Biografía de Pablo Ruiz Picasso: vida, amores y claroscuros de un genio

Nacer mirando al Mar Mediterráneo: la infancia malagueña de un prodigio

Pablo Ruiz Picasso vino al mundo en Málaga, en el otoño de 1881, en una ciudad que vivía de espaldas y, al mismo tiempo, rendida al Mediterráneo. No nació en un entorno bohemio ni marginal, sino en una familia acomodada, con un nivel cultural elevado y una sensibilidad hacia las artes poco común para la España de finales del siglo XIX. Su padre, José Ruiz Blasco, era profesor de dibujo en la Escuela de Bellas Artes y, además, conservador del Museo de Bellas Artes de la ciudad. Es decir, el pequeño Pablo creció literalmente rodeado de cuadros, láminas, yesos y pinceles. La pintura no fue algo que él eligiera un buen día, fue el lenguaje en el que se hablaba en su casa.

Málaga a finales del siglo XIX.

La figura de su madre, María Picasso, durante décadas pasó casi de puntillas por la historiografía, como si no hubiera tenido un papel relevante en la vida del artista. Sin embargo, a poco que uno repasa testimonios y reconstrucciones biográficas, resulta evidente que su presencia fue decisiva: fue ella quien sostuvo emocionalmente al niño de salud delicada, quien le dio una fe casi supersticiosa en sí mismo, quien le repetía que si alguna vez fuera soldado, llegaría a general, y si fuera cura, terminaría siendo Papa. El propio Pablo, ya convertido en “Picasso”, recordó siempre esa mezcla de ternura y determinación que caracterizó a su madre, una fuerza silenciosa que lo acompañó incluso cuando él renegó de su tierra natal.

La Málaga que conoció en su infancia no era una postal turística, sino una ciudad en la que todavía convivían los ecos del pasado decimonónico con los primeros síntomas de modernidad. En ese escenario, hubo un espectáculo que marcó de forma indeleble al niño: los toros. De la mano de su padre empezó a acudir a la plaza de La Malagueta, donde el ritual taurino, con su solemnidad, su violencia y su teatralidad, se le quedó grabado para siempre. No solo como tema iconográfico —que aparecerá una y otra vez a lo largo de toda su obra, desde dibujos infantiles hasta grabados tardíos—, sino como una forma particular de entender la vida: una mezcla de belleza, sangre, riesgo y muerte que encajaría muy bien con su propia biografía.

No es casual que uno de sus primeros cuadros importantes, El picador amarillo (1890), esté directamente ligado a ese universo taurino. A través de ese lienzo podemos ver al adolescente que observa, fascinado, el espectáculo desde la grada, y al mismo tiempo al futuro artista que comprende que la arena del ruedo es un escenario perfecto para narrar la condición humana. En esa mezcla de tradición andaluza, educación académica y sensibilidad precoz se fragua la base de lo que será Picasso: un hombre atravesado por la luz mediterránea, pero condenado a vivir casi toda su vida lejos de su tierra.

El Picador Amarillo (1890).

La falsa seguridad de aquellos primeros años se resquebrajó pronto. La destitución de su padre como conservador del Museo en 1888 fue un golpe económico y social para la familia. De pronto, la cómoda vida malagueña se volvió insostenible. José Ruiz, orgulloso y pragmático, pidió un traslado a La Coruña como profesor de la Escuela de Bellas Artes, y tras varios trámites, en 1891 los Ruiz Picasso abandonaban Málaga. El niño que había aprendido a medir el mundo por la intensidad de la luz mediterránea tendría que empezar a entenderlo también en tonos fríos y húmedos.

Del Atlántico a la tragedia: A Coruña, la disciplina y la muerte de Conchita

La Coruña fue el primer gran cambio de escenario en la vida de Pablo. Pasó de la claridad andaluza al clima atlántico, de una ciudad de toros y puerto a una urbe más discreta, con lluvias pertinaces y un horizonte distinto. Para la familia, el traslado supuso cierta seguridad económica, pero también aislamiento y nostalgia. Para el joven Picasso, en cambio, significó una etapa de formación rigurosa y de consolidación de su talento.

En la Escuela de Bellas Artes, bajo la mirada de su padre, empezó a manejar con soltura el dibujo académico, el estudio del desnudo, la copia de modelos clásicos. José, consciente de que su hijo lo superaba con creces, optó por una mezcla de orgullo paternal y exigencia profesional: lo animó, pero también lo sometió a disciplina. En las tardes gallegas de luz oblicua, Pablo llenaba cuadernos con apuntes de la calle, caricaturas, escenas cotidianas y paisajes urbanos. No era todavía el revolucionario que dinamitaría el arte del siglo XX, pero sí un adolescente que aprendía a mirar el mundo con voracidad.

Sin embargo, esta etapa coruñesa quedó marcada por una tragedia que lo atravesó para siempre. En 1895, su hermana pequeña Concepción, ‘Conchita’, enfermó de difteria y murió con apenas siete años. La familia entera se sumió en un duelo del que nunca se recuperaría del todo. Para Picasso, que tenía entonces catorce años, la muerte de Conchita supuso el descubrimiento brutal de la fragilidad. Esa experiencia temprana de pérdida acompañará, como un eco, muchas de sus representaciones de la maternidad, la infancia y el dolor.

Pablo y Concepción «Conchita» Picasso en 1888.

Es significativo que, años después, cuando ya era un artista de renombre, recordara A Coruña no solo como el lugar donde se formó académicamente, sino como el espacio en el que se cruzaron, por primera vez, la disciplina del dibujo y la conciencia de la muerte. Esa combinación de rigor y herida interna sería una constante en su vida: cuanto más se desbordaba emocionalmente, más disciplinado se mostraba ante el lienzo.

La pérdida de Conchita, unida al deseo de su padre de mejorar la posición profesional, motivó un nuevo cambio de ciudad. José obtuvo una cátedra en la Escuela de Bellas Artes de Barcelona y, con ella, la promesa de una vida más cercana a la modernidad que empezaba a agitar Europa. La familia volvió a hacer las maletas. El adolescente que llegaba a la Ciudad Condal ya no era el niño de La Malagueta, sino un joven que había conocido el duelo, la responsabilidad y la exigencia.

Barcelona: cafés, modernismo y el estreno de un joven genio del arte

La llegada a Barcelona supuso para Picasso una auténtica explosión de posibilidades. La ciudad, en plena efervescencia modernista, era un hervidero de arquitectos, escritores, músicos y pintores que buscaban sacudirse de encima la pesada herencia del academicismo. El ambiente estaba electrificado: la construcción de nuevos edificios, los cafés literarios, las tertulias en las que se discutía desde política internacional hasta simbolismo poético, creaban un campo de cultivo incomparable para un joven de talento desmedido.

Su entrada en la Escuela de Bellas Artes de la Llotja fue casi una anécdota: superó el examen de acceso en tiempo récord, demostrando una destreza que dejó atónitos a los evaluadores. Allí se familiarizó con las exigencias oficiales de la pintura, pero muy pronto empezó a sentir que la verdadera vida estaba en otra parte: en los cafés, en las tabernas, en las charlas interminables con otros jóvenes artistas y agitadores. Els Quatre Gats se convirtió en su segundo hogar, un espacio donde se exponían obras, se organizaban recitales y se discutía de todo.

Las Ramblas de Barcelona, en 1900.

Entre 1895 y 1900, Picasso produjo una obra sorprendentemente madura para su edad. Cuadros como La primera comunión o Ciencia y caridad muestran a un pintor capaz de manejar la composición, el claroscuro y la anatomía con una seguridad insultante. Parecía que había nacido sabiendo pintar “bien”. Pero precisamente esa capacidad, que en otro contexto lo habría convertido en un académico respetable, hacía que la pintura convencional se le quedara corta. Lo que en los demás era meta, en él era apenas punto de partida.

Ciencia y Caridad, 1897.

Barcelona fue también el escenario de sus primeras exposiciones, de los primeros elogios y de las primeras críticas. Allí empezó a intuir que, si se quedaba en España, su carrera quedaría atrapada entre encargos conservadores y un mercado artístico estrecho. Su breve estancia en Madrid, donde se matriculó en la Academia de San Fernando, no hizo más que confirmar esa sospecha: el ambiente le pareció anacrónico, rígido y poco receptivo a la innovación. Decidió, casi intuitivamente, que su lugar no estaba ahí.

Picasso, en torno a 1900.

En paralelo, España vivía una crisis profunda. La pérdida de las últimas colonias en 1898, el clima social tenso, la conflictividad obrera y los primeros estallidos como la Semana Trágica de Barcelona en 1909 hacían que el país pareciera un barco a la deriva. Picasso, que no se consideraba un intelectual político en estos años, sí percibía, en cambio, una sensación de atraso estructural. Fue gestándose en él una mezcla de desafección y tristeza hacia su país natal que, con el tiempo, lo llevaría a tomar distancia casi total de la vida cultural española.

En ese contexto, París se le presentó como una promesa de libertad. No tanto por idealismo, sino por pura necesidad vital. Tenía claro que si quería crecer, tenía que marcharse.

Reinventarse en París: bohemia, Casagemas y la sombra azul

Entre 1899 y 1904, Picasso se movió a caballo entre Barcelona y París como un funambulista que tantea la cuerda antes de cruzarla del todo. Los primeros viajes a la capital francesa le permitieron entrar en contacto directo con el ambiente que hasta entonces solo conocía por referencias: el eco de Lautrec, la influencia de Van Gogh y Gauguin, el bullicio de Montmartre, los cabarets, los burdeles, el bullicio nocturno. La ciudad era, todavía, la capital mundial del arte.

En esos años conoció íntimamente la bohemia, no como estampa romántica, sino como una forma dura de supervivencia. Vivía en habitaciones miserables, compartía espacios con otros artistas igual de pobres pero igual de decididos, frecuentaba cafés donde la cuenta se pagaba tarde y mal, y visitaba burdeles tanto por deseo como por curiosidad antropológica. Allí, en medio de un París marginal, se hizo asiduo a un universo femenino complejo, en el que la mujer era objeto de deseo, modelo, compañía, pero también víctima de una sociedad que la relegaba a los márgenes. Esa experiencia, lejos de ser decorativa, marcaría profundamente su manera de mirar el cuerpo y el rostro femeninos.

El punto de inflexión llegó con el suicidio de su amigo íntimo Carlos Casagemas en 1901. Casagemas, incapaz de digerir un amor no correspondido, se disparó en la sien en un café parisino. El impacto en Picasso fue profundo, casi devastador. De pronto, la bohemia dejó de ser un juego y se reveló como una selva de fragilidades donde se perdía gente real, con nombre y apellido. El joven malagueño se volcó entonces en una serie de obras en las que la tristeza, la soledad y la pobreza eran protagonistas indiscutibles.

Picasso en París.

Así nació la Etapa Azul. No se trataba solo de un cambio de paleta cromática; era una auténtica declaración de intenciones. Inspirado en parte por la espiritualidad alargada de El Greco, Picasso pintó mendigos, madres con hijos, borrachos, prostitutas, ciegos. Figuras aisladas en espacios casi vacíos, envueltas en gamas frías que parecían condensar toda la miseria existencial de la época. Al mismo tiempo, introdujo en esos cuadros una crítica social velada: la indiferencia de la sociedad ante los más vulnerables, la conversión del arte en mercancía, la soledad urbana.

La tragedia, 1903.

En 1904 decidió instalarse definitivamente en París. Lo que hasta entonces habían sido idas y venidas se convirtió en residencia permanente. Con ese gesto, simbólico y práctico, ponía tierra —y años— de por medio con su país natal. Volvería a España en contadas ocasiones, siempre de forma fugaz, y tras la Guerra Civil ya no regresaría jamás. Su biografía quedaba, desde entonces, anclada en Francia.

Fue precisamente en 1904 cuando la vida le concedió un respiro en forma de rostro femenino.

Fernande Olivier y Eva Gouel: del rosa enamorado al duelo irreparable

En la bohemia parisina, Picasso era visitante habitual de burdeles, estudios compartidos y cafés donde se entrecruzaban artistas y modelos. En ese ambiente conoció a Fernande Olivier. Ella no era una aristócrata ni una señorita burguesa, sino una mujer acostumbrada a sobrevivir en los márgenes de la ciudad. Modelo, independiente, con carácter, Fernande ofrecía una mezcla de sensualidad y fortaleza que sedujo al malagueño de inmediato.

Pablo Ruiz Picasso y Fernande Olivier.

Con Fernande llegaron los circo, los arlequines, los tonos cálidos: la célebre Etapa Rosa. La tristeza de los años azules no desapareció del todo, pero fue matizada por una nueva sensibilidad, más cálida, más humana. En sus cuadros comenzaron a aparecer saltimbanquis, familias de circo, figuras que vivían en un equilibrio frágil entre la marginalidad y la poesía. Se ha dicho con razón que Fernande ayudó a Picasso a reconciliarse con el mundo, al menos por un tiempo. La denuncia social seguía ahí, pero ya no teñida solo de desesperación, sino de una suerte de ternura trágica.

Acróbata y joven arlequín, 1905.

Sin embargo, la relación distó mucho de ser idílica. El temperamento de Picasso, celoso, absorbente y cambiante, chocaba con la necesidad de independencia de Fernande. El artista estaba ya en plena escalada de fama y su círculo de amistades se ampliaba sin cesar. Fue precisamente en este contexto de desgaste cuando apareció Eva Gouel.

Eva aportó algo diferente: sensibilidad y una delicadeza intelectual que conectaron con un Picasso más introspectivo. No era simplemente una modelo o una amante, sino alguien con quien podía hablar de arte desde dentro, que entendía su proceso creativo y que le ofrecía una forma de intimidad menos estridente que la vivida con Fernande. Poco a poco, las tensiones con Olivier se hicieron insostenibles, y Picasso acabó abandonándola para iniciar una relación con Eva.

Eva Gouel, en torno a 1914.

Con Eva se asocian algunas de las obras más íntimas del artista. Muchos autores señalan que fue uno de sus grandes amores, quizá el primero en el que el deseo se mezcló con una auténtica admiración espiritual. Pero la historia se truncó brutalmente. En el invierno de 1915, en plena Primera Guerra Mundial, Eva murió de tuberculosis. Para un hombre que arrastraba ya la muerte de Conchita y el suicidio de Casagemas, la pérdida de Eva supuso un golpe durísimo.

A partir de entonces, algo se endureció dentro de él. Su relación con las mujeres se volvió más fría, más calculada, más marcada por una suerte de distancia emocional. Él mismo parecía incapaz de volver a entregarse de la misma manera. A pesar de ello, las relaciones no dejaron de sucederse, y cada una de ellas dejó una huella profunda en su pintura y en su biografía.

Olga Jojlova: un matrimonio «modélico» que se agrietó desde dentro

En 1917, durante una colaboración con los Ballets Rusos, Picasso conoció a Olga Jojlova, bailarina de origen ucraniano, de elegancia clásica y formación refinada. Era otro mundo. Frente al caos bohemio de Montmartre, Olga representaba la posibilidad de una vida ordenada, socialmente respetable, con cenas formales y amistades influyentes. Multitud de artistas de su generación, al llegar a cierta edad, aspiraban a ese tipo de estabilidad burguesa, y Picasso no fue inmune a esa tentación.

Picasso y Olga Jojlova.

Se casaron en 1918 y, durante un breve periodo, el artista pareció adaptarse a ese guion: trajes bien cortados, salones parisinos, cierta solemnidad doméstica. En 1921 nació su hijo Pablo, conocido como Paulo, que reforzó la imagen de familia “de bien”. En estos años, su obra también se volvió relativamente más clásica, con un retorno a formas más figurativas que algunos han interpretado como reflejo de su nueva vida.

Pero debajo de esa aparente calma, las grietas crecían. Picasso, acostumbrado a la libertad absoluta de la bohemia, se sentía cada vez más incómodo en el corsé social que exigía Olga. Ella, por su parte, nunca terminó de aceptar los vaivenes emocionales y los horarios caóticos de un artista tan inestable. El matrimonio se convirtió en una convivencia tensa, con reproches mudos y distancias cada vez mayores.

En 1927, el encuentro con una joven francesa vino a dinamitar lo poco que quedaba en pie.

Marie-Thérèse Walter: el cuerpo que incendió el cubismo

En una calle de París, en 1927, Picasso vio a una joven y decidió que tenía que conocerla. Era Marie-Thérèse Walter, tenía apenas diecisiete años, y una belleza atlética y luminosa que lo dejó fascinado. Él ya era un artista consagrado, casado, mucho mayor; ella, una adolescente que se movía entre la ingenuidad y el deseo de aventura. A partir de ese momento, Picasso la convirtió en su obsesión, en su amante y en su musa.

Marie-Thérèse Walter.

La relación con Marie-Thérèse fue durante años un secreto cuidadosamente guardado, al menos en lo que respecta a la esfera oficial de su vida con Olga. Para Picasso, ella representaba una energía joven, una sensualidad desbordante que le permitió explorar el cuerpo femenino con una intensidad nueva. En sus cuadros, el cuerpo de Marie-Thérèse se convierte en un territorio cambiante, deformado por el cubismo, estirado por el surrealismo, cargado de una potencia erótica que rompe con cualquier representación académica.

Se calcula que la pintó más de medio centenar de veces. No se trata solo de cantidad, sino de la manera en que, a través de ella, llevó el cubismo hacia lugares nuevos, enlazándolo con el expresionismo y el surrealismo. El rostro ovalado, el perfil doble, la tensión entre reposo y deseo, le sirvieron para experimentar hasta qué punto la forma podía expresar un mundo interior convulso.

El sueño, 1932.

La relación, sin embargo, estaba condenada a chocar con la realidad. En 1935 nació Maya, la hija de ambos, y el secreto se hizo insostenible. Cuando Olga comprendió que no se trataba de un simple desliz sino de una doble vida con descendencia, abandonó el hogar familiar con el pequeño Paulo. Nunca concedió el divorcio, lo que dejó a Picasso atado legalmente a un matrimonio roto hasta la muerte de ella en 1955.

Aunque la pasión por Marie-Thérèse fue intensa, el artista terminó distanciándose emocionalmente. Algunos biógrafos sostienen que la idealizó tanto que, cuando la realidad cotidiana empezó a imponerse, perdió interés. Lo cierto es que la relación, ya deteriorada, se rompió definitivamente en 1936, cuando otra mujer, de una naturaleza muy distinta, irrumpió en su vida.

Dora Maar: el intelecto, la guerra y el grito en el lienzo

Si Marie-Thérèse encarnaba el cuerpo y la juventud, Dora Maar representó el intelecto y la lucidez crítica. Nacida como Henriette Theodora Markovitch en 1907, hija de un arquitecto croata, se formó en academias de arte parisinas y se convirtió en una artista multidisciplinar, especialmente brillante como fotógrafa. No era una figura decorativa; tenía un discurso propio, una mirada política y una ambición creativa sólida.

Picasso y Dora se conocieron en 1936, en el café Deux Magots de París, cuando ambos atravesaban el final amargo de otras relaciones: él, con Marie-Thérèse; ella, con el director Louis Chavance. La atracción fue inmediata, pero no se trató de una simple seducción física. Dora aportó algo que hasta entonces había escaseado en la vida del artista: confrontación intelectual. Cuestionaba, discutía, proponía. Tenía una posición política clara y un pensamiento agudo que, lejos de intimidarlo, lo estimulaba.

El contexto histórico amplificó esta intensidad. En España, la Guerra Civil estaba a punto de estallar, y en Europa se intuía la sombra de un conflicto mayor. Dora, politizada y crítica, ayudó a Picasso a tomar conciencia del drama que se vivía en su país natal, del que él se había ido desconectando. Bajo su influencia, el pintor se definió como antifascista, aceptó el cargo —más simbólico que efectivo— de director honorario del Museo del Prado por parte del Gobierno de la República, y se acercó al Partido Comunista francés, en el que acabaría militando.

Picasso y Maar en París.

La colaboración más célebre entre ambos no fue sentimental, sino artística: Guernica. Cuando en 1937 la aviación alemana bombardeó la localidad vasca por encargo de los sublevados españoles, Picasso fue encargado de realizar un mural para el pabellón de la República en la Exposición Internacional de París. La gestación de Guernica fue un proceso frenético en el que Dora estuvo presente de principio a fin. Su cámara documentó cada estado del cuadro, cada corrección, cada cambio de composición. Aquellas fotografías son hoy un testimonio esencial de la cocina interna de una de las obras más influyentes del siglo XX.

Dora también se convirtió en el símbolo de la angustia de esos años. La mujer que llora, quizá el retrato más célebre que Picasso hizo de ella, condensa el dolor personal y el colectivo. El rostro fragmentado, los ojos que parecen cristal a punto de romperse, las manos crispadas, son tanto Dora como la Europa desgarrada por la guerra. La relación entre ambos, en paralelo, se tornó cada vez más tóxica. Celos, humillaciones, dependencias emocionales y un fuerte desequilibrio de poder fueron minando la salud mental de ella.

La mujer que llora, 1937.

En 1943, en plena ocupación alemana de Francia, una joven artista irrumpió en la vida de Picasso. Como ya había hecho otras veces, mantuvo durante un tiempo una doble vida, al lado de Dora y de la recién llegada. Finalmente, se decantó por la segunda. Dora, rota por dentro, se apartó del foco público y sufrió un largo calvario psicológico, entre depresiones, reclusión y tratamientos. Murió en 1997, y solo después de su muerte el mundo del arte empezó a reconocerla plenamente como creadora autónoma, y no solo como “la musa atormentada de Picasso”.

Françoise Gilot: la mujer que se atrevió a irse

En 1943, en un París ocupado por los nazis, las calles vigiladas y el futuro envuelto en incertidumbre, Picasso conoció a Françoise Gilot, una joven artista nacida en 1921, hija de una familia acomodada parisina. A diferencia de otras parejas anteriores, Gilot llegó a su vida con una formación sólida, una educación refinada y una vocación artística propia, alentada por su madre desde la infancia. Pintora, ceramista, dibujante, tenía ya un horizonte claro para su propia carrera.

La relación entre ambos comenzó mientras Dora Maar todavía formaba parte de la vida del artista, lo que añade otra capa de complejidad al triángulo sentimental. Pero poco a poco, Françoise se fue imponiendo en el día a día de Picasso. Tras la guerra, se trasladaron a la Costa Azul, donde la luz mediterránea, que él conocía desde la infancia malagueña, reapareció en su vida, esta vez filtrada por el paisaje del sur de Francia.

Durante un tiempo, la relación pareció relativamente estable. Nacieron Claude y Paloma, y Picasso encontró en Françoise a una compañera que no solo posaba, sino que trabajaba en su propio arte, discutía, opinaba y tomaba sus propias decisiones. Sin embargo, el patrón se repitió: los celos, el control emocional, la tendencia del artista a necesitar ser el centro del universo terminaron erosionando la relación. Gilot, a diferencia de muchas de sus predecesoras, no estaba dispuesta a borrarse para sostener la vida de un genio.

Picasso y Gilot.

A comienzos de los años cincuenta, tras una serie de episodios especialmente tensos y coincidiendo con el inicio de la relación de Picasso con Jacqueline Roque, Françoise tomó una decisión insólita: se marchó. Con los niños, con sus cuadros y con su dignidad. No solo eso, años después, con él todavía vivo y en pleno apogeo de su fama, publicó Vida con Picasso, una crónica detallada de su convivencia en la que lo retrataba como un hombre genial, sí, pero también profundamente manipulador y emocionalmente abusivo.

Vida con Picasso, el libro que destapó al genio español.

