaban, desde el siglo XIII, oficios de mercaderes, médicos, científicos y escritores, haciendo que muchos de ellos lograsen un importante poder económico, sobre todo en el caso de aquellos que se dedicaban al comercio o la recaudación de impuestos para la corona. Esto propició que se creara una primigenia clase media monopolizada prácticamente por los judíos, a la cual los cristianos “viejos” miraban con celo, pues temían que muchos de ellos, al convertirse al cristianismo, acabaran por arrebatarles el poder al mezclarse con familias nobiliarias en apuros económicos, logrando así subir en el escalafón social e introducirse en la administración. De hecho, como bien apuntó Antonio Domínguez Ortiz,  los posteriores procesos contra judaizantes realizados por la Inquisición española fueron los más frecuentes ya que eran los únicos que dejaban dinero al Tribunal debido a la confiscación de bienes, demostrando así que, al margen del asunto religioso, tras la Inquisición existían también importantes intereses económicos.

  • ESTABLECIMIENTO DEL SANTO OFICIO

Inicialmente, Isabel y Fernando no eran partidarios de establecer la Inquisición en Castilla. De hecho, como comentamos anteriormente, esta languidecía lentamente en Aragón, por lo que no existían planes de continuar con ella ni en Aragón ni de introducirla en Castilla a pesar de los sucesos del siglo XIV. Esta situación dio un giro de 180 grados a raíz de una visita de los reyes a la ciudad de Sevilla, la cual usaremos de ejemplo durante el estudio debido al arraigo y la importancia de la Inquisición en la capital hispalense. En dicha visita, acaecida en el año 1477, clérigos y frailes de la ciudad, entre los que destacó Fray Alonso de Ojeda, informaron a los Reyes Católicos sobre el problema que existía en la ciudad entre cristianos y judíos a pesar, incluso, de las paulatinas conversiones que se fueron sucediendo años atrás. Dichos testimonios calaron profundamente en la opinión de los reyes, que pudieron ver a pie de calle el clima de tensión que se vivía en Sevilla entre los dos grupos religiosos. Atendiendo pues a las súplicas del clero, los reyes acabaron por solicitar una bula inquisitorial al Papa Sixto IV.

Sepulcro de los Reyes Católicos (Granada, España).

Estos acontecimientos se saldaron con la promulgación de la bula de 1 de noviembre de 1478 Exigit sincerae devotionis affectus por Sixto IV, en la cual se reflejaba el nombramiento de dos o tres inquisidores eclesiásticos. Además, a la corona se le otorgaba poder para nombrar y destituir inquisidores, siendo esto una total novedad en el momento, haciendo que la Inquisición no sólo fuese un arma religiosa sino también política.   El privilegio otorgado por el Papa era perpetuo, es decir, no tenía fecha de finalización y únicamente podía ser anulado con otra bula papal.

Los primeros inquisidores fueron Juan de San Martín y Miguel Morillo -al contrario de la creencia popular de que el primer inquisidor fue Tomás de Torquemada- estableciéndose el primer tribunal en la ciudad de Sevilla a finales de 1480 con el objetivo de asegurar la unidad religiosa y combatir la heterodoxia.  

En Sevilla, el establecimiento de la Inquisición resultó tremendamente traumático tanto para los grupos afectados como para las instituciones, incluyendo la corona y Roma. Los judíos que vivían en la ciudad, apartados desde 1478, vieron como poco a poco se fueron ocupando las sinagogas que existían en la ciudad, obligándolos a realizar sus actos religiosos en secreto. La ciudad se dividió en dos bandos, aquellos que estaban a favor de la Inquisición y quienes estaban en contra. Los contrarios llegaron incluso a confabular con el fin de iniciar una revuelta que tumbase la nueva institución, pero finalmente fueron desarticulados antes de comenzar. Esto motivó que se generase una persecución total contra los judíos y, ante dicho panorama, muchos de ellos -alrededor de cuatro mil según Hernando del Pulgar- optaron por el exilio de la ciudad. 