Su testimonio fue un escándalo. No porque fuera el único —otras mujeres cercanas al artista habían sufrido situaciones similares—, sino porque fue la primera en atreverse a narrarlo públicamente. A partir de entonces, la figura de Picasso empezó a ser revisada con mayor severidad: ya no bastaba con admirar su obra, había que confrontar también la forma en que había tratado a quienes habían compartido su intimidad.

Gilot, lejos de quedar reducida a “ex de Picasso”, desarrolló una carrera respetable como artista, escritora y marchante, demostrando que se podía sobrevivir al campo gravitatorio del genio y seguir creando.

Jacqueline Roque: el último amor y el retiro frente al Mediterráneo

En 1953, cuando Picasso era ya un artista coronado por la fama, con una vida sentimental plagada de cicatrices y setenta y tantos años a sus espaldas, conoció a Jacqueline Roque. Ella era una mujer mucho más joven, vinculada al mundo de la cerámica, de carácter aparentemente sereno y discreto. La conoció en la fábrica de cerámicas Madoura, en Vallauris, y pronto se convirtió en una figura central en su vida.

Picasso y Jacqueline Roque.

Con Jacqueline llegó, por fin, algo parecido a la paz. No porque el artista moderara su carácter, que seguía siendo complejo, sino porque ella asumió el papel de guardiana de su mundo. Lo acompañó en su retiro progresivo del bullicio parisino hacia el sur de Francia. Primero La Californie, en Cannes, después Mougins, y el castillo de Vauvenargues: casas abiertas al mar, llenas de luz, repletas de lienzos, esculturas, cerámicas y bocetos que se acumulaban en cada rincón.

La relación con Jacqueline no estuvo exenta de polémicas, sobre todo en lo relativo a la gestión posterior del legado del artista y a las tensiones con los hijos de Picasso. Pero en el plano íntimo, fue la compañera de sus últimos veinte años. A ella la retrató incansablemente, en todas las variantes posibles: de perfil, de frente, fragmentada, sintetizada, convertida casi en signo gráfico. En sus últimos años, el cubismo se volvía más suelto, más gestual, y el rostro de Jacqueline se convertía en un laboratorio donde el viejo maestro seguía experimentando.

Jacqueline sentada, 1954.

Esta etapa fue también la del Picasso que ya no acepta encargos, que pinta porque no sabe hacer otra cosa, porque el acto de pintar era su verdadera forma de respirar. Aunque físicamente más frágil, seguía trabajando a un ritmo inverosímil, llenando cuadernos de dibujos y estudios, multiplicando los autorretratos en los que se representaba como un viejo guerrero, un fauno, un torero otoñal que todavía mira al mundo con desafío.

La sombra de la tauromaquia, que había entrado en su vida de la mano de La Malagueta malagueña, permaneció hasta el final. El toro, el picador, la arena circular, aparecían una y otra vez, como si el artista se reconociera en esa figura que entra al ruedo sabiendo que la muerte es una posibilidad, pero también una condición del espectáculo.

Picasso murió el 8 de abril de 1973, en Mougins, tras una vida que atravesó guerras mundiales, revoluciones políticas, cambios de régimen, auge y caída de ideologías, y que dejó una producción artística que resulta casi inabarcable. Jacqueline, tras su muerte, se convirtió en pieza clave en la organización de su legado, pero también en protagonista de un final trágico: sumida en la depresión, se suicidó en 1986.

Un legado incómodo: genio, sombras y relecturas contemporáneas

Con la muerte de Picasso se abrió una nueva etapa: la del reparto de su herencia material y simbólica. Obras, derechos, propiedades, archivos… todo ello se convirtió en objeto de disputas, acuerdos y proyectos de memoria. Museos dedicados a su figura se multiplicaron, especialmente en París, Barcelona y Málaga, mientras historiadores, críticos y comisarios se dedicaban a catalogar, interpretar y reinterpretar una obra que había atravesado prácticamente todas las etapas del siglo XX.

Al mismo tiempo, su figura como hombre empezó a ser revisada con otro filtro. En vida, la narrativa dominante había sido la del genio inalcanzable, el artista que todo lo transforma. Tras su muerte y, sobre todo, con los testimonios de mujeres como Françoise Gilot, se hizo evidente que la brillantez artística no lo eximía de haber ejercido un enorme poder sobre sus parejas, muchas veces con consecuencias devastadoras. El mito del “genio atormentado” empezó a ser cuestionado, y la figura de Picasso se convirtió en un campo de batalla donde se cruzaban debates sobre patriarcado, abuso emocional, responsabilidad moral y separación —o no— entre obra y autor.

Guernica, 1937.

Su relación con España también es, en sí misma, un síntoma de esta tensión. Abandonó el país siendo muy joven, criticó su atraso, y solo volvió de forma esporádica antes de 1936. Tras la Guerra Civil, se negó a regresar mientras duró la dictadura franquista, aunque su obra más universal, Guernica, terminaría convirtiéndose en un símbolo de la resistencia y la memoria democrática. Cuando finalmente el cuadro regresó a España, lo hizo con una condición clara: que lo hiciera a una España libre.

Picasso es, por todo ello, una figura incómoda y necesaria. Incómoda porque obliga a mirar de frente las contradicciones entre la belleza de su obra y la dureza de su vida íntima. Necesaria porque sin él no se entiende la ruptura radical que supuso el arte del siglo XX, desde el cubismo hasta la abstracción, desde el collage hasta el arte político.

“Genius: Picasso”: la pequeña pantalla como espejo sin paños calientes

En 2017, la cadena National Geographic decidió llevar a la pantalla la vida de algunos de los grandes nombres del siglo XX en una serie titulada Genius. La primera temporada, dedicada a Albert Einstein, funcionó tan bien que la segunda se consagró al malagueño que había reinventado el arte contemporáneo. Así nació Genius: Picasso, un intento de condensar en diez episodios de unos 45 minutos casi noventa años de vida y obra.

Antonio Banderas —otro malagueño— y Alex Rich encarnan a Picasso en sus distintas etapas, alternando juventud y vejez para componer una biografía fragmentada, casi cubista. La serie recorre los escenarios cruciales: la infancia en Málaga, los años de formación en Barcelona, la bohemia de Montmartre, las guerras, los amores tumultuosos, el exilio interior en el sur de Francia. Por el camino aparecen figuras esenciales en su historia: Dora Maar, Carlos Casagemas, Jaime Sabartés, Fernande Olivier, Françoise Gilot, Kahnweiler, Braque, Matisse, Renoir y un largo etcétera.

Lo más interesante es que la serie no se limita a glorificar al genio. Al contrario, muestra de forma bastante directa su carácter difícil, sus infidelidades constantes, su crueldad emocional con algunas de sus parejas, especialmente con Dora Maar y Françoise Gilot. No se trata de un retrato perfecto ni de una tesis definitiva, pero sí de una aproximación que evita el edulcorante habitual con el que tantas veces se ha mostrado a los grandes artistas. Frente al cliché del creador incomprendido, Genius: Picasso se atreve a enseñar también al hombre capaz de destruir emocionalmente a quienes más cerca tenía.

La recepción de la serie fue más discreta que la de la temporada dedicada a Einstein, quizá porque el reto era, en cierta forma, más complejo: contar a un personaje que, a diferencia del físico alemán, ha sido constantemente revisado, expuesto y discutido. Aun así, la interpretación de Banderas fue muy elogiada y obtuvo nominaciones a premios como los Emmy o los Globos de Oro, confirmando que la figura de Picasso sigue generando un interés difícil de agotar.

En última instancia, la serie sirve como una puerta de entrada para quienes se acercan por primera vez a su vida, pero también como un recordatorio para quienes ya sabían quién era: Picasso no fue solo el hombre que pintó Las señoritas de Avignon o Guernica. Fue también el niño fascinado por los toros, el joven que perdió amigos y amores, el artista que rompió con su país, el amante que hizo daño, el anciano que siguió pintando hasta casi el último aliento. Un hombre cuyo legado, como su obra, está hecho de luces deslumbrantes y sombras densas.

Y quizá ahí reside su verdadera dimensión histórica: en obligarnos a mirar de frente esa mezcla incómoda de genialidad y miseria humana, sin paños calientes, igual que hace la cámara en Genius: Picasso y, antes que nadie, los propios lienzos del artista.

BIBLIOGRAFÍA

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TORRES, G. L. Picasso y Lautrec, más allá del burdel. [Última revisión: diciembre de 2025] Recuperado de: https://www.rtve.es/noticias/20171016/picasso-lautrec-mas-alla-del-burdel/1628618.shtml

¿Existió Moby Dick? La verdadera historia de la gran ballena blanca

Hay libros que nacen ya destinados al fracaso, que llegan al mundo literario o académico con el peso de la incomprensión y la indiferencia, y que, sin embargo, con el paso del tiempo ascienden muy lentamente desde los márgenes hasta convertirse en clásicos. Así ocurrió con Moby-Dick; or, The Whale, la monumental obra que Herman Melville publicó en 1851. Su recepción fue tremendamente fría; sus contemporáneos consideraron la novela un texto errático, excesivo, desmesurado, puritano y hasta de carácter científico. Algunos críticos estadounidenses la tacharon de “pretenciosa”, mientras que los británicos la censuraron con bastante severidad, sobre todo por ciertos pasajes que insinuaban, con la sutileza propia de la literatura del XIX, una posible relación homosexual entre el protagonista Ismael y el arponero polinesio Queequeg. Para la sociedad victoriana, aquella camaradería que se resolvía en una cama compartida era motivo de escándalo. Pero el tiempo, casi siempre implacable con lo efímero y sorprendentemente generoso con lo original, terminó colocando a Moby Dick en el lugar que nunca debió serle negado.

Porque si existe una obra que pueda ostentar, sin rubor y con plena legitimidad, la etiqueta de Gran Novela Americana, esa es la historia del capitán Ahab y su cruzada maníaca contra la ballena blanca. Ni Las uvas de la ira de Steinbeck, ni El gran Gatsby de Fitzgerald, ni Huckleberry Finn de Mark Twain han alcanzado esa combinación de ambición formal, densidad simbólica y vastedad oceánica que Melville discutió en el océano mismo. Moby Dick no solo pretende contar una historia: pretende abarcar la condición humana entera, su misterio, su ira, su insignificancia frente al infinito, y su tendencia al desastre.

Y, sin embargo, la paradoja que rodea a este libro es que semejante obra literaria tiene una raíz histórica profundamente concreta. Melville no inventó a la gran ballena blanca: la heredó del mundo real. Se inspiró en testimonios, libros, tradiciones marineras, relatos transmitidos al calor de las lámparas de aceite. Y, sobre todo, tomó como columna vertebral la historia del ballenero Essex, un barco de Nantucket que en 1820 fue embestido, hundido y reducido a un esqueleto flotante por una enorme ballena blanca que lo partió casi en dos. Aquel suceso sacudió la conciencia marítima de la época, traumatizó a los supervivientes y se grabó en las páginas de dos testimonios fundamentales: el relato del primer oficial Owen Chase y el manuscrito del joven grumete Thomas Nickerson, quien décadas después narraría la tragedia con la mezcla de horror, humanidad y lucidez que marcaría a generaciones posteriores.

Pero antes de llegar al Essex, a Melville, o a Mocha Dick, es necesario comprender el contexto en el que estas historias surgieron. La industria ballenera del siglo XIX fue una auténtica columna vertebral económica, tecnológica y energética del mundo atlántico y pacífico. Alimentaba lámparas, lubricaba maquinaria, iluminaba ciudades, sostenía fortunas enteras. El aceite de la ballena franca y, sobre todo, el del cachalote (o Sperm whale, en inglés) era tan preciado que impulsó una enorme flota de cazadores de leviatanes que surcaban los mares más remotos. Y todo este universo se infiltró en la obra de Melville con la naturalidad de quien escribe desde la experiencia: él mismo había sido marinero en un ballenero, vivido tormentas, disciplinado faenas, huelgas, arponeos, camaraderías temporales y la peculiar hermandad que solo conocen los hombres que se enfrentan al océano.

No es menor recordar que, además de influencia histórica, Moby Dick ha dejado una estela cultural vastísima. No solo generó adaptaciones cinematográficas como la mítica versión de John Huston protagonizada por un imponente Gregory Peck, ni series televisivas como aquella en la que William Hurt y Ethan Hawke encarnaron con solidez a Ahab e Ismael, sino que ha inspirado cómics excepcionales como La Ballena, de Zidrou y Oriol, una obra oscura, poética y profundamente melvilliana en espíritu, o como el maravilloso Mocha Dick, que recupera de manera magistral la figura histórica del cetáceo que dio origen al mito. Incluso novelas como La sangre helada, que bebe claramente del clima psicológico y marítimo que Melville elevó a categoría literaria. La ballena blanca ha sido, y continúa siendo, un símbolo tan poderoso que se ha convertido en un arquetipo universal: la encarnación de lo inabarcable, del terror natural, de la obsesión humana y de la lucha contra lo imposible.

Gregory Peck como el Capitán Ahab en Moby Dick de John Huston (1956).

Pero toda esta dimensión cultural posterior no debe ocultar un hecho esencial: Melville se basó en historias reales. No solo en el Essex, sino en múltiples relatos de ballenas blancas enormes, agresivas, casi legendarias, que los marineros del siglo XIX conocían bien. Entre todas ellas sobresale una: Mocha Dick, un gigantesco cachalote blanco del Pacífico Sur, documentado en la literatura marítima y en testimonios de balleneros, protagonista de decenas de encuentros violentos con barcos. Algunos lo describían como casi invulnerable; otros hablaban de cicatrices antiguas que le daban un aspecto fantasmagórico; varios afirmaban que había sobrevivido a más de un centenar de arponazos. Su existencia —real, documentada y extraordinaria— es una de las claves fundamentales para entender que Moby Dick es la transfiguración literaria de un animal que realmente devastó embarcaciones y que alimentó la imaginación marinera durante décadas.

En esta primera parte del artículo no solo nos adentraremos en la obra de Melville y en su resonancia cultural, sino que empezaremos a montar la estructura narrativa que llevará, inevitablemente, hacia la pregunta central: ¿existió Moby Dick? ¿Hubo realmente una ballena blanca, colosal, agresiva, capaz de hundir barcos y sembrar el terror en la industria ballenera? ¿Y, en caso afirmativo, era Mocha Dick la misma ballena que destruyó el Essex? ¿Hubo varios ejemplares? ¿Fue Melville testigo indirecto de un mito colectivo o de una historia documentada?

La industria ballenera, el aceite, los cachalotes (ballenas de esperma) y la estructura económica del siglo XIX

Para comprender de verdad el contexto en el que surgieron historias como la del Essex, es imprescindible sumergirse en la atmósfera económica, tecnológica y cultural que dominaba la primera mitad del siglo XIX. La industria ballenera era, en aquellos años, un coloso mundial, una gigantesca maquinaria marítima que permitía iluminar ciudades, mover engranajes, lubricar maquinaria industrial y sostener fortunas cuya magnitud resulta difícil de dimensionar hoy. Antes del petróleo, antes de la electricidad, antes siquiera de que existieran redes energéticas estables en los países occidentales, el mundo dependía, en buena medida, de lo que podía extraerse de un animal marino de dimensiones tan extraordinarias como el cachalote.

Si en la actualidad una ballena es vista como un símbolo de belleza natural, de conservación, de ecosistemas frágiles y de responsabilidad ambiental, en la época en la que Melville navegó, y en los años en los que el Essex surcó las aguas del Pacífico, era esencialmente un recurso energético. El océano era un yacimiento móvil, imprevisible, colosal, del cual dependían ciudades enteras. El aceite de ballena, especialmente el aceite del cachalote —más fino, más limpio, más resistente a la oxidación y más apto para un uso técnico— era la gasolina del siglo XIX. Las lámparas de interiores, los faroles públicos, las máquinas textiles, los engranajes de fábricas, los relojes de precisión y los mecanismos de barcos y locomotoras lo utilizaban constantemente. Sin ese aceite, la noche habría sido más oscura, las industrias más torpes, los talleres más sucios y los progresos técnicos más lentos.

Por eso, la caza de ballenas no era simplemente una actividad económica: era una empresa casi épica. Implicaba adentrarse en mares lejanísimos, pasar años sin tocar tierra firme, atravesar ciclones, bordear arrecifes desconocidos, convivir con culturas extrañas, sufrir motines ocasionales y enfrentarse a animales de una fuerza descomunal. La flota ballenera estadounidense —especialmente la que salía de Nantucket y, más tarde, de New Bedford— era la más temida, respetada y eficiente del mundo. Representaba la punta de lanza de una economía oceánica capaz de generar riquezas inmensas y, al mismo tiempo, de devorar vidas como si fueran un tributo inevitable al progreso.

El cachalote desempeñaba un papel especial en este entramado. A diferencia de la ballena franca o la ballena boreal, animales más lentos y menos agresivos, el cachalote era un verdadero coloso. Los ejemplares adultos podían superar los veinte metros de longitud y las cincuenta toneladas, con cabezas cuadrangulares que albergaban un órgano masivo lleno de un aceite ceroso y claro conocido como espermaceti. Este espermaceti, cuando se purificaba, producía una cera de altísima calidad, perfecta para fabricar velas limpias —sin humo, sin olor, con una llama clara y estable— y un aceite incomparable. Aquello convirtió al cachalote en un tesoro viviente. Y, como suele ocurrir con los tesoros, también en una fuente de violencia.

La caza de un cachalote era, en esencia, una negociación con la muerte. Los arponeros se acercaban en pequeñas embarcaciones, apenas unos botes de remos que se internaban silenciosamente hasta quedar a pocos metros de un gigante cuya cola podía partirlos en dos en un instante. El procedimiento era casi el mismo que Melville describió con la minuciosidad de un antiguo artesano: se lanzaba el arpón, la ballena se sumergía furiosa, arrastraba al bote a velocidades demenciales en un fenómeno conocido como Nantucket sleigh ride (en español, algo así como «el trineo de Nantucket») y cuando el animal se agotaba por la pérdida de sangre, se lo remataba con lanzas más largas llamadas lances. Aquellos combates podían durar horas y, en ocasiones, acababan con los hombres muertos o las embarcaciones destrozadas. En ese juego brutal en el que el cazador podía convertirse en presa, nació la mitología ballenera. Y en ese océano de riesgo constante surgieron figuras como Mocha Dick.

Un cachalote blanco fotografiado por Hiroya Minakuchi.

Antes de acercarnos a esa criatura extraordinaria, conviene aclarar que las ballenas blancas —o, más específicamente, los cachalotes albinos— no son imposibles, aunque sí rarísimos. Su aparición, unida a su tamaño imponente y a su comportamiento a menudo agresivo, las convertía automáticamente en protagonistas de las conversaciones marítimas. Una ballena blanca que sobreviviera a numerosos encuentros con marineros y que acumulase cicatrices, arponazos antiguos, marcas de hierro y restos de cuerdas enredadas en el lomo podía convertirse fácilmente en un mito viviente. Y, de hecho, lo hizo. Mocha Dick era ya una leyenda antes de que Melville escribiera Moby Dick. Los periódicos, los marineros y los autores de memorias navales hablaban de él como una presencia casi sobrenatural en las aguas del Pacífico Sur.

Pero el centro de gravedad de todo este universo era Nantucket, una isla aparentemente insignificante que, sin embargo, dominó durante décadas una parte crucial del comercio energético mundial. Nantucket era una sociedad cerrada, profundamente religiosa, habitada en gran medida por cuáqueros cuyo rigor moral convivía con la dureza física del mar. Sus habitantes crecían viendo barcos partir rumbo a mares helados o tropicales; aprendían desde niños a conocer el viento, a distinguir el olor del aceite crudo, a identificar cicatrices en los arpones, a contar historias de ballenas gigantescas. La identidad de Nantucket estaba tan entrelazada con las ballenas que incluso sus casas, con sus torres de vigilancia llamadas widow’s walks, parecían diseñadas para medir el horizonte en busca de un barco que regresara tras años de ausencia.

Los hombres de Nantucket crecían sabiendo que, tarde o temprano, se convertirían en arponeros, marineros o aprendedores de oficio. Y esta tradición forjó hombres extremadamente resistentes, disciplinados y, a menudo, obstinados. Entre ellos se encontraban los protagonistas reales de la historia que inspiró a Melville: George Pollard, joven capitán del Essex, un hombre de semblante tranquilo pero firmemente arraigado en las costumbres marítimas de la isla, y Owen Chase, su primer oficial, un hombre de gran habilidad, ambicioso, inteligente, capaz de comprender la importancia de su testimonio en un momento de crisis.

Owen Chase, primer oficial del Essex, en su vejez.

Pero nada de esto habría ocurrido si el mundo ballenero no estuviera impulsado por una fuerza económica inconmensurable. El valor del aceite de cachalote era tan elevado que justificaba viajes que duraban tres, cuatro o incluso cinco años, atravesando todos los océanos del planeta. Los barcos partían cargados de bienes para intercambiar, se abastecían en islas remotas, reclutaban tripulaciones diversas —africanos, polinesios, europeos, nativos americanos— y regresaban convertidos en auténticas factorías flotantes. Las cubiertas se llenaban de barriles gigantescos; las calderas ardían sin pausa; el olor del aceite saturaba cada tablón, cada cuerda, cada costura del barco. La vida a bordo era dura, monótona, violenta y, paradójicamente, próspera.

Este mundo fue el que Melville conoció en su juventud. Antes de convertirse en escritor, antes de ser consciente del destino literario que le esperaba, fue un simple marinero. Trabajó en un ballenero llamado Acushnet y experimentó en carne propia la implacabilidad del océano, la fraternidad forzada de la vida marítima, los terrores que solo conocen quienes navegan durante meses sin ver tierra, la sensación de encontrarse en manos de algo inmenso, vivo, indiferente. Aquella experiencia moldeó su visión del cachalote no como un simple animal, sino como una fuerza natural, un símbolo, un espejo distorsionado de la humanidad.

La industria ballenera también tenía un componente casi clasificatorio. Los marineros aprendían a distinguir especies, comportamientos, estrategias de caza y territorios migratorios. Sabían que las ballenas francas preferían aguas más frías y movimientos lentos, mientras que los cachalotes se aventuraban en profundidades increíbles, a veces sumergiéndose más de mil metros en busca de calamares gigantes. También sabían que ciertas ballenas desarrollaban comportamientos anómalos tras sobrevivir a encuentros traumáticos con arponeros. En algunos casos, se volvían extremadamente agresivas, atacaban embarcaciones o presentaban patrones de comportamiento que hoy, a la luz de la biología moderna, podrían interpretarse como respuestas defensivas complejas.

Todo este entramado —económico, social, biológico, cultural y mítico— es esencial para comprender que la historia del Essex y la figura de Mocha Dick no surgieron en un vacío. Nacieron en un mundo donde las ballenas eran codiciadas y temidas, donde los marineros podían ver en un animal un símbolo divino, un enemigo personal o un monstruo natural. En ese universo saturado de tensión, de tecnología rudimentaria y de ambición desbordada, cualquier anomalía adquiría inmediatamente un aura sobrenatural.

El Essex, Nantucket, Pollard, Chase, Nickerson y la ballena blanca que partió un barco en dos

En la historia marítima existen naufragios que se convierten en advertencias, tragedias que se transforman en manuales de navegación y destinos que, por su singularidad, adquieren el peso simbólico de una leyenda. El caso del Essex pertenece a esta última categoría. No se trata solo de un barco hundido —algo tristemente común en toda la historia de la navegación— sino de un suceso tan extraordinario, tan inusual, tan inimaginable, que marcó para siempre el imaginario ballenero y se convirtió en la semilla principal de Moby Dick. Para entender la magnitud de aquel acontecimiento es necesario retroceder a la vida cotidiana de Nantucket, a la tradición marinera que moldeó a los hombres que partieron en aquel barco y al perfil psicológico de sus protagonistas.

Faro de Nantucket, en la actualidad.

Nantucket, en los albores del siglo XIX, era un enclave singular: una isla pequeña, ventosa, aislada del continente, habitada por cuáqueros que habían hecho del mar su templo y su sustento. Desde finales del siglo XVIII, Nantucket había consolidado una flota ballenera prodigiosa, formada por barcos que partían durante años para recorrer el Atlántico, el Índico y el Pacífico en busca de los gigantes marinos cuyo aceite iluminaba el mundo. Los jóvenes de la isla crecían con la idea de que el océano era la prolongación natural de su existencia, y aquel estrecho marco social condicionaba sus aspiraciones. Ser capitán de un ballenero era la cúspide de una carrera durísima que exigía décadas de experiencia, un temple casi inhumano y una habilidad excepcional para mantener a raya a una tripulación heterogénea y a un mar caprichoso.

Entre aquellos hombres se encontraba George Pollard Jr., que en 1820 era un capitán excepcionalmente joven. A sus 28 años, Pollard se convirtió en el comandante del Essex, un barco de tamaño medio dentro de la flota de Nantucket, pero con un historial respetable y varias campañas exitosas en su haber. Pollard era un hombre reservado, serio, de temperamento sosegado; un cuáquero típico, marcado por una ética severa y una calma que inspiraba, más que temor, una respetuosa confianza. Su juventud era, sin embargo, un arma de doble filo. Si bien demostraba solvencia profesional, también cargaba con la sombra de la inexperiencia, y en un mundo donde cada tormenta podía ser fatal, la falta de años de mando podía resultar determinante.

A su lado viajaba Owen Chase, el primer oficial del barco, un hombre enérgico, ambicioso, dotado de un intelecto agudo y de un sentido práctico que compensaba en ocasiones el exceso de prudencia de Pollard. Chase era hijo de Nantucket también, pero su carácter era muy distinto. Era un hombre de acción, orgulloso de su habilidad como ballenero y convencido de que su destino era escalar posiciones hasta llegar a convertirse en capitán. Su visión pragmática del mundo quedó posteriormente reflejada en su relato del naufragio, un documento extraordinario por su claridad, su ritmo y su afán de precisión. Chase fue, además, un observador minucioso, capaz de registrar detalles que otros habrían pasado por alto, y su testimonio constituye uno de los pilares fundamentales que permiten reconstruir lo sucedido.

El tercer nombre relevante es el de Thomas Nickerson, que embarcó en el Essex como grumete. Nickerson era un muchacho de apenas quince años, moldeado por la tradición de la isla y embriagado por la emoción de formar parte de un viaje que, se suponía, sería una prueba iniciática más en la vida de un marinero. Décadas más tarde, ya anciano, escribiría su propio relato, una memoria íntima, honesta y desgarradora, que permanecería perdida durante más de un siglo hasta su recuperación a finales del XX. Su perspectiva —la de un adolescente enfrentado a horrores impensables— añade matices esenciales a la historia, pues muestra cómo la tragedia del Essex no solo fue un desastre histórico, sino un trauma humano profundo.

Nickerson, grumete del Essex en el que se inspira el Ismael de Melville.

El Essex zarpó de Nantucket el 12 de agosto de 1819, con una tripulación formada por veinte hombres. Su objetivo era claro: atravesar el Atlántico, bordear el cabo de Hornos y adentrarse en el Pacífico para llenar sus bodegas de aceite de cachalote. Solo cuando el barco regresara cargado y las factorías de Nantucket transformaran el aceite en velas, jabón y lubricantes, podrían los marineros volver a casa. En aquella época, un viaje ballenero podía durar dos o tres años; era un compromiso total con el mar, una renuncia temporal a la vida en tierra y una apuesta peligrosa en la que muchos dejaban la salud, los nervios o la vida.

Ya desde las primeras semanas, el Essex empezó a mostrar síntomas de infortunio. A los pocos días de zarpar, una tormenta violenta lo golpeó con tal fuerza que tumbó parte de sus mástiles y dañó la estructura. Pollard, prudente, propuso regresar a Nantucket para efectuar reparaciones, pero Chase y varios oficiales se opusieron. Consideraban que aquello habría sido interpretado por la isla como una señal de debilidad y un mal presagio, y que la reputación del capitán quedaría dañada. Finalmente, el Essex continuó su ruta. Esta primera decisión, aparentemente trivial, se convertiría más tarde en uno de esos elementos fatales que, en retrospectiva, parecen señales de un destino oscuro ya sellado.

Meses más tarde, tras continuar su ruta hacia el sur y cruzar el cabo de Hornos, la tripulación se adentró en el Pacífico Sur, un territorio que, en aquella época, era un océano casi infinito de silencio, bruma y peligros. Allí, entre islas remotas, atolones deshabitados y zonas de pesca poco exploradas, los balleneros se encontraban en su hábitat más fértil. Fue en aquellas aguas donde, según los testimonios históricos y los análisis posteriores, una serie de ballenas blancas —rarísimas, espectrales, agresivas— comenzaron a atraer la atención de las tripulaciones.

El momento decisivo llegó el 20 de noviembre de 1820, una fecha que quedaría grabada en la historia marítima. Aquel día, el Essex se encontraba lejos de cualquier costa conocida, en una región del Pacífico a miles de kilómetros de tierra firme. Habían avistado un grupo de cachalotes y, siguiendo el procedimiento habitual, se lanzaron los botes de caza. Chase comandaba uno de ellos y estaba en pleno proceso de arponear un animal cuando escuchó un sonido inusual proveniente del barco principal. Al levantar la mirada, vio —según sus propias palabras— a un cachalote enorme, blanco, de una longitud descomunal, que se aproximaba al Essex con una extraña deliberación, como si hubiera tomado una decisión consciente.

Lo que sucedió después desafía, incluso hoy, la imaginación. La ballena embistió el barco una primera vez, golpeando la proa con una fuerza tal que estremeció toda la estructura. Los marineros quedaron paralizados unos instantes. Chase vio cómo Pollard trataba desesperadamente de maniobrar para evitar una nueva colisión. Pero la ballena, en un acto tan excepcional que sigue siendo objeto de estudio, giró, se sumergió y volvió a emerger frente al Essex, cargando de nuevo con la determinación de un enemigo que comprende dónde debe golpear. La segunda embestida fue devastadora. El casco cedió, las tablas crujieron como huesos rotos y el barco empezó a hundirse con una rapidez alarmante. Chase jamás olvidó aquel instante, y en su relato dejó escrito que la ballena parecía mirar al barco —como si fuera consciente de lo que estaba haciendo— antes de desaparecer en las profundidades.

Aquello no fue un accidente. Fue un ataque en toda regla. Y, para los marineros del Essex, fue también un acto que desafiaba las categorías de lo imaginable. Nunca antes, en la historia registrada de la ballenería, un cachalote había hundido un barco grande embistiéndolo con la fuerza suficiente como para partir su estructura. Lo que habían visto era, simplemente, imposible. Pero lo imposible se había hecho real. La gran ballena blanca —que muchos identifican hoy como Mocha Dick— había destruido el Essex y condenado a su tripulación a una odisea de muerte, hambre, desesperación y canibalismo. Una tragedia tan atroz que, durante años, la isla de Nantucket evitó hablar de ella.

Dibujo del naufragio del Essex, por Thomas Nickerson.

Pollard perdió aquel día no solo su barco, sino el rumbo de su vida. Su obsesión posterior por encontrar a la ballena —una obsesión apagada, menos teatral que la de Ahab, pero igualmente profunda— se convertiría en uno de los elementos más inquietantes de su biografía. Chase, por su parte, se convirtió en el cronista del desastre, plasmando en papel una de las narraciones marítimas más conmovedoras de la era ballenera. Nickerson quedó marcado para siempre.

El naufragio, los botes abiertos, la supervivencia extrema y el eco literario que llegó a la pluma de Melville

Cuando el Essex comenzó a hundirse, la tripulación entró en un estado de shock colectivo. Un ballenero podía arder, podía encallar, podía estropearse; pero lo que no podía —lo que ningún marinero del mundo creía posible— era ser hundido por una ballena en un ataque directo. En andanadas de terror y desconcierto, los hombres saltaron a los botes mientras el barco se inclinaba como un animal moribundo, expulsando tablones y barriles. Lo que llevaban encima era lo único que tendrían durante los meses siguientes, y de la rapidez con la que recogieran víveres dependía su supervivencia. Sacaron agua en toneles pequeños, algo de pan duro, varias tortas de galletas, herramientas, brújulas, arpón o dos, una pistola, pólvora húmeda, un par de velas improvisadas y poca cosa más. El océano, esa vastedad muda y azul, había decidido que veinte hombres quedaran en manos de unos botes de madera del tamaño de un comedor grande.

Había tres botes principales: uno bajo el mando del capitán Pollard, otro al cargo de Owen Chase y un tercero dirigido por el segundo oficial Matthew Joy. Cada bote debía funcionar como una pequeña embarcación autónoma, con su vela improvisada, su timón rudimentario y la esperanza de encontrar tierra firme. Pero el Pacífico, en esa región concreta, es uno de los lugares más remotos del planeta. Desde el punto donde el Essex naufragó, las islas habitadas más cercanas estaban a miles de kilómetros. La posibilidad de supervivencia, incluso con barcos enteros, era escasa. Con botes abiertos, expuestos al sol, al salitre, a la deshidratación y al hambre, las probabilidades eran casi nulas.

Decidir el rumbo fue la primera crisis. Los marineros conocían la existencia de las islas Marquesas y de otras tierras que se encontraban a menos distancia, pero temían —por pura superstición, por rumores transmitidos de barco en barco— que estuviesen habitadas por pueblos caníbales. Paradójicamente, el miedo a convertirse en alimento de otros seres humanos los llevó a tomar una decisión que los colocó en la trayectoria más dura: navegar hacia el este, hacia las costas de Sudamérica, a miles de kilómetros, atravesando una zona sin vientos fiables, carente de corrientes favorables y en la que el océano se convierte en un espejo inmóvil bajo un sol aplastante. Fue una elección trágica. En aquella búsqueda de seguridad se adentraron en la ruta de la mayor mortandad imaginable.

Los primeros días resultaron relativamente manejables. Los hombres conservaban aún algo de disciplina, el sentido del deber no se había quebrado y el liderazgo de Pollard y Chase mantenía cierta estabilidad emocional. Pero el sol empezó a quemar la piel hasta levantar ampollas; el agua dulce comenzó a evaporarse o a pudrirse en los barriles; las galletas —hechas de harina y agua— se llenaron de gusanos, y el mar, inmenso, vacío, indiferente, se convirtió en un muro psicológico. Podían remar durante horas sin avanzar más que unos metros. El viento, cuando llegaba, los empujaba en direcciones caprichosas. El hambre y la sed empezaron a devorar la moral.

Benjamin Walker como George Pollard en la película En el Corazón del Mar, de Ron Howard (2015).

La primera muerte no tardó. El segundo oficial Joy, debilitado y enfermo, sucumbió poco después del naufragio. Su pérdida marcó el principio del derrumbe mental de la tripulación. A partir de ese momento, la sucesión fue lenta, inexorable y brutal. El calor tropical, combinado con la total exposición, convirtió los botes en hornos. La piel se agrietaba, los labios sangraban, los ojos ardían. Los hombres bebían agua salada desesperados, lo que aceleraba la deshidratación. Las noches frías provocaban temblores imposibles de controlar, seguidos por días insoportables que cocían la carne a fuego lento.

Tras semanas de sufrimiento, los botes alcanzaron una pequeña isla deshabitada —la isla Henderson— donde encontraron cangrejos y agua dulce. Permanecieron allí un tiempo, aliviados por esa tregua que el destino les concedía. Sin embargo, la isla no podía sostener a todos. Pollard y Chase decidieron continuar la travesía hacia Sudamérica, y la mayoría de los hombres los siguieron. Tres tripulantes se quedaron atrás, incapaces de soportar otra travesía en los botes abiertos. Aquellos tres sobrevivirían. Los demás retomaron su viaje hacia el abismo.

A partir de ahí, la historia se vuelve una de las narraciones más oscuras de la historia naval. Los hombres empezaron a morir uno a uno. Los cadáveres, primero envueltos en un ritual cuáquero austero, eran devueltos al mar. Pero la realidad pronto se volvió más dura. Con la comida agotándose, los cuerpos comenzaron a ser vistos no como compañeros caídos, sino como la única posibilidad de sobrevivir unas horas más. El canibalismo, que los marineros temían encontrar en supuestas islas del Pacífico, terminó practicándose entre ellos mismos. Los testimonios de Chase y Nickerson son sobrios, casi pudorosos al respecto, pero su silencio entre líneas dice más que cualquier palabra explícita. Cuando los recursos se agotaban, el cuerpo del último fallecido se convertía en sustento.

Incluso ese macabro recurso llegó a su límite cuando los vivos ya no podían sostenerse. Fue entonces cuando el bote de Pollard recurrió a una práctica tan antigua como desesperada: el sorteo. Un nombre sería elegido al azar para morir en beneficio de los demás. El joven Owen Coffin, primo de Pollard, escogido por el destino en aquel terrible ritual, aceptó su suerte con una entereza que perturbó incluso a los hombres más endurecidos. Pollard, destrozado, ofreció ocupar su lugar, pero Coffin se negó. El disparo que terminó con su vida fue una de las escenas más traumáticas para los supervivientes.

Esta odisea, que duró más de noventa días, terminó cuando los restos del bote de Chase fueron avistados por el barco Indian. Días después, el bote de Pollard fue encontrado por el Dauphin. De los veinte hombres que habían partido de Nantucket, solo ocho regresaron vivos. Sus cuerpos estaban consumidos casi hasta el esqueleto, sus ojos hundidos, su piel quemada. Parecían espectros. Ningún miembro de una tripulación ballenera había vivido nunca algo así. La historia del Essex no fue una tragedia común: fue un encuentro con lo inimaginable.

La noticia hizo temblar a Nantucket. No solo por el horror de la supervivencia, sino por la causa del naufragio. Los sobrevivientes no hablaban de un accidente, sino de un ataque deliberado de un cachalote gigantesco, blanco, de comportamiento anómalo. Aquello rompía todos los esquemas de la ballenería. Si un cachalote podía hundir un barco, ¿cuántos más podrían hacerlo? ¿Era la ballena una criatura racional, capaz de planear una embestida? ¿Había especímenes más agresivos que otros? ¿Y aquella ballena, la del Essex, era la misma que otros marineros habían visto en el Pacífico, un animal legendario llamado Mocha Dick?

El impacto llegó a oídos de Herman Melville años después. Melville conoció a Owen Chase en Nantucket, trató con su hijo —Nathaniel— y leyó con atención el relato del primer oficial. Aquel texto, junto con testimonios de otros marineros, alimentó la imaginación de un escritor que ya conocía el océano y su capacidad para engendrar fuerzas narrativas. A partir de aquel encuentro entre la realidad y la leyenda, Melville elaboró la figura del capitán Ahab, la obsesión hecha carne, y transformó al cachalote blanco en un símbolo universal de la lucha del hombre contra lo inconmensurable.

La historia del Essex no es solo la raíz de Moby Dick: es uno de los testimonios más estremecedores de la fragilidad humana ante la naturaleza, del poder destructivo del océano y de la delgada frontera que separa la civilización de la barbarie cuando las circunstancias superan cualquier límite imaginable.

Mocha Dick, la verdadera ballena blanca: sus ataques, sus avistamientos y “su muerte”

Para entender por qué la historia del Essex adquirió una resonancia tan poderosa, es necesario adentrarse en el territorio que separa la zoología de la mitología, el archivo naval del rumor transmitido entre cubiertas y fogones. Y en ese espacio fronterizo, casi legendario, se alza la figura de Mocha Dick, quizá el cachalote más célebre e inquietante de toda la historia marítima. Si Moby Dick es el símbolo literario absoluto, Mocha Dick es su contraparte real, el animal que durante décadas dominó la imaginación —y el terror— de las flotas balleneras del Pacífico.

Su nombre procede de la isla Mocha, un enclave situado frente a las costas de Chile, que durante buena parte del siglo XIX fue un punto de referencia habitual para balleneros estadounidenses y británicos. Las aguas profundas del Pacífico Sur eran ricas en cachalotes, y los barcos que perseguían al “oro líquido” del espermaceti situaban a menudo sus rutas cerca de aquellas latitudes. Fue allí donde comenzaron los avistamientos de una criatura inusual, un cachalote de coloración blanquecina, enorme, de comportamiento errático y, según los relatos, capaz de destruir embarcaciones menores con una violencia impropia incluso para un animal de ese tamaño.

La primera descripción conocida de Mocha Dick llegó a Occidente a través del escritor Jeremiah N. Reynolds, cuyo artículo publicado en 1839 se convirtió en una pieza esencial para comprender el mito. Reynolds describió al cachalote blanco como un animal gigantesco, cubierto de cicatrices, con una piel áspera moteada por heridas antiguas, restos de cables incrustados y marcas de hierro procedentes de arpones que no habían logrado matarlo. El retrato es el de un veterano de innumerables batallas, un coloso que había sobrevivido a más de un centenar de encuentros con balleneros. No era simplemente un animal: era un superviviente, un guerrero oceánico marcado por una larga vida de violencia mutua entre el ser humano y la ballena.

Pero la existencia de Mocha Dick no dependió de un solo texto. La tradición oral ballenera lo había convertido en una figura temida mucho antes de que Reynolds lo retratara. Los marineros contaban historias de embestidas poderosas, de botes despedazados, de persecuciones frenéticas, de noches enteras en las que la silueta fantasmagórica de la ballena blanca aparecía bajo la luna como un espíritu del océano. No era raro que un arponero afirmara haberlo visto, o que una tripulación asegurase que, tras una jornada de pesca, una figura inmensa los había observado desde lejos antes de sumergirse en silencio. La persistencia de esos relatos, en diferentes años y en diferentes barcos, configuró un retrato colectivo coherente: Mocha Dick era real.

La cuestión más fascinante radica en su comportamiento. Los cachalotes son, por lo general, animales prudentes, que huyen a gran velocidad cuando se sienten amenazados. Solo en condiciones extremas se enfrentan a un bote. Sin embargo, Mocha Dick mostraba una tendencia casi sistemática a contraatacar. En varios testimonios recogidos por marineros estadounidenses se menciona su costumbre de dirigirse directamente hacia los botes, como si reconociera el peligro que representaban los arponeros y actuara para neutralizarlos. En una ocasión, según un capitán de New Bedford, la ballena voló literalmente un bote por los aires al golpearlo desde abajo. En otro episodio, registrado en un cuaderno de bitácora hoy perdido pero citado en documentos secundarios, Mocha Dick habría dejado sin protección a toda una tripulación al destruir tres botes de golpe antes de desaparecer en las profundidades.

Mocha Dick, por Francisco Ortega y Gonzalo Martínez, para el cómic homónimo.

Estas conductas, lejos de ser imposibles, encuentran apoyo en observaciones modernas sobre la inteligencia y memoria de los cachalotes. Existen estudios que sugieren que estos animales pueden aprender a reconocer barcos, evitar zonas peligrosas, modificar su comportamiento tras sucesos traumáticos e incluso aplicar estrategias coordinadas para proteger al grupo. En aquel siglo XIX de violencia oceánica, no es difícil imaginar que un cachalote particularmente perseguido desarrollase una predisposición agresiva. Y si, además, su coloración inusual lo hacía inconfundible, se convertía automáticamente en un protagonista recurrente de las crónicas marineras.

La zona donde el Essex naufragó se encuentra dentro del área general donde Mocha Dick era avistado con mayor frecuencia. Además, la descripción del cachalote que atacó al Essex coincide con algunos rasgos atribuidos a Mocha Dick: su coloración clara, su enorme tamaño, su comportamiento anómalo y su determinación en el ataque. Sin embargo, también existen diferencias. Reynolds situaba los avistamientos principales de Mocha Dick más al sur, cerca de la isla Mocha, mientras que el ataque al Essex ocurrió a mayor distancia. Pero el Pacífico es un océano inmenso, y los cachalotes pueden recorrer miles de kilómetros en busca de alimento o pareja. Nada impide pensar que un ejemplar concreto —marcado por cicatrices, por ataques humanos, por años de experiencia— pudiera haber seguido a un grupo de hembras o haberse desplazado hacia zonas inusuales.

Por otro lado, conviene recordar que el Pacífico del siglo XIX era el territorio predilecto de muchos cachalotes albinos o parcialmente albinos. La literatura ballenera habla de varios ejemplares distintos, algunos de ellos extremadamente agresivos. La coincidencia de color y comportamiento no garantiza identidad, pero tampoco la descarta. El Essex pudo haber sido destruido por Mocha Dick o por otro cachalote blanco cuya historia se perdió en el silencio del mar. Lo que sí es seguro es que el ataque del Essex alimentó la fama de Mocha Dick, mezclando hechos reales con rumores exagerados hasta convertirlo en una figura casi totémica.

Un dato revelador es que Mocha Dick siguió vivo tras el naufragio del Essex. Los avistamientos continuaron durante la década de 1830 y también a comienzos de la de 1840, cuando Reynolds escribía sobre él. Su muerte, según varias versiones, habría ocurrido alrededor de 1859, cuando un grupo de arponeros finalmente logró abatirlo tras un combate feroz. Las historias sobre cómo su cuerpo gigantesco emergió por última vez —según los relatos, cubierto de heridas— reforzaron aún más su leyenda. Tras décadas resistiendo a los cazadores, había caído no como un animal cualquiera, sino como un enemigo formidable.

Los avistamientos de ballenas blancas no terminaron con Mocha Dick. En el Atlántico Norte se registraron casos esporádicos, y en el siglo XX hubo informes dispersos en diversos puntos del mundo. Uno de los más interesantes procede de Portugal, a comienzos del siglo pasado, donde pescadores locales aseguraron haber visto un enorme cachalote casi albino frente a las Azores. Aquella ballena fue perseguida por varias embarcaciones, pero nunca capturada. No existe evidencia de que fuera descendiente de Mocha Dick, pero el mito encaja en la tradición que sobrevivió intacta incluso cuando la industria ballenera comenzó su declive. El simple hecho de que marineros separados por décadas y miles de kilómetros consideraran notable la aparición de un cachalote blanco demuestra lo profundo que había calado la figura original.

Con la muerte de Mocha Dick terminó una era. El surgimiento del petróleo, la invención de la electricidad y la caída de los precios del aceite de ballena derrumbaron la industria que había impulsado a cientos de barcos hacia el Pacífico. Nantucket cayó en decadencia, New Bedford perdió parte de su poder económico y el mundo olvidó, poco a poco, la existencia de aquel gigante blanco que había desafiado la hegemonía humana. Pero la literatura no lo olvidó. Melville lo transformó en símbolo universal, los cómics del siglo XXI lo recuperaron con una estética poderosa y los historiadores lo reivindican hoy como un animal real cuya historia merece recordarse.

Moby Dick existió

Hay conclusiones que no se pueden presentar como meras afirmaciones, porque su peso histórico supera la simple demostración lógica. Este es el caso de la pregunta que da título al artículo: ¿existió Moby Dick? La respuesta no solo es afirmativa, sino que engloba una realidad más importante: probablemente no existió un único Moby Dick, sino varios cachalotes blancos que marcaron la historia marítima del siglo XIX. Entre todos ellos, sin duda, el más célebre, el más documentado, el más perseguido y el más temido fue Mocha Dick. Pero la verdad es que la literatura, la cultura popular y la memoria colectiva han terminado fusionando a todos esos ejemplares en un único arquetipo: la gran ballena blanca. Y en ese arquetipo se entrelazan el animal real, la angustia marinera, la lucha por la supervivencia, el poder destructor del océano y la imaginación inagotable de Herman Melville.