El 6 de febrero de 1481, en Sevilla, se celebró el primer auto de fe de la nueva Inquisición. Debido a la pérdida de la mayoría de documentación relativa al Tribunal del Santo Oficio, a día de hoy no tenemos toda la información deseable sobre autos de fe y otros aspectos, pero basándonos en la información recopilada por diferentes autores podemos establecer una aproximación respecto a este primer, e importante, auto de fe. Juan de Mariana estimó que en este primer auto de fe se delataron a más de 17.000 personas, de las cuales murieron en la hoguera unas 2000; un cálculo excesivo que no se correspondería en absoluto con el número de judíos existentes en la ciudad de Sevilla a finales del siglo XV. Pero teniendo en cuenta que al año siguiente únicamente murieron unos 90 reos en la hoguera podemos asegurar que las estimaciones de Mariana en su Historia de España son muy exageradas y, con toda probabilidad, hablemos de centenares relajados y no de millares.

La ciudad de Sevilla alrededor del siglo XVI. Museo de América (Madrid, España).

Lo que sí es cierto es que este primer auto de fe, con la ciudad de Sevilla como protagonista, desató el terror y originó persecuciones que se saldaron con la muerte de un gran número de judíos. Este descontrol motivó que el Papa revocase en 1482 el privilegio concedido a los Reyes Católicos y fuese él mismo quien nombrase nuevos inquisidores. Sin embargo, al año siguiente el rey Fernando consiguió que el Papa redactase una nueva bula restableciendo los privilegios originales a los reyes de Castilla y Aragón, siendo este el primer paso de la independencia de la Inquisición española respecto a la Santa Sede. 

Debido a la intransigencia del tribunal sevillano, comenzaron pronto a surgir voces contra la Inquisición, tanto de judeoconversos como de algunos cristianos viejos debido, sobre todo, al miedo por la arbitrariedad con la que actuaba el Santo Oficio. Ejemplo de ello son los episodios ocurridos en Valencia, Teruel y Zaragoza. Importantes fueron también los casos en Cataluña, Mallorca, Cerdeña, Sicilia o Nápoles, lugares en los que fue muy complicado introducir la Inquisición o en los que, directamente, fue imposible de establecer. El principal argumento esgrimido fue que los procedimientos del Tribunal del Santo Oficio iban en contra de las Sagradas Escrituras pero, realmente, el problema residía en que únicamente alrededor del 40% de las familias españolas de la época estaban seguras de no tener una sola gota de sangre judía en sus venas, por lo que el 60% restante o bien eran de origen hebreo o estaban emparentados con algún judío o judía. Estos datos, de cara a la presente tesis, nos demuestran que en España la Inquisición nunca fue plenamente aceptada por la población sino que una gran parte de los españoles de entre los siglos XV y XIX tuvieron simplemente que aprender a convivir con ella, les gustase o no. Por lo tanto, no es descabellado que pocos años después de la muerte de Fernando el Católico comenzase el lento declive del Santo Oficio hasta su extinción en la primera mitad del siglo XIX. 

Al margen de la situación social generada por la Inquisición en Sevilla -y extrapolable a otras ciudades de los reinos de Castilla y Aragón-, la nueva institución creada por Sixto IV tomó forma gracias a las instrucciones del Santo Oficio dictadas en 1484 en Sevilla por Tomás de Torquemada, célebre inquisidor general, con el objetivo de que todos los inquisidores actuasen al unísono en el ejercicio de sus funciones. Dichas instrucciones convirtieron a la Inquisición en la organización más estable de la historia de España, con una norma que duró casi cuatro siglos.

Tomás de Torquemada, Inquisidor General entre los años 1483 y 1498.

Estas instrucciones de Torquemada se complementaron con la formación sobre el año 1488 del Consejo de la Suprema y General Inquisición, presidido por el inquisidor general, el cual estaba auxiliado por el resto de integrantes. Bajo la tutela de dicho Consejo se encontraban todos los tribunales esparcidos por los reinos de Castilla y Aragón. Tenía jurisdicción temporal y, a la muerte de Isabel I, se dividió en dos: uno para Aragón y otro para Castilla.   El inquisidor general poseía jurisdicción eclesiástica privativa, es decir, poseía jurisdicción propia apostólica, en la que el rey quedaba al margen a pesar de que era el propio monarca el que elegía al inquisidor general. Precisamente, ese mismo año, según Andrés Bernáldez, se quemaron en la ciudad de Sevilla a más de 700 personas y se reconciliaron en torno 5000, lo que nos revela que el aparato de la Inquisición española estaba funcionando a pleno rendimiento con menos de una década de vida.