Mocha Dick existió. Su nombre aparece en archivos, cuadernos de bitácora, testimonios de balleneros, relatos publicados por escritores estadounidenses de la época y referencias cruzadas en documentos navales que, aunque dispersos y fragmentarios, coinciden en su descripción: un cachalote enorme, blanco, de comportamiento inusual y temperamento violento, que sobrevivió a decenas de enfrentamientos con barcos balleneros. Estos hechos no son especulaciones: pertenecen a la historia factual de la ballenería estadounidense, una industria lo suficientemente rigurosa en sus registros como para distinguir el rumor del suceso. Y esa es la clave que otorga credibilidad al mito. No hablamos de un animal inventado, sino de un ejemplar real cuyas hazañas se transmitieron de barco en barco como se transmiten las leyendas más sólidas: al calor de las lámparas de aceite, en noches sin luna, entre hombres que no podían permitirse la fantasía gratuita porque su vida dependía de la claridad con la que comprendieran el océano.

El hundimiento del Essex fue una advertencia para la industria ballenera, un recordatorio de que el océano, aun domesticado por la técnica y la experiencia humana, siempre conservaba la capacidad de destruir a quienes pretendían dominarlo. Pero la historia no terminó en 1820; siguió viva en la memoria de Nantucket, en el libro de Owen Chase, en el manuscrito de Thomas Nickerson y en las conversaciones de marineros que hablaban de ballenas blancas con un respeto casi religioso.

La transformación decisiva llegó cuando Herman Melville convirtió esa materia prima en literatura. Es importante recordar que Melville no escribió Moby Dick para narrar un hecho histórico, sino para explorar un concepto filosófico: la obsesión humana frente a lo incomprensible. Su capitán Ahab no es un reflejo exacto de Pollard —quien era prudente, moderado y profundamente marcado por su fe cuáquera— sino una figura trágica que condensa la locura del poder absoluto, el orgullo desafiante, la lucha contra un destino que solo puede terminar en destrucción. Melville tomó la tragedia del Essex y la moldeó según la estructura de una tragedia clásica: un héroe arrastrado por una pasión desmesurada, un antagonista que no es una criatura racional, sino una fuerza cósmica, y un desenlace que convierte la lucha en metáfora universal.

Si Mocha Dick fue el animal real, Moby Dick es su conversión simbólica. Y como todo símbolo que perdura, ha sobrevivido a siglos de reinterpretaciones. Tras la publicación de la novela el mito de la ballena blanca continuó expandiéndose a través de adaptaciones cinematográficas, obras teatrales, ilustraciones exuberantes de los siglos XIX y XX, cómics magistrales como La Ballena o el magnífico Mocha Dick, que recupera la figura real con un poder narrativo y visual extraordinario, o novelas posteriores como La sangre helada, que heredaron de Melville el tono de desamparo marítimo y misterio psicológico. El mito sobrevivió, sobre todo, porque la historia era buena demasiado buena para olvidarse.

Moby Dick, por Paul Lasaine.

Pero mientras la ballena crecía en la imaginación colectiva, la industria que le dio origen se desmoronaba. La aparición del petróleo y, poco después, de la electricidad, concedió al mundo fuentes de energía más eficientes, más baratas y menos dependientes de expediciones oceánicas de varios años. El precio del aceite de ballena cayó en picado; las factorías balleneras cerraron o se reconvirtieron; Nantucket entró en una crisis económica irreversible. Lo que había sido durante décadas una potencia marítima se convirtió en una isla silenciosa, cargada de recuerdos y de historias que ya nadie necesitaba. New Bedford resistió algo más, pero también perdió su hegemonía. El mundo se electrificó, se industrializó, se modernizó. Y la ballenería, que había sostenido una parte esencial del sistema energético global, quedó relegada a un capítulo del pasado.

Paradójicamente, este declive favoreció la canonización del mito. Cuando ya no había flotas persiguiendo cachalotes, cuando ya no se cazaban ballenas en masa, cuando el mar comenzó a verse como un espacio a proteger más que a explotar, la figura de la ballena blanca dejó de ser un enemigo para convertirse en un símbolo. En las décadas siguientes, la ciencia descubrió aspectos fascinantes sobre los cachalotes: su inteligencia social, su compleja estructura de comunicación acústica, su longevidad, su capacidad para recorrer miles de kilómetros en busca de alimento. De repente, aquel monstruo que hundía barcos empezó a ser visto como un ser extraordinario, antiguo, digno de admiración. La historia se redimensionó: lo que antes era una amenaza se convirtió en patrimonio natural.

Podemos afirmar, con la evidencia histórica en la mano, que la ballena blanca existió. Que hubo un Mocha Dick. Que hubo otros ejemplares blancos. Que hubo ataques documentados y uno de ellos hundió un barco entero. El mito no se alzó sobre la nada: se alzó sobre hechos que, por su rareza y su potencia narrativa, estaban destinados a transformarse en leyenda.

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Alfred Thayer Mahan y su influencia en el Desastre de 1898

Pocas figuras han dejado una huella tan profunda y duradera en la historia naval moderna como Alfred Thayer Mahan, un oficial estadounidense que, con la publicación en 1890 de The Influence of Sea Power upon History, 1660–1783, alteró de forma radical la manera en que las grandes potencias concebían su estrategia marítima, su política exterior y su proyección internacional. Su obra, estudiada con fervor en las academias navales de medio planeta, contribuyó a cimentar un nuevo paradigma según el cual el dominio del mar se convertía en la clave del poder global. Lo que quizá Mahan jamás imaginó es que sus teorías tendrían una aplicación tan inmediata y tan decisiva en un conflicto que, pocos años después, enfrentaría a su propio país con una España decadente, desgastada por décadas de errores políticos y estratégicos. La Guerra Hispano-Estadounidense de 1898, conocida en España como el Desastre del 98, no puede entenderse sin analizar la profunda influencia que las ideas mahanianas ejercieron sobre los dirigentes norteamericanos y, en paralelo, la incapacidad española para adoptar una doctrina naval coherente en un siglo XIX convulso y plagado de oportunidades perdidas.

Para entonces, España seguía contando —al menos sobre el papel— con una de las marinas de guerra más grandes del mundo. Todavía figuraba entre la cuarta o quinta escuadra mundial en número bruto de unidades, y poseía algunos buques modernos, cruceros acorazados como el Infanta María Teresa, el Vizcaya o el Almirante Oquendo, así como el imponente acorazado Pelayo, una nave única en su clase que simbolizaba las ambiciones frustradas del país por recuperar un protagonismo internacional que ya hacía décadas se le escapaba de las manos. En cambio, Estados Unidos, cuya marina había sido poco más que una fuerza costera tras la Guerra Civil, estaba en plena transformación. En menos de treinta años, pasaría de tener barcos de madera semidesfasados a liderar operaciones navales de escala global, preludio de la aparición de la célebre Gran Flota Blanca —la Great White Fleet— que Theodore Roosevelt enviaría a dar la vuelta al mundo en 1907 como demostración indiscutible de poder imperial.

Mahan no inventó el navío de acero ni la propulsión de triple expansión, pero sí ayudó a que la naciente superpotencia estadounidense comprendiera que el elemento marítimo, bien gestionado, podía convertirse en el pilar fundamental de su expansión. En un mundo en que las viejas monarquías europeas miraban con recelo la emergencia norteamericana, la doctrina de Mahan otorgó a Estados Unidos un marco teórico con el que justificar su ambición. A ojos del autor, el mar no era solo un espacio físico, sino el escenario privilegiado desde el que proyectar poder, garantizar la seguridad nacional y controlar los intercambios comerciales. Quien dominara las rutas marítimas, afirmaba, dominaría la historia.

España, por desgracia, había olvidado esa lección. Heredera del mayor imperio marítimo jamás visto bajo una sola corona, la nación que en el siglo XVI había surcado todos los océanos del planeta vivía, a finales del XIX, atrapada entre la nostalgia de su pasado glorioso y las miserias de una administración corrupta, perezosa y profundamente desconectada de los desafíos militares del mundo moderno. A diferencia del Reino Unido, que había asumido desde Nelson el valor del poder naval, o de Alemania, que bajo Guillermo II se lanzaba a una carrera frenética por construir acorazados que rivalizaran con la Royal Navy, España permanecía anclada en modelos conceptuales que ya no respondían a las exigencias tecnológicas de su tiempo. Sus teóricos seguían debatiendo entre la escuela clásica —que insistía en reproducir la lógica de las batallas de línea— y la escuela de buques ligeros —más adaptada a la realidad presupuestaria—, pero no lograban construir una doctrina coherente.

A esa falta de visión doctrinal se sumaba un mal endémico que ya había corroído los cimientos del país desde el reinado de Carlos IV: la omnipresente corrupción. La burocracia naval española era farragosa, lenta y, con demasiada frecuencia, presa de intereses políticos que obstaculizaban cualquier intento de modernización. Se malgastaban los escasos recursos disponibles, se encargaban buques que tardaban años en construirse y cuya vida útil comenzaba ya comprometida, y se tomaban decisiones estratégicas que respondían más a conveniencias personales que a un análisis frío de la coyuntura internacional. El caso del submarino Peral es el ejemplo más doloroso. Isaac Peral, visionario adelantado a su tiempo, diseñó un submarino operativo décadas antes de que los grandes imperios comprendieran el potencial de estas máquinas. La Marina española poseía así un arma revolucionaria, capaz de alterar el equilibrio naval mundial, pero lo dejó morir por falta de presupuesto, desconfianza burocrática y mezquindad política. Mientras tanto, en Estados Unidos y Alemania, sus teóricos observaban con atención ese tipo de innovaciones que España despreciaba.

En el escenario internacional, Estados Unidos ya había identificado la clave de su futuro: convertirse en una potencia oceánica capaz de proteger sus intereses comerciales desde el Atlántico al Pacífico. La doctrina del Destino Manifiesto —esa convicción casi religiosa de que la nación estadounidense estaba llamada a liderar el mundo— encontró en Mahan la herramienta intelectual perfecta para extenderse más allá del continente. Si hasta 1865 había prevalecido un cierto aislacionismo, en la década de 1880 Washington comprendió que el océano no debía ser barrera, sino puente. De esta forma nació la “diplomacia del cañonero”, una política exterior basada en el despliegue de acorazados frente a las costas de países considerados débiles o estratégicos, con el fin de imponer acuerdos comerciales, tutelar gobiernos o intimidar a rivales europeos. Allí donde aparecía una línea de casco blanco con cañones asomando al sol tropical, la voluntad estadounidense se hacía ley. Era la aplicación práctica del mahanismo: la política exterior como prolongación del poder naval.

En contraste, España llegaba al umbral del conflicto de 1898 agotada. La pérdida de sus territorios continentales americanos después de 1824 no solo había mutilado su extensión imperial, sino que había hundido su autoestima como nación marítima. Los intentos de recomponer la Armada durante el reinado de Isabel II, o posteriormente durante la Restauración borbónica, fueron tímidos, erráticos y siempre sometidos a vaivenes presupuestarios. Mientras Estados Unidos construía una armada uniforme, coherente y diseñada para operar a miles de kilómetros de sus puertos, España mantenía barcos de distintas procedencias, distintos armamentos, distintos calibres y distintos criterios de protección, lo que hacía extremadamente difícil su mantenimiento. El Pelayo era un símbolo de ambición frustrada: potente, pero único; armado, pero solitario; diseñado como buque capital de una flota que nunca llegó a existir. La clase Infanta María Teresa representaba un esfuerzo por modernizar la Marina con cruceros acorazados, pero estos llegaron tarde, con blindajes insuficientes, máquinas poco eficientes y artillería que no podía rivalizar con los cañones estadounidenses de tiro rápido.

Para más inri, España seguía siendo víctima de la persistente leyenda negra que, desde el siglo XVI, el Reino Unido había alimentado y que Estados Unidos heredó con entusiasmo. Mientras la prensa norteamericana —en manos de magnates como William Randolph Hearst— caricaturizaba a España como una nación medieval, cruel y racista, la realidad histórica era muy distinta. Para 1898, la esclavitud había desaparecido completamente del mundo hispánico, mientras que en Estados Unidos apenas hacía treinta años que se había abolido y la segregación racial seguía siendo un hecho legal, cotidiano e institucionalizado. Sin embargo, en el imaginario estadounidense —alimentado por propaganda interesada— la guerra se presentó como un acto de liberación contra un imperio opresor. Resulta irónico que, bajo el pretexto de liberar a Cuba, Estados Unidos terminara por convertirla en un protectorado, mientras que Puerto Rico fue directamente anexionada. Pero la propaganda se impondría a la verdad, y el mahanismo proporcionó el marco perfecto para justificar aquella empresa expansionista.

En el propio seno de la Armada Española existía una profunda contradicción. En la península, la institución seguía envuelta en un aura de prestigio casi romántico. El público recordaba las gestas de Lepanto, los galeones de Manila, las batallas contra piratas berberiscos o las campañas globales del siglo de los Austrias. Pero esa Armada épica no tenía nada que ver con la realidad del fin del XIX. Los arsenales estaban desfasados, los astilleros apenas podían producir unidades modernas, y la falta de carbón de calidad —crucial para los motores de triple expansión— hacía que muchos buques españoles navegaran con propulsión muy inferior a la prevista en sus diseños. En Estados Unidos, en cambio, se empleaba carbón de altísima calidad procedente de Pensilvania, con un poder calorífico superior que garantizaba mayores velocidades sostenidas. Cuando los cruceros acorazados españoles llegaron a Santiago de Cuba, estaban ya deteriorados por la travesía, mal alimentados de combustible y con calderas que apenas alcanzaban el rendimiento teórico. Los estadounidenses, en cambio, tenían navíos como los acorazados de la clase Indiana o los cruceros de la clase New York, máquinas modernas construidas para resistir, disparar rápido y mantener posiciones estratégicas durante horas.

Así se configuró el escenario del 98: de un lado, una España con cierta apariencia de potencia naval, pero sin doctrina, sin recursos y sin voluntad política; del otro, una nación joven, industrializada, ambiciosa y respaldada por una teoría naval que había entendido la esencia del poder global. El choque fue inevitable. La victoria estadounidense no fue fruto de un impulso repentino o de una superioridad coyuntural, sino la consecuencia lógica de décadas de preparación teórica, industrial y estratégica.

Alfred Thayer Mahan

Mahan, arquitecto intelectual del poder naval estadounidense

Para comprender plenamente el peso que tuvo la doctrina de Alfred Thayer Mahan en la guerra de 1898, resulta imprescindible detenerse brevemente en el contexto biográfico e intelectual que dio forma a sus ideas. Mahan no solo fue un historiador naval brillante, sino también un testigo privilegiado del proceso de modernización de la Armada de los Estados Unidos. Nacido en 1840 en West Point, en el seno de una familia profundamente vinculada a las armas, Mahan creció en un ambiente marcado por la disciplina castrense y por una reflexión constante sobre la función militar en la historia. Su formación como oficial de marina, unida al análisis de la decadencia que sufría la marina estadounidense tras la Guerra de Secesión, lo impulsó a reconstruir intelectualmente el papel del mar en el destino de las naciones. Inspirado por las guerras anglo-holandesas, los programas navales franceses del XVII y XVIII y, sobre todo, por la hegemonía británica establecida después de Trafalgar, Mahan desarrolló su tesis fundamental: el dominio del mar es condición indispensable para la grandeza de cualquier potencia.

El impacto inmediato de una teoría revolucionaria

Cuando publicó The Influence of Sea Power upon History en 1890, su obra fue recibida en Washington como una revelación estratégica. No era simplemente un estudio histórico, sino una guía práctica para el futuro. Mahan afirmaba que las naciones que poseen una marina mercante vigorosa, puertos bien situados, bases navales estratégicas y una flota de batalla capaz de obtener la supremacía decisiva estaban destinadas a dominar la política mundial. En aquel momento, Estados Unidos debatía su lugar en el mundo: ¿debía continuar siendo una potencia continental, o aspirar a una proyección internacional acorde con su tamaño, riqueza industrial y ambición? El pensamiento mahaniano proporcionó el marco teórico para dar el salto.

A partir de 1883, y con renovado impulso tras la publicación de Mahan, se puso en marcha el programa que pasaría a la historia como la New Navy, un esfuerzo masivo de industrialización militar que transformó por completo la marina estadounidense. Buques como el USS Maine, el USS Texas, los acorazados de la clase Indiana y los cruceros New York, Brooklyn y Olympia encarnaban la nueva filosofía: acero, artillería de tiro rápido, blindajes coherentes, logística eficiente y capacidad de operar a miles de kilómetros del territorio continental. El viaje del USS Oregon, bordeando el Cabo de Hornos para integrarse en la escuadra del Caribe, demostró al mundo entero que Estados Unidos había dejado atrás la etapa de flota costera.

Una España sin doctrina frente a un rival que sí la tenía

El contraste con España era abrumador. Aunque todavía figuraba sobre el papel entre las grandes armadas del mundo, la realidad era muy distinta. España careció a lo largo del siglo XIX de una doctrina naval coherente. Ningún teórico logró articular un modelo que orientara la construcción naval, la logística ni la política exterior. Los debates eran estériles: acorazados grandes o flota ligera, defensa del litoral o proyección colonial, inversión doméstica o compras en el extranjero. En la práctica, se acabó creando una flota híbrida, inconsistente y profundamente dependiente de decisiones políticas mal fundamentadas.

El Pelayo simboliza esa incoherencia estructural. Era un magnífico acorazado en sí mismo, pero un acorazado aislado, sin gemelos ni escuadra que lo acompañara, sin una estrategia definida para su uso y sin una doctrina que integrara su potencial en un plan de guerra coherente. A ello se sumaba la corrupción burocrática y la parsimonia administrativa. Mientras Estados Unidos construía sus buques en serie, con sistemas homogéneos de artillería y logística unificada, España mantenía unidades heterogéneas que complicaban su mantenimiento. El caso del submarino Peral, una revolución tecnológica que podría haber cambiado la historia naval mundial, quedó truncado por una mezcla de ignorancia política y mezquindad institucional que harían sonrojar incluso al más indulgente historiador.

El Pelayo en 1892.

La aplicación práctica del mahanismo en la política exterior de EEUU

Estados Unidos entendió antes que nadie, gracias al pensamiento de Mahan, que el control de los mares permitía moldear la diplomacia mundial. La llamada “diplomacia del cañonero” era precisamente la puesta en acción del mahanismo: emplear el poder naval para imponer condiciones comerciales y geopolíticas. Para ello resultaba indispensable un sistema global de bases navales, estaciones carboneras y puertos seguros. Cuba, Guam, Hawái, Puerto Rico y Filipinas encajaban en esa visión como piezas de un mismo rompecabezas.

España, por el contrario, no interpretó el Caribe ni el Pacífico desde una perspectiva estratégica global. Afrontó la crisis cubana como un problema colonial interno, no como una pieza crucial en el tablero mundial. En esa diferencia conceptual se encontraba ya el germen del desastre.

La superioridad material estadounidense frente al agotamiento español

En vísperas del conflicto, la asimetría material era tan evidente como la doctrinal. La calidad del carbón estadounidense, procedente de Pensilvania, era extraordinariamente superior al carbón español, lo que se traducía en mayor potencia real, mayor velocidad sostenida y menor desgaste de las calderas. Los buques españoles llegaron a Cuba fatigados, sobrecargados y muy por debajo de su rendimiento teórico. La escuadra de Cervera era valiente y disciplinada, pero no tenía posibilidad real de enfrentarse a una marina que disponía de mejores barcos, mejores artilleros, mejores suministros y una doctrina perfectamente interiorizada.

La tragedia del Cristóbal Colón ilustra el alcance del desastre. Era uno de los mejores cruceros acorazados del mundo, pero España lo envió a la guerra sin su artillería principal de 254 mm por un cúmulo de errores administrativos que hoy resultan incomprensibles. Los estadounidenses, mientras tanto, presentaban una escuadra homogénea y bien entrenada, capaz de mantener maniobras coordinadas durante horas y sostener un fuego rápido y preciso.

Cavite y Santiago: la doctrina Mahan se impone

La batalla de Cavite, en Filipinas, fue la demostración inmediata de la superioridad doctrinal estadounidense. Dewey, al mando del USS Olympia, aplicó los principios mahanianos con una precisión impecable: movilidad constante, distancia óptima de tiro, concentración de potencia de fuego y destrucción sistemática de la escuadra enemiga. Los barcos españoles, anclados, mal posicionados y con artillería obsoleta, no tenían posibilidad alguna.

En Santiago, la historia se repitió con mayor dramatismo. Empujado por un gobierno que no entendía la situación real, Cervera se vio obligado a salir en condiciones imposibles. Sus buques —Infanta María Teresa, Vizcaya, Oquendo, Cristóbal Colón— se enfrentaron a una muralla de acero encabezada por el USS Brooklyn, el USS Oregon, el USS Texas y otros buques cuyo rendimiento real duplicaba o triplicaba al de sus adversarios españoles. La batalla fue corta y devastadora. A pesar de ello, incluso los estadounidenses reconocieron el coraje de los marinos españoles, que enfrentaron lo imposible con una dignidad que solo aumenta la magnitud del sacrificio.

El malogrado Cristóbal Colón.

La transformación naval de Estados Unidos: de flota costera a potencia global

Para comprender el salto colosal que experimentó la Armada de los Estados Unidos en apenas unas décadas, es necesario retroceder a la situación previa a la publicación de Mahan. Tras la Guerra de Secesión, la marina norteamericana quedó prácticamente abandonada. El conflicto había impulsado avances importantes en buques acorazados y en el uso del vapor, pero, concluida la contienda, la nación se replegó de nuevo hacia un aislacionismo tradicional. La mayor parte de los buques construidos durante la guerra no solo fueron desguazados, sino que ni siquiera se mantuvo la estructura industrial necesaria para renovar la flota. En la década de 1870, Estados Unidos había regresado a una posición naval marginal, con embarcaciones de madera, artillería anticuada y una flota dispersa en pequeños destacamentos que servían más como presencia diplomática que como herramienta militar.

Europa contemplaba aquella situación con una mezcla de indiferencia y desdén. En los mares dominaban la Royal Navy británica y la Marine Nationale francesa, mientras que potencias emergentes como Italia, Alemania y Japón comenzaban a invertir de manera decidida en programas industriales. España, aunque debilitada, todavía mantenía una marina que podría considerarse competitiva en términos de número y tonelaje, pero estaba lejos de poseer la coherencia material y doctrinal que caracterizaba a los grandes actores atlánticos. En este panorama, Estados Unidos era visto como una potencia continental, sin interés real en proyectar fuerza más allá de sus costas.

Sin embargo, la década de 1880 marcaría un punto de inflexión. El crecimiento económico, la presión de los sectores industriales y la nueva mentalidad expansionista crearon el caldo de cultivo ideal para que la obra de Mahan se convirtiera en dogma.

La New Navy y la aplicación industrial del mahanismo

El mahanismo no fue simplemente un conjunto de ideas teóricas: fue un programa de industrialización militar que transformó por completo la capacidad naval estadounidense. Entre 1883 y 1898 se produjo un salto cuantitativo y cualitativo que no tenía precedentes en la historia naval occidental desde la creación de la flota acorazada británica. La New Navy no era solo una serie de buques de hierro y acero; era la expresión material de una revolución estratégica basada en la doctrina.

Buques como el USS Maine y el USS Texas representaban una nueva generación de acorazados costeros pesados, destinados inicialmente a proteger las costas norteamericanas. Pero la verdadera transformación vino de los acorazados de la clase IndianaUSS Indiana, USS Massachusetts y USS Oregon— que significaron el primer paso hacia una flota de batalla auténticamente oceánica. Estos buques, dotados de artillería en torres dobles alineadas en la crujía, blindaje homogéneo y máquinas potentes capaces de sostener velocidades superiores a las europeas equivalentes, marcaban una diferencia sustancial frente a los acorazados aislados de España, como el Pelayo.

El USS Maine en 1898, poco antes de ser autodestruido bajo ataque de falsa bandera.

Junto a los acorazados, los cruceros acorazados y protegidos se convirtieron en pilares esenciales de la estrategia mahaniana. El USS Brooklyn, el USS New York y especialmente el USS Olympia, buque insignia de George Dewey en Cavite, ejemplificaban la capacidad de proyección a larga distancia. A ello se sumaba una logística basada en el carbón de alta calidad de Pensilvania, que daba a los buques estadounidenses una ventaja operativa real sobre las marinas europeas que dependían de carbones de menor poder calorífico.

Mientras Estados Unidos estandarizaba diseños, homogeneizaba calibres y construía buques en serie, España continuaba comprando barcos de distintos astilleros extranjeros, cada uno con su propio sistema de mantenimiento, sus piezas específicas y sus tiempos de reparación incompatibles entre sí. El resultado fue una flota heterogénea, difícil de mantener, y sin un plan coherente de modernización. La comparación con Estados Unidos era inevitable: mientras los norteamericanos seguían una doctrina clara, España actuaba en función de coyunturas políticas, presiones presupuestarias o decisiones improvisadas.

La diplomacia del cañonero: el poder naval como extensión de la política exterior

Uno de los aspectos más fascinantes —y más inquietantes— del mahanismo fue su impacto directo en la política exterior estadounidense. La diplomacia del cañonero, que consistía en el despliegue de unidades navales para presionar o intimidar a otras naciones, se convirtió en un instrumento legítimo para Washington. No era una práctica nueva, pues el Imperio británico llevaba décadas utilizando sus cruceros como garantes de “civilización” en todo el mundo, aunque en realidad no se trataba más que de otra forma de imponer su hegemonía económica. Sin embargo, Estados Unidos adoptó esta práctica con un estilo propio: menos sutil, más directo y profundamente ligado a su expansión comercial.

Cuba, Puerto Rico y Filipinas adquirían así un significado que iba más allá de la rivalidad colonial con España. Para Washington, estas posesiones eran piezas estratégicas que garantizaban el control del Caribe y del Pacífico occidental. Desde esa perspectiva, la guerra de 1898 no fue un conflicto espontáneo ni accidental, sino la consecuencia lógica del pensamiento mahaniano aplicado a la geopolítica. Estados Unidos necesitaba bases avanzadas, puertos seguros y enclaves desde los que proyectar su marina al resto del mundo. El hundimiento del USS Maine —cuya causa sigue siendo objeto de debate histórico— sirvió como pretexto para desencadenar un conflicto que llevaba años gestándose en los círculos navales e industriales norteamericanos.

Caricatura en la publicación Blanco y Negro, en la que los españoles retan, directamente, a Estados Unidos, acusándolos de cobardes y de usar a cubanos racializados para instigar la revuelta.

La prensa sensacionalista, animada por figuras como William Randolph Hearst, contribuyó decisivamente a moldear la opinión pública, manipulando la imagen de España y reforzando una visión estereotipada y exagerada de su presencia en Cuba. Se trataba, en buena medida, de una nueva forma de Leyenda Negra adaptada al contexto estadounidense: España era presentada como una potencia decadente, cruel y atrasada, pese a que para 1898 ya no existía esclavitud en territorio español, mientras que en Estados Unidos, aún después de la abolición formal, persistían formas activas de segregación racial. La ironía histórica resulta evidente, aunque raramente se menciona.

España frente a un adversario moderno: la imposibilidad de la resistencia

A medida que se acercaba el estallido del conflicto, la diplomacia española actuó con torpeza y lentitud. Las autoridades confiaban en que la amenaza del Pelayo, del Carlos V y de los cruceros de primera clase bastaría para disuadir a Estados Unidos de un enfrentamiento directo. Lo que no comprendieron es que los norteamericanos habían internalizado el pensamiento de Mahan: la guerra no debía evitarse, sino buscarse si podía otorgar una posición estratégica superior. Para Estados Unidos, enfrentarse a España no era un riesgo, sino una oportunidad histórica para afirmar su poder naval.

Proa del crucero acorazado Emperador Carlos V, poco antes de 1898.

España, por su parte, mantenía un optimismo trágico sobre sus capacidades. Sobre el papel, seguía figurando entre las grandes marinas del mundo, situándose en torno al cuarto o quinto puesto mundial en número de unidades y tonelaje. Pero esta impresión era engañosa. La mayor parte de los buques españoles eran unidades antiguas, cruceros de madera recubierta de hierro, navíos con artillería de carga lenta o buques mal blindados. Incluso los más modernos, como los de la clase Infanta María Teresa, presentaban graves debilidades estructurales, especialmente en su protección delantera y en la distribución del peso. La calidad del carbón español reducía drásticamente la potencia temporal de las máquinas, lo que dejó a los barcos muy por debajo de su velocidad teórica.

Mientras tanto, Estados Unidos mostraba su potencia industrial con hechos. La llegada del USS Oregon desde la costa del Pacífico hasta el Caribe, recorriendo más de 14.000 millas en un tiempo récord, simbolizaba la nueva etapa del poder naval estadounidense. Aquel viaje épico causó conmoción en Europa: una marina que pocos años antes apenas contaba para la política internacional demostraba que podía proyectar fuerza a cualquier punto del mundo.

El modernísimo USS Oregon en 1898.

La Guerra de 1898: choque entre doctrinas, sistemas y visiones del mundo

Cavite: el primer acto de un desastre anunciado

Cuando estalló la guerra en abril de 1898, la primera demostración del abismo doctrinal entre las dos marinas se produjo en Filipinas. La escuadra del almirante Patricio Montojo, antiquísima en su concepción, carente de blindaje efectivo y mal apoyada desde la metrópoli, tenía pocas posibilidades reales de enfrentarse a una fuerza moderna comandada por el comodoro George Dewey. La respuesta estadounidense fue una aplicación casi quirúrgica del pensamiento mahaniano: movilidad, concentración de fuego, disciplina en las distancias y control absoluto del ritmo de la batalla.

El USS Olympia, escoltado por el USS Baltimore, USS Raleigh, USS Boston y otros cruceros modernos, entró en la bahía de Manila de madrugada, excediendo en velocidad, artillería y autonomía a todos los buques españoles. El escenario no podría haber sido peor para España: los buques de Montojo estaban fondeados, sin margen de maniobra, con sus cascos envejecidos y una artillería que apenas podía sostener un intercambio prolongado.

El USS Olympia en 1899.

La batalla duró escasas horas. El almirante Dewey ejecutó un plan impecable: mantener el movimiento constante, elegir el ángulo de aproximación y ejecutar pasadas sucesivas para martillar a la flota española desde distancia segura. Mahan había insistido en la importancia de la movilidad como fuerza multiplicadora: un buque en movimiento posee decenas de ventajas sobre uno estático, y Dewey lo demostró con precisión matemática.

El resultado fue devastador. La escuadra española quedó destruida o incendiada; la moral se hundió; los depósitos de munición se consumieron rápidamente; y aunque la resistencia española fue valiente, careció de cualquier posibilidad de éxito. El contraste doctrinal era demasiado grande. Para España, Cavite simbolizó el principio del final; para Estados Unidos, se convirtió en el acto inaugural del nuevo siglo naval.

Santiago de Cuba: la tragedia de Cervera y el triunfo del mahanismo

Si Cavite fue el prólogo, Santiago fue el clímax del desastre. La escuadra española dirigida por el almirante Cervera se encontraba cercada, sin apoyo terrestre real, con los depósitos de carbón saturados de combustible de baja calidad que aumentaba el riesgo de incendio, y muy por debajo del rendimiento teórico de sus máquinas. Aun así, Cervera tuvo que obedecer la orden de salir, sabiendo que lo hacía para la muerte.

La escuadra estadounidense, liderada por el almirante William T. Sampson y, en la práctica, dirigida por el audaz Winfield Scott Schley, desplegó un dispositivo que encarnaba la esencia del mahanismo: un anillo de acero compuesto por buques modernos, disciplinados y homogéneos, con artillería de tiro rápido y tripulaciones entrenadas al máximo nivel. El USS Brooklyn, el USS Texas, el USS Iowa, el USS Oregon y otros navíos formaban un muro insalvable.

El USS Texas en 1898.

Cuando los buques españoles —Infanta María Teresa, Vizcaya, Oquendo y Cristóbal Colón— se lanzaron hacia la libertad, el choque fue inmediato. La velocidad española quedó reducida por el carbón; la artillería tardaba en cargar; las calderas amenazaban con estallar; y las cubiertas de madera ardían con facilidad ante los proyectiles estadounidenses.

El Oregon, quizá el buque estadounidense más temido de la contienda, demostró la auténtica revolución industrial del país: mantenía velocidades superiores a 16 nudos durante largos periodos, giraba con una potencia desconocida en la marina española y disparaba con precisión mecánica. La persecución del Cristóbal Colón fue una de las escenas más simbólicas de la guerra: un crucero moderno español, más rápido que sus adversarios teóricamente, tuvo que ver cómo su ventaja desaparecía por carecer de su artillería principal, maldecido por decisiones burocráticas tomadas en Madrid años antes.

La batalla duró menos de lo que la dignidad de los marinos españoles hubiera merecido. Cervera y sus hombres lucharon con valentía conmovedora, pero la doctrina estadounidense, la disciplina de sus marinos y la mecánica de sus buques se impusieron sin contemplaciones. España no perdió por cobardía, sino por décadas de abandono, corrupción y ceguera estratégica. Estados Unidos ganó porque había comprendido, gracias a Mahan, que la supremacía naval era el camino hacia la supremacía global.

Restos del Cristóbal Colón.

La guerra terrestre: un teatro secundario condicionado por el dominio del mar

Aunque la historiografía estadounidense insiste en la importancia de las operaciones terrestres —especialmente la célebre carga de los Rough Riders liderados por Theodore Roosevelt en San Juan Hill—, lo cierto es que estas acciones fueron, en gran medida, irrelevantes desde una perspectiva estratégica. Lo decisivo fue el mar. La victoria estadounidense en Cuba y Puerto Rico se debió principalmente al control absoluto de las rutas marítimas. Sin capacidad para reabastecer tropas, España quedó estrangulada, mientras que Estados Unidos podía transportar miles de soldados sin temor a interdicciones.

En Filipinas ocurrió lo mismo: la victoria de Dewey convirtió a Manila en un enclave aislado e indefendible, más allá de la resistencia admirable, aunque dispersa, del Ejército español. La guerra terrestre, en realidad, fue una prolongación lenta de una derrota que ya se había consumado en el agua.

La propaganda, la manipulación y la nueva Leyenda Negra

Estados Unidos, como antes Gran Bretaña, supo crear una narrativa favorable para justificar sus acciones. A través de una prensa amarillista perfectamente coordinada, se construyó la imagen de una España atrasada, cruel y decadente. Hearst y Pulitzer utilizaron la guerra como un escaparate para vender periódicos, recurriendo a mentiras, exageraciones y análisis superficiales que hoy serían fácilmente desmontables. Pero en aquel contexto, la maquinaria propagandística fue decisiva: moldeó la opinión pública norteamericana, presionó al gobierno y contribuyó a la demonización internacional de España.

Es significativo que, para 1898, España habría abolido la esclavitud en todas sus posesiones, mientras que en Estados Unidos persistían formas estructurales de discriminación racial. Sin embargo, la propaganda estadounidense presentaba a la monarquía española como una entidad anacrónica y despótica, lista para ser sustituida por la “civilización” norteamericana. La ironía es amarga: un país que segregaba a millones de ciudadanos de su propio territorio se arrogaba el papel de liberador moral en Cuba y Filipinas.

El fin de un imperio y la sensación de humillación nacional

El resultado global de la guerra fue una conmoción profunda para España. Cuba, Puerto Rico y Filipinas se perdieron en apenas meses. La Marina había sido destruida sin haber podido demostrar su valor real en una batalla justa. Los soldados regresaron a la península enfermos, exhaustos y mal recibidos, víctimas de un Estado que no supo honrar su sacrificio. El país quedó sumido en un pesimismo colectivo que marcó a toda una generación: la famosa Generación del 98.

Estados Unidos, en cambio, emergió como una potencia naval de primer orden. Por primera vez, se situó en la consideración internacional al nivel de Francia, Alemania y el Reino Unido. Y, en muchos aspectos, comenzó a superarlas. La guerra del 98 había sido su examen de ingreso al club de imperios globales, y lo había aprobado con nota.

El infame Tratado de París de 1898. España se resigna frente a su incapacidad.

El legado inmediato del 98: Estados Unidos descubre su vocación imperial

La victoria en la guerra hispano-estadounidense no fue solo un éxito militar, sino un acontecimiento psicológico determinante para la identidad de Estados Unidos como potencia mundial. Hasta entonces, el país se había debatido entre su tradición aislacionista y las presiones crecientes de sus sectores industriales y expansionistas. La doctrina de Alfred Thayer Mahan había mostrado el camino; la guerra de 1898 lo confirmó de manera contundente. Estados Unidos comprendió que el mar no solo era un escenario secundario, sino el eje central de la geopolítica moderna. Si quería competir con los grandes imperios del planeta, necesitaba una marina de primera categoría, buques proyectables globalmente y un sistema de bases que sostuviera su poder lejos de la costa continental.

La incorporación de Puerto Rico, Guam y Filipinas, junto con el control indirecto sobre Cuba, configuró un mapa estratégico que respondía punto por punto al ideario mahaniano. Estados Unidos ya no era una potencia encerrada en el hemisferio occidental: comenzaba a adquirir la estructura geopolítica de un imperio oceánico. El propio Mahan fue invitado a reuniones de alto nivel con Theodore Roosevelt y otros líderes políticos, quienes consideraban sus ideas esenciales para orientar la política exterior. Por primera vez, un teórico naval norteamericano había determinado el rumbo estratégico de la nación.

La “Gran Flota Blanca”: símbolo de poder y diplomacia naval

Si el triunfo en el Caribe y en Filipinas fue el acto fundacional del nuevo imperialismo estadounidense, la creación de la Gran Flota Blanca fue su presentación oficial al mundo. Theodore Roosevelt, ferviente admirador de Mahan, entendió que la marina no solo debía ser empleada en combate, sino también como herramienta diplomática. De este razonamiento surgió la decisión de organizar una flota imponente de acorazados recién construidos, pintados de blanco para simbolizar paz —aunque su verdadero significado era el poderío—, que diera la vuelta al mundo entre 1907 y 1909.

Esta expedición monumental, compuesta por dieciséis acorazados de última generación, tenía un propósito evidente: demostrar a las potencias europeas y asiáticas que Estados Unidos había entrado en el club selecto de las grandes armadas. La flota navegó por el Pacífico, recaló en Japón, cruzó el Índico, pasó por el Mediterráneo y regresó al Atlántico, generando una impresión generalizada de asombro y respeto. El eco psicológico fue enorme. Desde Londres hasta Berlín, desde París hasta San Petersburgo, los observadores navales comprendieron que la marina estadounidense se había convertido en una fuerza comparable —y en algunos aspectos superior— a las grandes flotas europeas.

Gran Bretaña, acostumbrada a dominar los mares sin discusión desde Waterloo, asistió con creciente inquietud al ascenso norteamericano. La Royal Navy, pese a su colosal tonelaje, comenzaba a mostrar signos de vulnerabilidad ante rivales emergentes como Alemania y Japón, y ahora debía vigilar también el crecimiento estadounidense. El equilibrio naval global cambiaba a una velocidad inesperada, impulsado por factores industriales, tecnológicos y doctrinales que Estados Unidos supo utilizar mejor que nadie.

La Gran Flota Blanca atravesando el Estrecho de Magallanes.

La revolución industrial de los astilleros estadounidenses

Para comprender la magnitud del salto norteamericano, hay que observar la base material que sostuvo este ascenso. Estados Unidos poseía, a comienzos del siglo XX, la mayor capacidad industrial del mundo. Sus fundiciones produjeron cantidades ingentes de acero; sus fábricas de artillería desarrollaron piezas de calibre uniforme, fiables y fáciles de mantener; y sus astilleros —como los de Newport News o Philadelphia Navy Yard— trabajaban con una eficacia que Europa tardaría en igualar. Mientras la construcción naval española seguía atrapada en la penuria presupuestaria y la dependencia de compras extranjeras, Estados Unidos fabricaba buques en serie, con sistemas homogéneos y estándares industriales avanzados.

La diferencia con España era brutal. En los años posteriores al 98, los astilleros españoles apenas podían mantener los cruceros y destructores ya existentes, muchos de ellos adquiridos a la carrera y sin coherencia de diseño. La falta de una industria pesada moderna impedía cualquier reactivación seria de la política naval. Estados Unidos, en cambio, pasó de construir unos pocos buques de hierro en la década de 1880 a producir acorazados y cruceros de manera regular. Cada nueva clase superaba a la anterior en blindaje, potencia de fuego y rendimiento mecánico.

De hecho, en la década posterior al 98, los buques estadounidenses ya rivalizaban con los acorazados británicos. Y lo hacían con una visión estratégica clara: despliegue global, capacidad de combate decisivo y control absoluto de las rutas marítimas.

El Canal de Panamá: culminación geopolítica del mahanismo

Uno de los puntos clave de la doctrina de Mahan era la necesidad de controlar pasos estratégicos que permitieran acelerar la movilidad de la flota. Para Estados Unidos, la separación entre el Atlántico y el Pacífico era un problema crítico que había quedado en evidencia durante la guerra de 1898. El viaje épico del USS Oregon bordeando el Cabo de Hornos durante más de dos meses demostró la urgencia de contar con una vía rápida que conectara ambas costas.

La construcción del Canal de Panamá, iniciada tras la independencia artificialmente promovida del territorio panameño en 1903, fue la culminación natural del pensamiento mahaniano aplicado a la realidad geopolítica. Con el canal, Estados Unidos conseguía unir dos océanos en términos militares, garantizando que su flota pudiera desplazarse de un teatro de operaciones a otro en tiempo récord. Ninguna otra potencia disponía de semejante ventaja estratégica en 1914, cuando el canal fue inaugurado. En cierto modo, Panamá fue la obra maestra material de Mahan: la infraestructura que aseguraba para siempre el dominio estadounidense.

El SS Kroonland atravesando el Canal de Panamá, escoltado por remolcadores, en 1915.

La sombra de Alemania y el equilibrio del poder naval

Aunque Estados Unidos ascendía imparable, no lo hacía en un vacío estratégico. Alemania, bajo el impulso del almirante Alfred von Tirpitz y el apoyo del káiser Guillermo II, había emprendido un ambicioso programa de creación de una flota destinada a rivalizar con la Royal Navy. La doctrina alemana, basada en la Risikoflotte (flota de riesgo), pretendía ser suficientemente poderosa para obligar a Gran Bretaña a negociar o renunciar a un conflicto directo. Entre 1898 y 1914, la Kaiserliche Marine construyó acorazados que estaban a la altura —o incluso superaban— a los británicos en varios aspectos.

Estados Unidos observó esta carrera armamentística con atención. Aunque no participó directamente en la escalada naval europea, desarrolló una flota cada vez más sofisticada, consciente de que el siglo XX sería un siglo marítimo. De hecho, a partir de 1900, la marina estadounidense superó en capacidad tecnológica a la española, italiana, austrohúngara e incluso francesa, situándose en el segundo nivel solo por detrás de la Royal Navy y, en algunos órdenes técnicos, por delante de ella.

En menos de cien años, Estados Unidos había pasado de ser una potencia marítima irrelevante a convertirse en uno de los pilares del equilibrio naval mundial. Y lo había logrado gracias a la aplicación disciplinada y coherente del pensamiento de Mahan.

El crucero ligero alemán SMS Emdem en Kiel, en 1909.

España tras el 98: la resignación estratégica de una potencia agotada

En España, la derrota provocó una profunda crisis política e intelectual. El país perdió su último gran imperio justo cuando la modernidad industrial imponía nuevas reglas. Sin recursos, sin voluntad política y sin un proyecto naval coherente, la Armada quedó relegada a un papel secundario. Se intentaron reformas, se reestructuraron algunas ramas y se propuso una renovación técnica, pero nada comparable al dinamismo estadounidense. España se vio obligada a asumir un papel periférico, muy lejos del protagonismo que había tenido en los siglos anteriores.

La comparación con Estados Unidos era dolorosa pero inevitable: mientras los norteamericanos construían acorazados en serie y proyectaban su poder global, España luchaba por mantener una flota reducida y para uso casi exclusivamente defensivo. El 98 no fue solo un desastre militar, sino el fin de un modelo de Estado que no había sabido adaptarse a la nueva era del acero, el carbón y la política global.

El mahanismo como arquitectura del siglo XX

La doctrina de Alfred Thayer Mahan fue, sin duda, una de las fuerzas intelectuales más influyentes en la formación del mundo contemporáneo. Sus ideas transformaron a Estados Unidos en una potencia naval, moldearon la política exterior norteamericana, aceleraron la caída del imperio español y alteraron el equilibrio global de forma irreversible. El 98 fue, en ese sentido, mucho más que un episodio bélico: fue un punto de inflexión en la historia de los océanos, la consolidación de una nueva hegemonía y el anuncio solemne de que el siglo XX sería un siglo norteamericano.

Sin embargo, el análisis frío de los hechos no debe ocultar la dimensión humana, política y moral del conflicto. Estados Unidos aplicó con audacia, determinación y disciplina una doctrina que España no supo adoptar. Pero lo hizo también con una agresividad imperial que ocultó bajo discursos de liberación y modernidad. La prensa fabricó caricaturas, el gobierno manipuló el relato y el expansionismo fue disfrazado de filantropía. Se aprovechó de una España exhausta, debilitada por su propia corrupción, pero que aún conservaba una altísima dignidad militar y moral.

En 1898 España ya no era la potencia oceánica que había dominado tres océanos durante siglos, pero tampoco era la caricatura que los panfletos estadounidenses dibujaron entonces y que ciertos historiadores poco rigurosos han querido perpetuar. En realidad, España había abolido la esclavitud; intentaba reformar sus estructuras políticas; mantenía un imperio cohesionándose como podía; y conservaba una tradición naval heroica, que incluso sus enemigos reconocieron en el fragor de la batalla.

El trauma español: entre la derrota y la dignidad

La pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas fue un golpe devastador para la conciencia nacional. Las flotas de Montojo y Cervera, derrotadas más por la inercia de décadas de abandono que por falta de valor, dejaron en el imaginario español una herida profunda. La nación entró en un periodo de introspección amarga, pero también de lucidez intelectual: la Generación del 98, con todas sus contradicciones, surgió de esa herida, transformando la derrota en materia de reflexión filosófica y cultural.