Una vez fundado el Consejo de la Suprema y General Inquisición se procedió a establecer los tribunales, inicialmente itinerantes, que se fueron repartiendo poco a poco por todo el territorio. Estuvieron organizados, hasta 1492, respecto a las circunscripciones diocesanas, y posteriormente acabarían agrupando a varias diócesis. 

A pesar de la persecución a la que estaban sometidos los judíos, esta comunidad resultaba sumamente rentable a la corona, pues sus miembros estaban obligados a pagar un buen número de tributos fiscales. Sin embargo, la situación llegó a tal extremo -la ciudad de Sevilla era un verdadero hervidero-, que en 1483 se redactó un edicto de expulsión de los judíos de Andalucía. A este edicto le siguió los famosos edictos de 31 de marzo de 1492 -uno para Aragón y otro para Castilla- en los que se decretaba la expulsión de los judíos de los territorios de los reinos de Castilla y Aragón, con carácter definitivo, sin excepciones y con un plazo máximo de cuatro meses. Esto no es más que la conclusión de una persecución total hacia la comunidad judía desde finales del siglo XIV, atendiendo más a motivos económicos por parte de la nobleza que, verdaderamente, religiosos, con la nueva Inquisición como telón de fondo. El texto relativo a las coronas de Castilla y Aragón, llamado Edicto de Granada, decía tal que así: “Nosotros ordenamos además en este edicto que los Judíos y Judías cualquiera edad que residan en nuestros dominios o territorios que partan con sus hijos e hijas, sirvientes y familiares pequeños o grandes de todas las edades al fin de Julio de este año y que no se atrevan a regresar a nuestras tierras y que no tomen un paso adelante a traspasar de la manera que si algún Judío que no acepte este edicto si acaso es encontrado en estos dominios o regresa será culpado a muerte y confiscación de sus bienes.”  

Edicto de Granada (1492).

A raíz de estos hechos, muchos judíos comenzaron a marcharse precipitadamente de la Península Ibérica. Los datos relativos al número de personas que abandonaron el territorio no es, a día de hoy, del todo claro, pero se puede llegar a la estimación de que fueron entre 165.000 y 400.000 judíos aquellos que decidieron exiliarse, aunque hay autores que estiman la cifra en cerca de 800.000 personas.  Un testimonio de la época es la célebre carta de Chamorro, llamado príncipe de los judíos en España, a los judíos de Constantinopla, en la que decía lo siguiente: “Judíos honrados, salud i gracia: Sepades que el rei de España por pregon público nos hace volver cristianos i nos quiere quitar las haciendas i nos quita las vidas, i nos destruye nuestras sinagogas, i nos hace otras vejaciones, las cuales nos tienen confusos é inciertos de lo que debemos hacer. Por la lei de Moisen os rogamos i suplicamos tengais por bien de hacer ayuntamiento é inviarnos con toda brevedad la deliberacion que en ello habeis hecho.”

Comenzó así, por tanto, un episodio de conversiones apresuradas y forzosas entre aquellos que se querían quedar o, bien, no podían salir del territorio. Llegó incluso a existir tráfico de personas con aquellos judíos que quisieron abandonar la península. A pesar de que, como comentábamos anteriormente, no existen datos totales sobre el número de personas que abandonaron los reinos de Castilla y Aragón, sí que tenemos certeza de que la expulsión de los judíos causó graves problemas económicos en ambas coronas y que borró de un plumazo una buena parte de la clase media urbana, originando que muchos -clero, nobleza, corona- se quedasen con las propiedades y patrimonio de aquellos obligados al exilio. Como dijo el filósofo Julián Marías “la historia de España en los siglos XVI y XVII comprende un largo catálogo de errores, uno de ellos fue la confusión entre la fe religiosa y los usos sociales” y la expulsión de los judíos en 1492 no fue más que el inicio. 

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