Sin embargo, más allá de las lamentaciones, hubo algo que España no perdió jamás en el 98: la dignidad. Las últimas acciones de la Armada, en Cavite y en Santiago, se caracterizaron por una gallardía que asombró incluso a los vencedores. Cervera salió al combate sabiendo que marchaba hacia la muerte. Sus hombres lucharon y ardieron en cubiertas de madera, conscientes de que se enfrentaban a una flota superior en todo. Esa voluntad de honor, esa convicción silenciosa de cumplir con el deber aunque la historia ya estuviese escrita, es uno de los episodios más respetables de la historia naval universal.

Y si Estados Unidos ganó porque supo comprender el mundo moderno, España perdió, en buena medida, porque aún seguía atada a un pasado glorioso que sus gobernantes no supieron traducir al presente. Fue una derrota del Estado, no de sus marinos; una derrota de la burocracia, no de la identidad nacional; una derrota de la máquina administrativa, nunca del corazón del país.

Tras 1898, España ya no figuraría entre las grandes potencias, pero su legado no desapareció. Las rutas que abrió, las ciudades que fundó, los océanos que cartografió y la cultura que transmitió siguieron siendo parte indeleble del mundo. Por más que las propaganda anglosajona insistiera en su supuesta decadencia, la realidad histórica demostraba que pocas naciones habían marcado de manera tan profunda la historia marítima del planeta.

En cierto modo, España pasó de ser un imperio a ser una conciencia: la conciencia histórica de Europa, la brújula moral de un pasado compartido y el recuerdo constante de que el poder no se mide solo en barcos o en cañones, sino también en ideas, lenguas, leyes, símbolos, ciudades y generaciones enteras que viven bajo su legado.

El Reina Mercedes hundido en la Bahía de Cuba.

Cuando las naciones se miran en el espejo del mar

Al final, la historia de Mahan, de Estados Unidos y de España en 1898 no es únicamente la historia de una guerra. Es la historia de dos visiones del mundo: la del imperio joven, impetuoso, ansioso por expandirse y decidido a dominar los mares; y la del imperio antiguo, cansado pero noble, que aún conservaba el eco de siglos navegando en horizontes que otros apenas empezaban a soñar.

El mar, que había sido durante tanto tiempo patrimonio natural de España, se convirtió entonces en escenario de un relevo histórico. Pero incluso en la derrota, España mantuvo algo que no puede perderse nunca: la memoria. Porque las naciones no viven solo en su presente, sino también en aquello que han sido y en aquello que, pese a todo, siguen representando.

Y cuando la espuma del mar y del combate se asentó sobre el mar Caribe y sobre la bahía de Manila, cuando los últimos cañones callaron, cuando los acorazados estadounidenses regresaron victoriosos y los barcos españoles ardieron sobre la costa, el océano —ese juez implacable y eterno— pareció guardar silencio por un instante, como si reconociera, entre el humo y la ceniza, a dos pueblos que habían mirado su destino reflejado en él.

Los unos, emergiendo a la gloria.
La otra, despidiéndose de un imperio.
Pero ambos, inevitablemente, hijos del mar.

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¿Qué queda del Imperio Español en Filipinas?

De Madrid a Manila: el legado material e inmaterial de España en Filipinas.

Aunque fue, quizá, la menos mimada de las colonias de ultramar, Filipinas siempre se configuró como una de las piedras angulares del Imperio español. Olvidada por parte de autoridades y académicos tras su pérdida en 1898, uno de los tantos motivos que favoreció la sistemática eliminación de todo rastro español por parte de los estadounidenses, en los últimos años ha vuelto a ponerse en valor el legado español en Filipinas por parte, precisamente, de diferentes sectores de la cultura en España, gracias a obras como Los últimos de Filipinas, de Miguel Leiva y Miguel Ángel López (Actas, 2016), Defensa de Baler: Los últimos de Filipinas, de Félix Minaya y Carlos Madrid (Espuela de Plata, 2016), películas como Los últimos de Filipinas de Salvador Calvo (2016), o el cómic del mismo nombre editado por Cascaborra en 2020.

De hecho, en la práctica, no muchos filipinos conocen el origen de palabras que emplean a diario, e incluso de sus propios nombres y apellidos, así como el de algunos de sus monumentos o lugares de interés más relevantes, convertidos actualmente en grandes atracciones turísticas.

Filipinas perteneció, durante casi cuatro siglos, al Imperio español, siendo una de las posesiones más remotas de ultramar, junto a las Marianas y las Carolinas. La pérdida del archipiélago, durante la guerra contra Estados Unidos en 1898, acarreó, por parte de los estadounidenses, la citada eliminación de cualquier tipo de legado español en las islas, incluyendo entre ellos la cultura y, por ende, el idioma. Empero, algunos de estos vestigios siguen presentes en Filipinas, como fieles testigos de la historia.

  • ANTECEDENTES DE LA GUERRA DE 1898

Para España, la pérdida de Cuba, Filipinas, Puerto Rico y otros territorios de ultramar en 1898 supuso un punto de inflexión en su historia, en su proyección internacional y en su concepto como tal, ya que el maltrecho Imperio español desaparecía de forma oficial, aunque lo había hecho oficiosamente desde la emancipación de las colonias americanas durante los primeros compases del siglo XIX.

El Desastre del 98, que es como la historiografía ha denominado a este proceso, es, posiblemente, el hecho histórico que mejor explica la deriva de España desde entonces hasta nuestros días, y el mismo no es más que la consecuencia de un reinado apático y corrupto como lo fue el de Carlos IV (1788-1808). Desde la independencia de Estados Unidos (1784), los imperios europeos, sobre todo al respecto de sus colonias de ultramar, vieron seriamente amenazada su hegemónica posición, dado que la Guerra de la Independencia de Estados Unidos (1775-1783) no solo sentó un importante precedente, sino que se convirtió en una cuestión internacional, en la cual pujaron la mayor parte de potencias europeas del siglo XVIII.

El, por entonces, Imperio español se sumó a la causa estadounidense y participó, de forma activa, junto a Francia, en la expulsión de los británicos de la costa este de América del Norte. Este hecho, que marcó el nacimiento de Estados Unidos, de una de las mayores potencias económicas y militares de nuestra historia reciente, se volvería en contra de los españoles, ya que los propios británicos les devolverían la moneda apoyando logísticamente a los independentistas hispanoamericanos, llamados patriotas, con incluso mayor efectividad que en el caso de la independencia de Estados Unidos, suponiendo esto la efectiva expulsión de los españoles de la mayor parte de América en 1833.

A pesar de los vanos intentos de recuperar posesiones y peso político en la zona, el maltrecho Imperio español perdió un enorme peso internacional, motivado por la desidia de sus ciudadanos y el convulso, así como absurdo, panorama político durante todo el siglo XIX, plagado de militares y políticos corruptos, junto a ineficaces monarcas, dinamitando no solo el patrimonio territorial, sino también el cultural, en cuyas últimas colonias casi todo rastro de herencia española fue eficientemente eliminado por parte de los nuevos colonizadores.

Posesiones españolas en 1898.

Es un hecho que, desde la segunda mitad del siglo XIX hasta mediados del siglo XX, los procesos de descolonización, de forma lógica, se intensifican, expulsando a las potencias europeas de los mismos a través de procesos de emancipación que dan lugar a un nuevo mapa político. Sin embargo, el error de los españoles no solo radica en la forma en la que se producen estos procesos de emancipación, sino en la poca habilidad para gestionar las relaciones internacionales con los nuevos países, así como la herencia social y cultural dejada en los mismos.

Ello se debe a los serios problemas internos que arrastró el «Imperio» español desde la Guerra de Independencia (1808-1814), pero también al poco honroso trabajo realizado por la Inquisición española. Carlos III (1759-1788) dejó a todo el Imperio, y en concreto a la península ibérica, a las puertas de formalizar el necesario abrazo a la modernidad que precisaba España. Sin embargo, su magno proyecto dio al traste con la llegada de su hijo, Carlos IV, al trono de la Monarquía Hispánica. Alejado y ajeno a las ideas de la Ilustración, el quinto Borbón que se sentaba en el trono español parecía más preocupado por las intrigas palaciegas y los turbios asuntos de María Luisa que por gobernar el extenso territorio interior y de ultramar. La desidia de su reinado se tradujo en la dejación de responsabilidades y en el empeoro de la, ya, débil unidad del territorio, cuya cohesión comenzaría a resquebrajarse antes de la llegada de los franceses a la península ibérica.

Por otro lado, aunque la Inquisición española había perdido muchísimo poder a lo largo de los siglos, y sobre todo con Carlos III, seguía funcionando como órgano censor, lo cual propició un innegable retraso cultural en todos los territorios que los españoles controlaban. Mientras la ciencia, la filosofía y la política copaban las principales producciones académicas en Francia, el imperio británico y Estados Unidos, en España se seguía con una mentalidad acorde a los años más importantes del Siglo de Oro. Bien es cierto que la Inquisición realizaría pocos autos de fe en el último tramo del siglo XVIII y comienzos del XIX, pero también es cierto que la censura literaria y científica imaginó un país ciertamente torpe en ciencia, tecnología, literatura, filosofía, Derecho e, incluso, religión.

Batalla naval de Santiago de Cuba, por Ildefonso Sanz Doménech. En esta batalla, España perdió todos los buques que participaron en la misma, mientras que Estados Unidos no perdió ninguna de sus naves.

La pérdida de los territorios hispanoamericanos relegó a España a un más que merecido segundo plano en materia de política internacional, con unos pocos territorios en ultramar, entre los que se destacaron Cuba, Puerto Rico y Filipinas, aunque todavía preservaba algunos más, en África, Asia y Oceanía.

  • EL DESASTRE DE 1898

Estados Unidos se había convertido en una potencia económica, militar e industrial en poco menos de un siglo. Las originales Trece Colonias británicas supieron aprovechar el potencial del vasto territorio que les quedaba al oeste e iniciaron una importante política exterior que mostró su cara más agresiva durante la Guerra hispano-estadounidense  de 1898. Resultaba evidente que Estados Unidos no tenía ninguna simpatía por España; aquel país que ayudó a su independencia languidecía como un atrasado país europeo cuyos territorios de ultramar, a excepción de Cuba, parecían abandonados a su suerte. Esto dejaba estratégicos lugares como Cuba, Puerto Rico y Filipinas a merced de las modernas flotas que estaban conformando países como Alemania, Francia, Gran Bretaña, Japón y, por supuesto, el propio Estados Unidos.

Aunque España apostaba fuertemente por Cuba -el primer ferrocarril del Imperio unió La Habana con Güines-, su política con respecto a los nacionalistas cubanos, brevemente esquilmada con el sistema de trochas de Valeriano Weyler, le hizo ganar un buen número de enemigos dentro de la isla, muchos de ellos influenciados por Estados Unidos. La lucha de Cuba fue encarnizada, sucia y complicada. En el plano naval, España hizo un importante ridículo, equiparable al de Trafalgar (1805), ya que empleó un buen número de buques desfasados tecnológicamente que fueron carne de cañón para la moderna flota estadounidense, y aquellos más avanzados, al no contar con apoyo, acabaron como un amasijo de acero en el fondo del Caribe. En tierra la situación no fue mucho mejor, puesto que las tropas españolas, a pesar de encontrarse en su territorio, se encontraba mal equipadas y alimentadas, y la mayor parte de los refuerzos nunca llegaron a Cuba por motivos políticos y burocráticos.

En Puerto Rico la situación fue diferente. En esta isla no existía un nacionalismo arraigado por parte de los portorriqueños, entonces españoles. Sin embargo, Estados Unidos sí que tenía importantes intereses en Puerto Rico, y su objetivo no fue, en ningún momento, el de crear un títere como haría con Cuba o Filipinas, sino el de anexionar, por completo, Puerto Rico, aunque sin convertirla en un Estado dentro de su sistema administrativo. El combate en Puerto Rico fue testimonial, así como la resistencia que opusieron las tropas españolas en la isla, que prácticamente entregaron a los estadounidenses después de pequeñas escaramuzas con escasas bajas.

  • EL CASO DE FILIPINAS

Si Cuba fue, en la práctica, un desastre, Filipinas no fue menos. En este conjunto de islas del Pacífico, que llevaban bajo dominio español desde el siglo XVI, el espíritu nacionalista era, incluso, superior al de Cuba o al de las antiguas colonias hispanoamericanas emancipadas durante los años veinte y treinta del siglo XIX. Además, la propia geografía de las islas jugaba a favor de nacionalistas filipinos, terroristas y rebeldes, cuyos atentados hacia las autoridades españolas, antes y durante la guerra, fueron constantes.

Del mismo modo, si una gran parte de los filipinos renegaba de los españoles y el terreno resultaba dificultoso, a ello se añadía que, en la práctica, la cultura española no había arraigado en Filipinas tanto como en Cuba o Puerto Rico. La asimilación de la cultura española siempre fue un problema para los nativos, bien por el arraigo o la dificultad para ello, o bien por la inacción de los propios españoles. De hecho, la Capitanía General de Filipinas dependió, siempre, del Virreinato de Nueva España, hasta que México se independizó en 1821, pasando el testigo, directamente, al Gobierno de España, radicado en Madrid.

Esta centralización, con una España tremendamente convulsa durante el grueso del siglo XIX, desembocó en un cierto abandono de Filipinas por parte de las autoridades, a pesar de que el sistema colonial de los españoles era mucho más inclusivo que el de otras potencias europeas. A ello se añade la galopante corrupción de los gobiernos de la época, con sucesivas alternancias de poder entre oscuros personajes como Antonio Cánovas del Castillo, o Práxedes Mateo Sagasta, irónicamente enterrados en el Panteón de Hombres Illustres, y cuyos nombres ocupan un buen número de calles en toda España.

Posesiones españolas en el Pacífico en marzo de 1898. Fuente: Biblioteca Nacional de España.

Resulta evidente que la desidia y la inacción de los cuestionables personajes que tuvieron en sus manos el destino de España desde el siglo XVIII en adelante, a excepción de Carlos III, tuvo mucho que ver en el poco arraigo de la identidad española en las islas y, por ende, en el surgimiento del nacionalismo filipino. Sin embargo, bien es cierto que en España todavía quedaban un puñado de hombres buenos, artífices de la exploración y colonización de las Carolinas y las Marianas, muy próximas a Filipinas. Además, episodios como el de José Rizal, y su pretensión de convertir a Filipinas en una provincia, le llevó a mantener una constante disputa con los franciscanos y los terratenientes españoles, la cual desembocó en la ejecución de Rizal. También es cierto que no todos los filipinos fueron nacionalistas o mostraron aversión hacia la presencia española, incluso con el constante hostigamiento, en forma de propaganda, por parte de los estadounidenses.

Sea como fuere, a pesar de no ser algo baladí, lo cierto es que los estadounidenses, una vez ganada la guerra en 1898 -despojando a España, en términos efectivos, de sus posesiones de ultramar-, intentaron durante décadas, por activa y por pasiva, borrar cualquier rastro español en Cuba, Filipinas y Puerto Rico. Las dos primeras funcionaron como títeres durante décadas, y Puerto Rico fue directamente anexionada a Estados Unidos.

En Cuba es más que evidente la herencia española, tanto en el idioma, como en las costumbres, la cultura y la arquitectura, entre muchos otros aspectos. No obstante, en Filipinas sí que se realizó un borrado sistemático del legado español por parte de los estadounidenses, aunque, a día de hoy, siguen quedando en el archipiélago algunos vestigios del Imperio, así como una reciente y tímida puesta en valor del mismo por parte de historiadores y autoridades filipinas.

  • LA HERENCIA ESPAÑOLA EN FILIPINAS: EL PATRIMONIO INMATERIAL

La religión (siglo XVI).

En primer lugar, hemos de tener en cuenta que Filipinas es el único país de la zona en el que la religión mayoritaria es el cristianismo, y especialmente el catolicismo, lo cual evidencia la huella española, dado que los países colindantes a Filipinas suelen ser mayoritariamente musulmanes o budistas. De hecho, tal es el fervor católico en el archipiélago, que durante la Semana Santa, muchos de los filipinos, emulando a Jesús de Nazaret, llegan a crucificarse, con clavos de verdad, a una cruz, en la que permanecen durante unas horas. O bien son azotados, con látigos de cuero, durante su penitencia por las calles del municipio de turno.

Crucifixión en Pampanga. Fuente: Unidad Editorial.

Clavos empleados para crucificar a los devotos durante la Semana Santa en Filipinas. Fuente: Francis R. Malasig (EFE).

El idioma (siglo XVI).

Algo parecido ocurre con el idioma, a pesar de que el español fue abandonado, por completo, tras la expulsión de los españoles en 1898. Sin embargo, aunque el inglés y el tagalo son los idiomas oficiales, y los más hablados, este último comparte un gran número de palabras con el español. Palabras como orgullo, tienda, tenedor, flor, amor, belleza, tienda, cosa, o sabroso, que los filipinos emplean en su día a día, la mayoría de las veces sin ser conscientes de ellos.

El español no arraigó en Filipinas como sí hizo en Hispanoamérica o en las colonias españolas en África. Ello encuentra su explicación, al margen de la desidia de la administración española, en el reducido número de españoles que hubo siempre en Filipinas, en torno a 600 colonos por millón de habitantes. No obstante, el español fue lengua oficial en Filipinas hasta 1976, y de enseñanza obligatoria en universidades hasta 1987. Hecho que ha causado, entre otros, que en la actualidad apenas 200.000 filipinos hablen el español.

Caso aparte es el denominado chabacano, extendido por todo el archipiélago, pero especialmente popular en Zamboanga, donde lo hablan más de un millón de personas. El chabacano, al igual que el tagalo, mezcla español y lengua local pero con la salvedad de que, en este caso, predominan las palabras en español sobre las autóctonas. Tanto estadounidenses, tras la guerra de 1898, como japoneses, tras la invasión de Filipinas durante la Segunda Guerra Mundial, intentaron eliminar, sin éxito, el chabacano de entre las lenguas habladas en el archipiélago.

Las fiestas (siglo XVII).

Otro ejemplo de la huella del antiguo Imperio español en Filipinas reside en la celebración de fiestas populares, como es el caso de San Isidro Labrador, patrón de Madrid, que desde 1606 es, de forma efectiva, la capital de España. En el caso de Filipinas, las fiestas en honor a San Isidro, que son especialmente populares en Quezón, aunque difieren sensiblemente de las españolas, ya que los filipinos no se visten de «chulapos» o «chulapas», dado que esta costumbre apareció en España a mediados del siglo XIX, no pudiendo llegar a alcanzar demasiado arraigo en Filipinas.

Por último, al respecto de lo inmaterial, es importante destacar las relaciones diplomáticas entre España y Filipinas desde 1898. La mayor parte de este tiempo, ambos países no mantuvieron ningún tipo de relación, sobre todo por la influencia estadounidense en Filipinas que, de forma oficiosa, convirtió al archipiélago en una colonia.

Sin embargo, desde el inicio de los años 2000, España y Filipinas comenzaron a tener relaciones cada vez más estrechas, que dieron como resultado el establecimiento del Día de la Amistad Hispanofilipina a partir del año 2003, con motivo de la resistencia de los soldados españoles en Baler, uno de los episodios más famosos de la guerra de 1898.

España y Filipinas, por Juan Luna (1886).

La paella, o paelya (siglo XVIII).

El arroz llegó a la península ibérica con los árabes, gracias a las rutas comerciales que mantenían con oriente. Rápidamente, este cereal se convirtió en un elemento esencial en la gastronomía española, con multitud de modos de preparación que han llegado hasta nuestros días, destacándose de entre todos ellos el arroz en paella, llamado simplemente paella.

Con la llegada de los españoles a Filipinas, estos introdujeron gran parte de su gastronomía original en la colonia, siendo en muchos casos mezclada o adaptada a la ya existente en el archipiélago. Ese es, precisamente, el caso del arroz en paella, muy popular en la zona del Levante español y que, gracias al extenso cultivo del arroz en Filipinas, se ha convertido en uno de los platos básicos de su gastronomía.

Paelya filipina. Fuente: Yummy Philippines.

Existen multitud de variantes de la paelya filipina, al igual que existe con la paella valenciana. En el caso filipino, este plato suele incluir huevo duro, chorizo de Bilbao, queso o leche de coco, entre muchos otros ingredientes. En ocasiones, el plato recibe el nombre de «paella nativa» o, simplemente, «valenciana».

La cerveza San Miguel (siglo XIX).

Curioso resulta el caso de la cerveza San Miguel, hoy con sede en la mediterránea ciudad de Málaga (España).

Con la idea de abrir la primera fábrica cervecera en el sudeste asiático, un grupo de españoles, encabezado por Enrique María Barretto de Ycaza, comienza a producir cerveza en Manila, en el barrio de San Miguel, en 1885. En 1890, concretamente el 29 de septiembre, se inaugura oficialmente la Fábrica de Cerveza San Miguel, comenzando su exportación a otras regiones y países de la zona, llegando a destinos comerciales tan importantes como Guam, Shanghái y Hong Kong a principios del siglo XX. Tras la pérdida de Filipinas, los propietarios de la cervecera trasladan su producción y su sede a España, donde permanece a día de hoy. Resulta curioso, sin embargo, que todavía en Filipinas -y países como Estados Unidos-, la cerveza San Miguel que se comercializa lo hace bajo sello filipino, y no español.

Fábrica de San Miguel en Manila (Filipinas). Fuente: Loopulo.

  • LA HERENCIA ESPAÑOLA EN FILIPINAS: EL PATRIMONIO MATERIAL

A este patrimonio inmaterial, herencia de la presencia española en Filipinas durante casi cuatro siglos, se le añaden los vestigios materiales, de una forma u otra, que, a día de hoy, conviven día a día con filipinos y turistas. Si la huella cultural y comercial de España en Filipinas se evidencia en lo anteriormente comentado, todavía es más notorio dicho legado en términos puramente arquitectónicos, a través de restos y monumentos que se diseminan por toda la geografía filipina.

Bien es cierto, y como se referencia en varias ocasiones durante el texto, que los estadounidenses iniciaron un plan cuyo objetivo era el de eliminar cualquier vestigio de cultura española en Filipinas -y también en Puerto Rico o Cuba- para sustituirlo por los suyos propios. Lo cierto es que el plan de Estados Unidos fue un verdadero éxito, pero muchos edificios, en su mayoría iglesias barrocas, faros o fortalezas, no pudieron ser derruidos, los cuales se han convertido, hoy en día, en atracciones turísticas sin parangón.

Iglesia de San Agustín, en Manila (siglo XVII).

Exterior de la iglesia de San Agustín, Manila (Filipinas). Fuente: Ricardo C. Eusebio.

Interior de la iglesia de San Agustín, Manila (Filipinas). Fuente: Agustín Rafael Reyes.

Resulta especialmente interesante el tema de las iglesias católicas que se encuentran en Filipinas. Una de las más célebres, por su antigüedad, ejecución y conservación interior, es la iglesia de San Agustín, en Manila, construida en 1607 en el interior de un asentamiento ya tremendamente avanzado. Aunque no es el edificio religioso más antiguo de Manila ni de Filipinas, es preciso comenzar por esta iglesia a la hora de adentrarnos en el patrimonio arquitectónico hispano-filipino. San Agustín destaca por constituirse como un claro ejemplo del barroco colonial español, que se replicó por toda la península ibérica, América y, en este caso, Filipinas.

Del mismo modo, también es importante destacar su interior, aun con las sucesivas reformas, mejoras y restauraciones, es un buen ejemplo de planta en cruz latina, con un gran número de naves laterales a cada lado de la nave central. La decoración en mármol y escayola, es sencilla de encontrar, hoy día, en España, en cualquier iglesia en ciudades como Sevilla, por ejemplo.

La iglesia de San Agustín, con graves daños estructurales, tras la liberación de Filipinas en agosto de 1945. Fuente: Time Inc.

Durante la Segunda Guerra Mundial, tras la invasión japonesa y los sucesivos bombardeos estadounidenses, la iglesia de San Agustín sufrió graves daños, afectando incluso a su propia estructura. Sin embargo, a comienzos de los años cincuenta, se inició un proceso de reconstrucción y restauración que la ha devuelto a su estado original.

Catedral de Manila (siglo XVI).

La catedral de Manila (Filipinas) en 2009. Fuente: Gary Todd.

El caso de la catedral de Manila es especialmente interesante debido a su historia, aunque también a su evidente valor arquitectónico, a pesar de que, a día de hoy, no se trate de una edificación cien por cien original.

Levantada hacia 1582, una década después del establecimiento de Manila como capital de Filipinas por parte de Miguel López de Legazpi, la catedral se levantó sobre la planta de una modesta parroquia construida en 1571 y que daba servicio a los nuevos colonos españoles. El edificio que vemos hoy día es la sexta reconstrucción de la catedral, y es una réplica, casi exacta, del original de 1582. Esta catedral, de estilo gótico tardío, muy popular en la España del siglo XVI, ha sufrido varios terremotos, un incendio e, incluso, un bombardeo durante la Segunda Guerra Mundial. Sus arquitectos más notables fueron Luciano Oliver, Vicente Serrano Salaverria, Eduardo López Navarro y Fernando Ocampo, este último responsable de la definitiva reconstrucción de la catedral en 1958.

Campanario de la catedral de Manila (Filipinas) destruido tras el terremoto de 1863.

Parroquia de San Pedro y San Pablo, en Calasiao (siglo XVI).

Fachada de la parroquia de San Pedro y San Pablo, en Calasiao (Filipinas). Fuente: Ramón F. Velasques.

En Calasiao, a doscientos kilómetros de Manila, los españoles establecieron un pequeño enclave en 1571 que, en poco tiempo, aumentó muchísimo su tamaño gracias, entre otras cuestiones, a una relativa buena distancia con Manila, así como su salida al mar. Sin embargo, no sería hasta 1588 cuando se fundase oficialmente como villa, comenzando, así, la construcción de un prominente casco urbano que, a día de hoy, se conserva relativamente bien.

Ese mismo año iniciaron la construcción de la parroquia de San Pedro y San Pablo, finalizada poco después, y que se constituye como un buen ejemplo de la temprana arquitectura española en Filipinas. Lo que podemos ver hoy día no es el original del siglo XVI, dado que la iglesia fue destruida en 1763 por rebeldes filipinos. Sin embargo, sí que se puede observar esta huella en su interior y en su fachada principal, que presenta elementos característicos del estilo colonial español, muy reproducido en toda Latinoamérica.

Iglesia de Nuestra Señora de Gracia, en Macati (siglo XVII).

Muy cerca de Manila, en Macati, se encuentra la iglesia de Nuestra Señora de Gracia. Su construcción se inició en marzo de 1601 y fue terminada, tras sucesivas reformas, a mediados de 1630. Aunque fue concebida acorde a los cánones del gótico tardío, finalmente presenta múltiples elementos barrocos que constituyen como un ejemplo único, tanto en Filipinas como en el resto del mundo.

Fachada de Nuestra Señora de Gracia en Macati (Filipinas). Fuente: Elmer B. Domingo.

Aunque, a priori, pudiese parecer inactiva debido al estado aparente de su exterior, la iglesia se encuentra completamente operativa en la actualidad, siendo gestionada por parte de frailes agustinos. Este templo, al igual que muchos otros en Filipinas, ha experimentado los embates de sucesivos terremotos, erupciones de volcán, invasiones y bombardeos a lo largo de su historia. Sin embargo, al contrario de lo que ocurrió con la catedral de Manila, la iglesia de Nuestra Señora de Gracia se mantiene, prácticamente, intacta desde 1630.

Iglesia de San Luis Obispo de Tolosa, en Baler (siglo XVI).

Fachada de San Luis Obispo de Tolosa en Baler (Filipinas). Fuente: Municipality of Baler.

Esta iglesia es, quizá, una de las más célebres acerca de la presencia española en Filipinas. Y no lo es, precisamente, por su valor artístico o arquitectónico, más bien escaso, sino por su valor histórico. Dentro de esta pequeña iglesia, situada en el noreste de Filipinas, los restos de un pequeño destacamento de cazadores españoles resistieron, durante casi un año, el asedio de la iglesia por parte de insurrectos filipinos y estadounidenses, sin noticias, siquiera, de que España se había rendido a los pocos meses de comenzar el conflicto, perdiendo Cuba, Puerto Rico y Filipinas, donde se encontraban.

La iglesia de Baler, consagrada a San Luis Obispo de Tolosa, aguantó el continuo hostigamiento de los enemigos que, prácticamente, terminaron por derrumbar el pequeño templo. Cuando, tras once meses encerrados en el interior de la iglesia, los españoles se rindieron, la estructura de la misma estaba seriamente dañada.

La iglesia, en algún momento antes de 1898.

El edificio quedó abandonado desde 1899 hasta 1939, cuando la Primera Dama de Filipinas, Aurora Quezón, decidió reconstruir la iglesia de San Luis Obispo de Tolosa, por la importancia histórica del mismo. Existen muy pocos datos, y menos fotografías si cabe, acerca del edificio original. La reconstrucción de 1939, que es la que hoy día sigue en pie, no es fiel al original. Sin embargo, la iglesia de Baler se ha convertido, por méritos propios, en un símbolo de la Guerra hispano-estadounidense y de la Revolución filipina.

Parroquia de San Pedro Apóstol, en Loboc (siglo XVII).

Exterior de la parroquia de San Pedro Apóstol, en Loboc (Filipinas), en 2004.

Cuando los españoles levantaron la segunda parroquia en Loboc -la primera, de madera, quedó destruida a causa de un incendio en 1638-, ya había aprendido tanto acerca de los incendios fortuitos como acerca de la actividad sísmica de Filipinas. Por ello, y para dar cabida a todos los fieles de Loboc, se proyectó, a petición de los jesuitas, en 1670, una nueva planta que fue concluida en 1734.

Esta nueva parroquia, ya de estilo puramente barroco, era mucho más grande que la anterior, con una única nave e importantes contrafuertes, así como campanario exento. Estas medidas anti-terremotos, muy comunes en la arquitectura colonial española en Filipinas, mantuvieron la parroquia prácticamente intacta hasta que en octubre de 2013 un terremoto sacudió Loboc y destruyó, casi por completo, la iglesia. Hoy día todavía se encuentra en reconstrucción.

Iglesia de San Agustín, en Páoay (siglo XVII).

San Agustín de Páoay (Filipinas). Fuente: Ibarra Siapno.

En la pequeña localidad de Páoay, en el norte del archipiélago, se encuentra una de las mejores iglesias de época colonial de toda Filipinas. Se trata de la iglesia de San Agustín, iniciada en 1694 y terminada en 1710, y cuyo estilo es completamente inclasificable al respecto de los cánones occidentales, ya que en ella se mezcla el barroco español con la arquitectura precolonial, adaptándose a las dificultades sísmicas del terreno, dando lugar a un templo único que fue declarado Patrimonio de la Humanidad en 1993 por parte de la UNESCO.

Para finales del siglo XVII, los españoles habían aprendido, a base de errores, de la constante actividad sísmica en Filipinas, por lo que diseñaron San Agustín de Páoay con unos grandes refuerzos laterales -contrafuertes- que le otorgan la peculiar forma piramidal de la iglesia, que se mantiene prácticamente intacta desde entonces. Este peculiar estilo fue denominado por la historiadora Alicia Coseteng como «barroco colonial español anti-terremotos».

Catedral de Nuestra Señora de la Asunción, en Maasin (siglo XVIII).

Catedral de Nuestra Señora de la Asunción, en Maasin (Filipinas). Fuente: Juca Munda.

Menos conocida, aunque no por ello menos importante, es la catedral de Nuestra Señora de la Asunción en Maasin, en Leyte. Como otras tantas iglesias españolas de la época, esta catedral fue destruida, hasta en dos ocasiones, por invasores musulmanes provenientes de la región de Bangsamoro, en el sur de Filipinas, muy cercana a Malasia.

Fue mandada construir en el año 1700 por los jesuitas, y destruida, casi por completo, en 1754 y en 1784, hasta que en 1843, los españoles lograron expulsar definitivamente al pueblo moro, reconstruyendo la catedral a imagen y semejanza de la original. Se trata de un templo puramente barroco, con forma triangular debido a los refuerzos de los laterales debido a la actividad sísmica de Filipinas, y con un campanario exento -también típico del barroco filipino- reforzado con hasta tres muros. En 1968 se acometieron importantes reformas en la catedral, sobre todo en su interior, aunque conservando el estilo original.

Parroquia de Nuestra Señora de la Luz, en Cainta (siglo XVIII).

Como ocurrió con otros núcleos urbanos en Filipinas, la población de Cainta creció mucho en poco tiempo, lo que llevó a las autoridades españolas a atender las necesidades de una población en aumento. Así, en 1707, Gaspar Marco, mandó construir una iglesia en piedra, que se consagró a San Andrés Apóstol, que fue finalizada en 1716.

La parroquia de San Andrés Apóstol, en Cainta, fue ampliándose poco a poco hasta que en 1727 cambió su consagración, al llegar una gran pintura de Nuestra Señora de la Luz procedente de Sicilia.  Con poco más de un siglo de vida, y a pesar del conocimiento sísmico de Filipinas por parte de las autoridades, el 23 de febrero de 1853 un terremoto sacudió Cainta, y el techo y la pared oeste de la parroquia se vinieron abajo, aunque la estructura resistió sin demasiado problema.

Parroquia de Nuestra Señora de la Luz, en Cainta (Filipinas). Fuente: Elmer B. Domingo.

Sin embargo, a pesar de haber aguantado el embate del terremoto, la parroquia no pudo aguantar los deliberados ataques estadounidenses contra el patrimonio español y el acervo filipino durante la Guerra filipino-estadounidense (1899-1902), conflicto que sucedió a la Guerra hispano-estadounidense, y que dio al traste con las aspiraciones de independencia por parte de los filipinos. Durante este conflicto, los estadounidenses incendiaron la parroquia, reduciéndola prácticamente a cenizas -incluida la pintura de Nuestra Señora de la Luz-, y haciendo uso de sus piedras para construir carreteras por las que transportarían armamento. Solo su fachada quedó intacta.

El edificio que podemos observar hoy en día, a excepción de la fachada, es una reconstrucción, a imagen y semejanza del original, realizada entre 1965 y 1968 por iniciativa del Arzobispado de Manila y el Museo Nacional de Filipinas.

Parroquia de Nuestra Señora de los Desamparados, en Manila (siglo XVIII).

Fachada de la parroquia de Nuestra Señora de los Desamparados, en Manila (Filipinas).

Para el siglo XVIII, Manila había crecido a tal ritmo que muchos de los templos levantados durante los dos siglos anteriores se habían quedado pequeños, o bien no podían albergar a todos los fieles en su interior. Por ello, sobre la planta de una pequeña parroquia levantada en 1578, en 1720 el padre Vicente Inglés mandó construir un nuevo templo.

Al contrario que otras iglesias contemporáneas en Filipinas, la Parroquia de Nuestra Señora de los Desamparados -también llamada iglesia de Santa Ana– presenta planta en cruz latina, así como el campanario anexo a la nave principal de la iglesia. Se trata, en términos estilísticos, de una réplica del estilo de iglesia barroca más popular en la España continental del siglo XVIII. Aunque con unos muros considerablemente más gruesos, su fachada es similar a muchas de las que pueden encontrarse tanto en la península ibérica como en América, en concreto en lugares como México.

Conviene, igualmente, destacar el increíble retablo que alberga en su interior, así como el convento que se encuentra contiguo a la iglesia, haciendo de la misma un enorme bloque, junto al campanario, que ha aguantado estoicamente la actividad sísmica de Filipinas, la Guerra de 1898 y la Segunda Guerra Mundial.

Iglesia Parroquial de la Purísima Concepción de la Virgen María, Baclayón (siglo XVIII).

Fachada y campanario de la iglesia parroquial de la Purísima Concepción de la Virgen María, en Baclayón (Filipinas). Fuente: Joanner Fábregas.

Desde el establecimiento de los españoles en Filipinas, los jesuitas se encargaron de la provincia de Bohol, célebre, entre otros aspectos, por los constantes ataques de los musulmanes de Bangsamoro, que endurecieron durante todo el transcurso del siglo XVIII. Con la llegada de los jesuitas a Baclayón, se levantó una humilde iglesia de madera destinada a atender las necesidades religiosas de la comunidad, y elemento clave en el proceso de evangelización de la zona.

Cuando Baclayón se convirtió en una parroquia independiente en 1717, los jesuitas decidieron que era el momento de levantar un templo superior a la improvisada capilla que databa de finales del siglo XVI. Así, ese mismo año comenzaron las obras de la iglesia parroquial de la Purísima Concepción de la Virgen María, que terminarían en 1727.

Debido a los ataques del pueblo moro, junto a la actividad sísmica de la zona, al igual que con otras iglesias de los españoles en Filipinas, se decidió dotar a la misma de notables características defensivas que se evidencian, sobre todo, en su grueso campanario exento -muy parecido a una torre defensiva- y en su clásica estructura piramidal. La iglesia sobrevivió a la Guerra hispano-estadounidense, a la Guerra filipino-estadounidense y a la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, en 2013, un terremoto dañaría severamente su estructura, que estuvo a punto de colapsar. Por ello, en 2017 se procedió a su restauración, conservando todos y cada uno de sus elementos originales.

Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, en Santa María (siglo XVIII).

El paulatino crecimiento del asentamiento de Santa María desde el asentamiento de colonos en 1647, motivó que las autoridades españolas decidiesen construir un templo que pudiese albergar a todos los devotos, ya que muchos de ellos debían desplazarse fuera de Santa María para asistir a misa o confesarse. Finalizada en 1765 es, a día de hoy, uno de los ejemplos más importantes del barroco español en Filipinas, sobre todo debido al refinamiento del mismo.

Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, en Santa María (Filipinas). Fuente: MON MD.

La iglesia sigue incorporando a cada lado importantes contrafuertes debido a la actividad sísmica del archipiélago. Sin embargo, en este caso, estos son mucho más discretos en los casos anteriores, y ello no solo es debido al desarrollo arquitectónico de los españoles, sino también a la altura de la iglesia, junto a la anchura de la misma, lo cual permite que estos no sobresalgan en exceso. No obstante, el refinamiento exterior no se tradujo en el interior, siendo este considerablemente más humilde que en otros templos de similares características.

También, al igual que en la mayor parte de las iglesias barrocas de Filipinas, se trata de una iglesia con una única nave, así como con un campanario, construido en 1810, exento del edificio principal, y en este caso bastante alejado del mismo. Fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1993.

Iglesia de Santo Tomás de Villanueva, en Miagao (siglo XVIII).

La iglesia de Santo Tomás de Villanueva, en Miagao, es, quizá, una de las más famosas de Filipinas, así como el mejor ejemplo del barroco colonial español en Filipinas junto a la iglesia de San Agustín en Páoay. Este templo, visita turística obligada, llama la atención por su fachada, profusamente decorada con un bajorrelieve y, sobre todo, por los dos gruesos campanarios que la flanquean.

Hacia finales del siglo XVI, Miagao ya había crecido considerablemente, a pesar de pertenecer, por entonces, a los municipios de Oton y a Tigbauan. Bajo las costumbres españolas, tanto colonos como locales, precisaban de determinados servicios, entre los que se encontraba el culto religioso. Sin embargo, hasta bien entrado el siglo XVIII, los habitantes de Miagao tuvieron que depender de parroquias vecinas, o bien de templos improvisados.

En 1731, se otorgó a Miagao la condición de parroquia independiente. Este nuevo estatus hacía necesaria la construcción de un templo acorde al mismo, por lo que en 1734 se construyó una humilde iglesia de piedra por orden de Fernando Camporredondo, el primer párroco de Miagao. Sin embargo, este edificio duró poco tiempo en pie, ya que a partir de 1741, la ciudad comenzó a recibir continuos ataques de musulmanes de Bangsamoro, que arrasaron la zona.

Iglesia de Santo Tomás de Villanueva, en Miagao (Filipinas). Fuente: Harry Balais.

El contraataque español, unido a una dura represión hacia los invasores, acabó con la inestabilidad en la zona. Así, en 1787, bajo duras condiciones y trabajos forzados, muchos musulmanes de Bangsamoro iniciaron la construcción de una nueva iglesia, consagrada a Santo Tomás de Villanueva, y que fue terminada en 1797, a las puertas de un nuevo siglo. De este nuevo edificio, que hoy en día se mantiene en pie, podemos destacar dos datos muy importantes:

En primer lugar, su forma piramidal, con dos importantísimos campanarios, de desigual altura, que emulan las almenas de una fortaleza. A esto se añade un increíble bajorrelieve en el que mezclan la tradición española con la filipina, dando lugar a una pieza única en el mundo.

En segundo lugar, se trata de la última de las grandes iglesias del barroco colonial español, con todo lo que ello implica. Se trata, pues, del fin de una era y de un estilo exclusivo en el mundo y en la historia. La iglesia de Santo Tomás de Villanueva, gracias a su propia concepción, aguantaría en pie hasta nuestros días, viendo pasar ante su fachada terremotos, incendios, bombardeos y hambrunas.

Parroquia de la Inmaculada Concepción, en Santa María (siglo XVIII).

Parroquia de la Inmaculada Concepción, en Santa María (Filipinas).

Para finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, Santa María, en la provincia de Bulacán, a menos de cuarenta kilómetros de Manila, había crecido lo suficiente como para albergar varias parroquias, lo que le confería un elevado estatus dentro del sistema administrativo colonial. Ante este crecimiento, en 1793 se decide levantar la parroquia de la Inmaculada Concepción, terminada en el año 1800, y que recibe su nombre debido a la imagen, como Gloriosa, de la Virgen María que alberga en su interior.

La iglesia, uno de los últimos ejemplos del barroco colonial en Filipinas, destaca por su continuista línea a este respecto, empleando macizos muros, junto a un campanario ancho y bajo debido a la actividad sísmica de la zona. A pesar de que no se trata de uno de los ejemplos más célebres a nivel arquitectónico y artístico, es importante destacar su construcción, ya que refleja el proceso de asimilación de este peculiar estilo al que, en este caso, se le añade, posteriormente, un pórtico neoclásico en su fachada principal.

Iglesia de Nuestra Señora de la Divina Providencia, en María (siglo XIX).

Iglesia de Nuestra Señora de la Divina Providencia, en María (Filipinas).

El siglo XIX fue tremendamente complicado para el Imperio. La Guerra de la independencia (1808-1814), junto a la pérdida de las colonias en América, motivó que el poder económico, político y militar se redujese consecuentemente. España no vivía, desde la Edad Media, una situación tan complicada, ni una pérdida de influencia tan relevante.

La pérdida de poder, junto a la sucesión de corruptos dirigentes, se tradujo, como no podía ser de otra forma, en el abandono de las relaciones diplomáticas, del ejército y de las obras públicas en el maltrecho Imperio español, afectando directamente a Filipinas, uno de los últimos territorios de ultramar al que España. La absurda desidia de la metrópolis hacia Filipinas trajo consigo, posteriormente, la pérdida del archipiélago junto a Cuba y Puerto Rico.

Así, durante el siglo XIX, las construcciones coloniales en Filipinas serán más escasas y más humildes. Un buen ejemplo de ello es la iglesia de Nuestra Señora de la Divina Providencia, en el pequeño municipio de María, en la provincia de Siquijor. Terminada en 1887, tan solo once años antes de la Guerra hispano-estadounidense, esta iglesia refleja la decadencia del Imperio, debido a su humilde construcción y a su escaso valor artístico para los estándares de la época. Aunque, por otro lado, también refleja uno de los últimos intentos de los españoles en su proceso de evangelización de Filipinas.

Se trata de una planta de piedra en cruz latina, básica, sin naves laterales, con una fachada simple en forma de pirámide. Destaca su campanario hexagonal, también de piedra, con la parte superior de madera, recuerda a una almena, y es considerado un tesoro nacional en Filipinas.

Ciudad de Intramuros, en Manila (siglo XVI).

Una de las entradas a Intramuros, en Manila (Filipinas). Fuente: Elmer B. Domingo.

Intramuros, en Manila, es el conjunto de monumentos y vestigios que conforman el centro histórico de la capital filipina. Una vez repasadas las iglesias españolas en Filipinas, que jugaron un papel fundamental en la colonización y gestión del archipiélago, resulta preciso seguir el estudio con el análisis de algunos de los mejores ejemplos de arquitectura civil y militar.

Este conjunto es, quizá, el mayor tesoro histórico-arquitectónico con el que cuenta Filipinas. A pesar de la sistemática eliminación del legado español en Filipinas, Intramuros fue uno de los pocos elementos respetados por los estadounidenses entre 1898 y 1941. Al contrario de lo que ocurrió con otros elementos de este tipo, Intramuros se mantuvo prácticamente intacto desde 1571 hasta 1945, cuando la aviación estadounidense bombardeó y destruyó el centro histórico de Manila, bajo ocupación japonesa, durante la Segunda Guerra Mundial.

Intramuros destruido tras los bombardeos estadounidenses en febrero de 1945. Fuente: United States Army.

Cuando en 1571, Miguel López de Legazpi nombró a Manila como la capital, de facto, de las Indias Orientales españolas, comenzó a construirse la muralla que hoy delimita lo que conocemos como Intramuros del resto de Manila. Así, Intramuros, con el paso de los años, comenzaría a albergar en su interior un gran número de edificios civiles, religiosos y militares de notabilísima factura, conformando uno de los mejores conjuntos del barroco colonial español en Asia.

Diseñado a imagen y semejanza de una fortaleza, Intramuros presenta un trazado, prácticamente, cuadriculado, dispuesto por viviendas coloniales, iglesias, edificios administrativos, mercados y guarniciones. En su interior se conservan, a día de hoy, algunos edificios que hemos citado anteriormente, como la Catedral de Manila o la iglesia de San Agustín, además de otros tan importantes como el Fuerte Santiago, la Casa Manila, la Aduana, el Palacio Arzobispal, el Palacio del Gobernador o la muralla.

Plano de Manila, y aledaños, en 1734, por Fernando Valdés. Fuente: United States Library of Congress.

Una de las calles típicas de Intramuros. Fuente: Ray in Manila.

Conscientes del incalculable valor de Intramuros, y tras la pérdida de numerosos edificios durante la Segunda Guerra Mundial, las autoridades filipinas comenzaron su reconstrucción en 1951, mismo año en el que declararon a Intramuros como monumento nacional.

Fuerte Santiago, en Manila (siglo XVI).

El Fuerte Santiago es, quizá, el elemento más representativo de Intramuros, en Manila, y de la arquitectura militar colonial. Su propia condición le ha permitido llegar hasta nuestros días en un óptimo estado de conservación, a pesar de haber aguantado tres guerras y múltiples bombardeos a lo largo de su historia.

Su construcción comenzó en el año 1590, a iniciativa de Gómez Pérez Dasmariñas y Ribadeneira, séptimo gobernador y capitán general de Filipinas. La intensa lucha mantenida entre piratas musulmanes y españoles desde 1571, motivó que, una vez expulsados los piratas, las autoridades españolas, con Gómez Pérez Dasmariñas a la cabeza, decidiesen construir una fortificación de estas características en Manila.

Con tamaño contenido, de apenas 620 metros cuadrados, sus muros miden casi siete metros e altura y dos metros y medio de grosor. Contaba, además, con numerosos puestos de guardia y baterías, sobre todo en la parte norte del mismo. Así como con una capilla, varios almacenes, un polvorín  y una cisterna.

Puerta principal del fuerte, construida en 1714. Fuente: Jorge Láscar.

La entrada principal, en enero de 1980, dañada por los bombardeos estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial. Poco después se llevarían a cabo las labores de restauración. Fuente: Gustav Neuenschwander.

Se levantó sobre los restos de la antigua empalizada del caudillo musulmán Rajah Matanda y tiene forma triangular, la cual comenzaría a ser muy popular en este tipo de edificaciones en España y Portugal. Es, en términos prácticos, una ciudadela dentro de otra ciudadela, que es Intramuros, lo que convertía al Fuerte Santiago en un bastión prácticamente inexpugnable.

Sin embargo, el fuerte fue ocupado por los británicos desde septiembre de 1762 hasta abril de 1764, durante la Guerra de los siete años debido, entre otros aspectos, a la dejadez y negligencia de la nueva administración borbónica hacia las colonias. A partir de ese momento, y hasta 1898, el fuerte funcionó como cárcel y lugar de represión de las autoridades españolas, convirtiéndose en un lugar de suma importancia para los filipinos debido a la ejecución de José Rizal en diciembre de 1896.

Tras la catastrófica campaña militar contra Estados Unidos, que apenas duró tres meses, durante la Guerra hispano-estadounidense, España perdió Filipinas. En este contexto, a pesar de la negativa por parte de los nacionalistas filipinos, el Fuerte Santiago pasó a manos estadounidenses en 1898, los cuales drenaron el foso, acuartelaron a sus tropas allí y construyeron un campo de golf en el mismo.

Capilla en el interior del Fuerte Santiago. Fuente: Jorge Láscar.

La entrada de Japón en la Segunda Guerra Mundial, en diciembre de 1941, implicó, entre otros muchos aspectos, la invasión de Filipinas por parte del Ejército Imperial japonés, el cual ocupó el Fuerte Santiago. Durante la invasión, los japoneses usaron el Fuerte como polvorín, prisión y campo de ejecución, en el que murieron miles de filipinos y más de 600 soldados estadounidenses. Finalmente, tras los bombardeos de Estados Unidos, el Fuerte quedó severamente dañado a nivel estético, aunque su estructura resistió sin problemas, al contrario de lo que ocurrió con el resto de Intramuros.

Centro histórico, en Vigan (siglo XVI).

En el norte de Luzón, a más de 400 kilómetros de Manila, se encuentra la ciudad de Vigan, una de las joyas de Filipinas, que se encuentra anclada en el tiempo y que ha sido declarada, consecuentemente, Patrimonio de la Humanidad por parte de la UNESCO desde 1999.

Vigan, de forma original, fue un puesto comercial chino, hasta que en 1572 llegaron colonos españoles, los cuales desplazaron rápidamente a los comerciantes chinos, estableciéndose en el enclave, diseñando un nuevo trazado, a imagen y semejanza de muchas ciudades españolas en la península ibérica. Es por ello que, a día de hoy, el casco antiguo de Vigan se constituye como uno de los mejores ejemplos de la huella colonial española en Filipinas.

En 1578 la ciudad se denominó como Villa Fernandina de Vigan, en honor al príncipe Fernando, hijo de Felipe II, que había fallecido escasos meses antes a la edad de seis años. Inicialmente se distribuyó como un pequeño enclave desde el que evangelizar la zona pero, en poco tiempo, aumentó considerablemente su tamaño. Así, según el relato del Gobernador General de Filipinas Gómez Pérez Dasmariñas, en 1591 Vigan contaba con un sacerdote, un gobernador y un diputado, así como con 19 barrios, lo cual nos arroja información suficiente como para considerar a la Vigan de finales del XVI como un importante núcleo semi-urbano.

Calle Crisólogo, en Vigan.

A mediados del siglo XVII, Vigan experimentaría otra expansión , llegando a los 21 barrios, algunos de ellos segregados, como el de los inmigrantes chinos, llamado El Pariancillo, o el de los colonos españoles, denominado como Los Españoles de la Villa. Desde entonces, hasta finales del XIX, Vigan seguiría creciendo y desarrollándose conforme al modelo de ciudad colonial española que, a su vez, se basaba en el modelo de ciudades como la Sevilla del Siglo de Oro.

Pasó de manos españolas a filipinas en 1898, y de filipinas a estadounidenses a finales de 1899, tras la guerra entre Filipinas y Estados Unidos. Debido a su ubicación, al norte del archipiélago filipino, fue una de las primeras ciudades en ser tomadas por los japoneses en 1941, que ocuparon Vigan hasta que fue liberada en 1945 por parte de filipinos y estadounidenses.

Calle Salcedo, en Vigan, cuya fisonomía es similar a la de ciudades del sur de España. Fuente: Larnoe Dungca.

A diferencia de ciudades como Manila, Vigan no sufrió, en exceso, los embates de los bombarderos japoneses o la artillería estadounidenses, lo que hizo que su casco antiguo se haya conservado especialmente bien. Hoy en día, declarado Patrimonio de la Humanidad, es uno de los mayores atractivos de Filipinas, ya que refleja, perfectamente la huella colonial española en Asia, cuya esencia se mantiene intacta en la fisonomía de las míticas calles Crisólogo y Salcedo, así como en otros edificios de la zona.

Universidad de Santo Tomás, en Manila (siglo XVII).

La Pontificia y Real Universidad de Santo Tomás, en Manila, es la universidad más antigua en toda Asia. Fundada en el año 1611 a petición de Miguel de Benavides, arzobispo de Manila, quien murió pocos años antes de su fundación con el deseo de establecer en Manila un centro de enseñanza superior, para el cual legó todos y cada uno de los libros de su extensa biblioteca personal.

La Universidad de Santo Tomás, en Intramuros, a comienzos del siglo XX.

Emplazada, de forma original, junto al convento de los dominicos, en Intramuros, comenzó su actividad bajo la denominación de Colegio de Nuestra Señora del Santísimo Rosario el 28 de abril de 1611, tras recibir los pertinentes permisos del rey Felipe III y el notario Juan Illian. Poco después cambió su denominación, pasando a llamarse Colegio de Santo Tomás, y en 1645 se convirtió en Universidad gracias a la intercesión del Papa Inocencio X, convirtiéndose así en la primera Universidad de Asia.

Su modelo administrativo y educativo estuvo basado en el modelo de la Universidad de Salamanca (España) y la Real y Pontificia Universidad de México (México). Más de un siglo después, Carlos III, en su afán por llevar la Ilustración a España y sus territorios de ultramar, le otorgó el título de Real en 1785.

La biblioteca de la Universidad de Santo Tomás, en Intramuros, a comienzos del siglo XX.

De forma original se ubicó en el interior de Manila, en Intramuros, y en ella se impartieron enseñanzas de Derecho, Teología, Filosofía, Historia, Lógica, Gramática, Artes, Medicina y Farmacia. A comienzos del siglo XX, y tras la pérdida de Filipinas por parte de España, se comenzó a construir un nuevo campus fuera de Intramuros, en Sampaloc, donde se ubica, a día de hoy, el edificio principal, que fue inaugurado en 1927.

Un tanque estadounidense avanza a través de los restos de la Universidad de Santo Tomás, en 1945. Fuente: United States National Archives.

El edificio original, situado en Intramuros, con una típica arquitectura civil barroca, fue usado por los japoneses como campo de concentración de civiles y militares. Este fue destruido en 1944 por el Kenpeitai, la policía militar del Ejército Imperial japonés, y del mismo apenas quedan restos hoy en día. El edificio, aun sin ser una joya arquitectónica, albergaba una increíble biblioteca y varios jardines que lo convertían en uno de los protagonistas de Intramuros. Hoy día, en el lugar donde estaba ubicado el edificio se erige una estatua en honor a Miguel de Benavides, promotor de la institución.

Puerta y Cuartel de Santa Lucía, en Manila (siglo XVII).

La Puerta de Santa Lucía es, posiblemente, una de las más célebres de Intramuros. Se trata de uno de los ocho accesos a la zona de Intramuros, y se encuentra orientada hacia el oeste. Su origen data del año 1603, cuando se decidió amurallar Manila a comienzos del siglo XVII, aunque la que vemos hoy en día es un diseño de finales del siglo XVIII y, a su vez, una reconstrucción del año 1982, ya que la puerta fue prácticamente destruida por artillería estadounidense para que sus tanques pudiesen pasar durante la Batalla de Manila en 1945, en el ocaso de la Segunda Guerra Mundial.

El diseño original de 1603 se modificó en 1778 a petición del Gobernador General José Basco y Vargas, ya que la misma precisaba, como otras puertas de la ciudad, de dos cámaras laterales, que se la añadieron durante la modificación. Para la reconstrucción de 1982, arquitectos y restauradores filipinos precisaron de la consulta de los planos originales de la puerta, ubicados en el Archivo Histórico Nacional, en Madrid (España).

La Puerta de Santa Lucía en 1899. Fuente: University of Michigan.

A escasos metros de la Puerta se ubica el también célebre Cuartel de Santa Lucía, que fue construido poco después que la Puerta, por iniciativa de José Basco y Vargas. Destinado para el Cuerpo de Artillería de Montaña, se terminó en 1781, siguiendo el modelo del arquitecto Tomás Sanz.

El Cuartel de Santa Lucía en 1910. Fuente: Retroscope.

Albergó, durante dos siglos, a este Cuerpo, hasta que en 1901, tras la pérdida de la colonia por parte de los españoles, el cuartel fue usado como oficina central de la Policía de Filipinas. Poco después, en 1905, se situó en el mismo la Academia Militar de Filipinas, hasta que en 1945 fue parcialmente destruido por parte de la artillería estadounidense. A día de hoy sigue en ruinas, aunque el Gobierno Municipal de Manila ha situado un parque en su interior.

El Cuartel de Santa Lucía en la actualidad. Fuente: S. Well.

Real Aduana de Manila, en Manila (siglo XIX).

Manila, desde la colonización española, precisó de un edificio de aduanas que regulase la entrada de mercancías y capital, tanto en Filipinas como en la propia Manila. Este proyecto tardó más tiempo del esperado en llevarse a cabo, y la colonia vivió, por momentos, episodios de anarquía comercial y fiscal.

La Real Aduana de Manila tras su abandono en 1979. Fuente: Allan Jay Quesada.

Sin embargo, en 1822, las autoridades españolas en Filipinas decidieron llevar a cabo el proyecto, con el objetivo de atraer a los comerciantes al interior de la ciudad, y que no hiciesen sus negocios fuera. La construcción del edificio de aduanas fue encargado al arquitecto Tomás Cortés, que comenzó en 1823.

Dicha construcción no terminó hasta el año 1829, debido a que durante el proceso se hicieron necesarias determinadas ampliaciones del edificio, ya que su espacio y su distancia hasta el puerto se consideraron insuficientes. El resultado fue el de un edificio de aduanas realizado en piedra que destacaba, sobre todo, por su estilo neoclásico y sus armoniosas proporciones, distribuido en torno a una forma cuadrada con dos pisos de altura.

Albergaba, igualmente, dos patios interiores rectangulares, en torno a los cuales se situaban escaleras que llevaban a la planta superior y al entresuelo. Todo en el edificio resultaba pretendidamente simétrico.

La belleza de las recién estrenadas Reales Aduanas en Manila, sin embargo, escondían un problema: y es que el edificio estaba desproporcionado en términos puramente técnicos. La desigual distribución de las mercancías en la planta superior, junto al gran peso de su techo de tejas, hicieron que el edificio se desmoronase por completo tras el terremoto de 1863, el cual asoló gran parte de Intramuros.

Fachada principal de la Real Aduana de Manila. Fuente: Ramón F. Velasquez.

El edificio, que en el momento de su derrumbe hacía las veces de Aduana, Contaduría General y Banco, se había convertido en uno de los más importantes de la ciudad. Sus restos fueron demolidos por completo en 1872, y se encargó al arquitecto Luis Pérez Yap-Sionjue que reconstruyese el proyecto original de Tomás Cortés, pero esta vez teniendo en cuenta los problemas estructurales que presentaba su diseño.

Así, en 1876, Luis Pérez concluye la reconstrucción del edificio, que en términos estéticos era idéntico al de 1823. Así, pasó de Aduana a Intendencia General de Hacienda y albergó también la Casa de la Moneda. Siguió ejerciendo sus funciones hasta que fue severamente dañado por bombarderos japoneses en 1941, y prácticamente destruido en 1945 por artillería de Estados Unidos.

Interior de la Aduana en la actualidad.

Tras la guerra se restauró, y se alojaron en él las oficinas del Banco Central de Filipinas y el Tesoro Nacional. Pero en 1979 un incendió volvió a devastar el diseño original de Tomás Cortés, siendo abandonado hasta nuestros días. Aunque construido en épocas completamente diferentes, el edificio de la Real Aduana de Manila recuerda, gracias a su planta y a determinados motivos arquitectónicos, al Archivo de Indias, situado en la ciudad de Sevilla (España).

Casa Manila, en Manila (siglo XX).

Exterior de Casa Manila, en Manila. Fuente: Ramón F. Velasquez.

Este edificio, que alberga un museo de historia en su interior, no es un original de la época, sino que representa una de las típicas casas de mediados del siglo XIX en el Barrio de San Luis, en Intramuros. La destrucción de muchas de estas viviendas durante la Segunda Guerra Mundial dejó a Filipinas sin gran parte de su patrimonio histórico, sobre todo el de época colonial.

Por ello, en la década de los años ochenta, la Primera Dama de Filipinas, Imelda Marcos, promovió la construcción de la Casa Manila, con objeto de recrear un edificio típicamente colonial, así como gran parte de la vida y las costumbres que existieron en Filipinas durante el período español.

Patio interior de Casa Manila, en Manila. Fuente: Ramon F. Velasquez.

Aunque se trata, como se refiere, de una construcción del siglo XX, Casa Manila es, sin duda, un buen ejemplo del legado español en Filipinas, y una de las mayores atracciones turísticas de la ciudad gracias a su condición de museo y, sobre todo, a la recreación un patio típicamente colonial, y que se encuentran diseminados, a día de hoy, por España, Hispanoamérica y, en este caso, Filipinas.

  • FILIPINAS Y ESPAÑA EN LA ACTUALIDAD: TODO UN CAMINO POR DELANTE

En las últimas décadas hemos podido apreciar un, mínimo, esfuerzo por parte de autoridades, y sectores de la cultura, tanto en España como en Filipinas, a la hora de poner en valor el pasado común de ambas naciones, y el evidente legado español esta última.

Sin embargo, y a pesar del gran número de estudios, novelas o películas, queda, todavía, un largo y arduo camino por recorrer que, por desgracia, no se está acometiendo de forma alguna. Mientras que en España se obvia, casi por completo, el asunto de Filipinas, y su importancia para con la historia universal; en Filipinas se replica la inacción española, junto a la puesta en valor, completamente lógica, de su pasado indígena.

La nula sintonía entre administraciones públicas de ambos países, donde, en la práctica, no se llevan a cabo trabajos conjuntos de investigación o restauración, hermanamiento de ciudades, unido todo ello a la escasa inversión en cultura, hacen de todo ello el caldo de cultivo perfecto para la apropiación cultural y el olvido.

BIBLIOGRAFÍA

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Comentario de obra – Au Moulin de la Galette

La siguiente publicación tiene un objetivo meramente didáctico, como apoyo al estudio de la Historia del Arte a nivel académico desde una óptica histórica. 

Au Moulin de la Galette por Ramón Casas (1892)

IDENTIFICACIÓN

La presente obra se titula Au Moulin de la Galette, o En el Molino de la Galette traducido al castellano, y fue pintada por Ramón Casas a finales del siglo XIX, concretamente en el año 1892 en París. Actualmente se encuentra expuesta en el Museo de Montserrat de Barcelona (España), que se encuentra en el interior del Monasterio de Montserrat. Su autor, el barcelonés Ramón Casas, destacó, sobre todo, por los retratos, caricaturas y pinturas de la élite social de ciudades como París o Barcelona, siendo uno de los mejores representantes del llamado modernismo catalán, claramente inspirado por el movimiento post-impresionista de la Francia de finales del siglo XIX, en el que eran populares los retratos de personas de todos los estratos sociales, los paisajes y la cartelería. Algunas de sus obras más célebres son Retrato de las señoritas (1890), Interior al aire libre (1892), El garrote vil (1894) y La carga (1899).

Au Moulin de la Galette pertenece a la corriente del modernismo catalán, movimiento en el que se encuadra a la perfección, situándose en pleno apogeo del mismo. El modernismo catalán tiene como hitos fundamentales la Exposición Universal de Barcelona de 1888 y la Exposición Internacional de Barcelona de 1929. Es un movimiento que se opone a la corriente industrial imperante del siglo XIX abogando, más bien, por una vuelta a los órdenes de la naturaleza. Hace uso de la línea y de la línea curva muy marcada, tiende a la estilización y la mujer ocupa un papel fundamental en las obras pictóricas. Al contrario que en otras corrientes modernistas, el modernismo catalán -y en especial el de Ramón Casas- tiende al realismo.

La presente obra es de los mejores ejemplos de la corriente artística y del propio autor, ya que reúne todas las características del movimiento en una sola obra: realismo, protagonismo de la figura femenina, uso abundante de pliegues en la ropa, líneas curvas y transgresión social. Sus medidas son de 117x90cms.

DESCRIPCIÓN DE LA OBRA

Au Moulin de la Galette es una pintura al óleo sobre lienzo, con colores vivos y gran iluminación que encajan a la perfección con la escena representada. La obra representa a Madeleine de Boisguillaume tomando una copa y fumando un cigarrillo en un café de París a finales del siglo XIX.

A priori, en la obra no aparecen demasiados elementos más allá de la protagonista, la mesa y las sillas, pero el espejo tras de ella otorga profundidad a la escena. Evidentemente, la protagonista total de la obra es Madeleine de Boisguillaume, que ocupa la mayor parte del lienzo y se sitúa justo en el centro de la composición. La mujer aparece sentada en una silla, en actitud cómoda, ligeramente maquillada, peinada y observando con la mirada. Viste una chaqueta de color rojizo y una falda larga de color blanco roto. Su mano izquierda descansa sobre la mesa con el puño ligeramente cerrado y en la izquierda sostiene un cigarrillo encendido. Sobre la mesa hay una copa de licor llena y la composición la cierran la silla situada a la derecha así como el espejo en el que podemos ver el resto del café y bullicio del mismo.

A simple vista podría tratarse únicamente de un retrato o de una escena costumbrista urbana, sin embargo la obra de Ramón Casas guarda cierta simbología que merece la pena analizar.

  • Madeleine es la protagonista absoluta de la obra, lo que refleja un cambio de mentalidad absoluta propia de la segunda mitad del siglo XIX. Una mujer sola en un café muestra también el grado de libertad individual alcanzada por la mujer en el París de la época. Aunque no era algo plenamente aceptado -ni siquiera en el resto de Europa-, sí que refleja perfectamente que algo estaba cambiando en la sociedad europea de finales del XIX.
  • El cigarro y la copa son los otros elementos que terminan por cerrar el círculo simbólico de la obra de Casas. No sólo se trata de una mujer sola en un café de París, también está fumando y bebiendo sin la necesidad de estar acompañada por un hombre; una ruptura de cadenas total que, a su vez, rompe con la tradición.

COMENTARIO Y ANÁLISIS FORMAL

La composición de Au Moulin de la Galette es bastante básica ya que se trata, al fin y al cabo, de un retrato de cuerpo entero. Madeleine es la protagonista total del cuadro y la ocupa la mayor parte del mismo. Como hemos dicho, se sitúa en el centro y la mayor parte de los detalles están en la figura femenina. A la derecha tenemos parte de una silla y de fondo un espejo que refleja el resto de la estancia en la que está la protagonista.

Ramón Casas es bastante directo con esta obra, intenta demostrar un realismo pictórico propio de su estilo y del modernismo catalán, alejándose de otros movimientos modernistas que no buscan precisamente el realismo. En Au Moulin de la Galette las formas están bien definidas y los detalles se encuentran, también, muy cuidados por parte del autor.

Son formas definidas en las que existe la línea con el objetivo de mostrar el máximo realismo posible en las formas. Casas huye deliberadamente de estilos como el de Cheret o Toorop para definir un estilo modernista que después encontraría grandes exponentes en artistas como Santiago Rusiñol. Hace un uso del color muy particular, mezclando colores vivos como el rojo con otros neutros como el blanco o el blanco roto. Madeleine es la protagonista y destaca, sobre todo, por su chaqueta rojiza, su tez blanca y su mirada. Se está narrando una escena común y para ello se hace uso de una paleta cálida.

CONTEXTUALIZACIÓN EN LA HISTORIA Y LA HISTORIA DEL ARTE

A nivel histórico-social es una obra con un gran contenido. Como hemos comentado anteriormente, el hecho de representar a una mujer fumando y bebiendo sola en un café de París a finales del siglo XIX como algo común refleja el aperturismo social de la época y, en parte, la liberalización parcial de la mujer dentro de la sociedad. Es un fiel reflejo de la Francia de la época -y más concretamente de París- pues no era, tampoco, una escena que se diese en todos los cafés de Europa -y no digamos ya del mundo-.

Para la propia Historia del Arte es también una obra capital, con Au Moulin de la Galette Ramón Casas se consagra como modernista y como máximo exponente del modernismo catalán, creando escuela y estilo propio. Posteriormente le seguirían obras maestras como las anteriormente citadas, siempre influenciado por el modernismo pictórico proveniente de Francia, centro cultural del mundo en la época.

BIBLIOGRAFÍA

MUSEU DE MONTSERRAT. Pintura Moderna. Ramón Casas. [Consulta: 18-03-2018] Disponible en: http://www.museudemontserrat.com/es/colecciones/pinturamoderna/96/ramon-casas/505

Automuseum Dr. Carl Benz en Ladenburg

La naturaleza industrial de Alemania, y más en concreto de la zona que rodea a Mannheim, ha marcado irremediablemente su paisaje, su comercio y, en definitiva, su historia. No es casualidad que el primer automóvil de la Historia se inventase precisamente allí, en una pequeña fábrica a las afueras de Mannheim, siendo esto el inicio de una vorágine industrial que llega hasta nuestros días.

Fachada del museo en Ladenburg (Alemania).

Por ello no es de extrañar que en la zona se haya dedicado un museo a Carl Benz, el inventor del primer automóvil y precursor de la marca hoy conocida como Mercedes-Benz. El Automuseum Dr. Carl Benz se encuentra en Ladenburg, muy cerca de las localidades de Mannheim y Heidelberg, en el sur de Alemania. El edificio del museo lo constituye una antigua fábrica que el propio Carl Benz compró en 1905 y en la que produjo automóviles a partir de 1908.

Su horario de apertura es bastante reducido pues abre miércoles, sábados, domingos y festivos de 14.00h a 18.00h. El precio de la entrada es de 5€ para adultos, 3€ para niños, 10€ familias y 4€ por persona en el caso de grupos grandes. Precios contenidos que merece la pena pagar para ver el interior del museo y las magníficas piezas de coleccionista que alberga.

La sala principal desde la estancia superior.

Cuenta con 3 estancias bastante grandes y una pequeña plataforma elevada en la que se encuentran vehículos desde el Benz Patent-Motorwagen nº1 hasta algunos de finales del siglo XX. Posee además una tienda y una pequeña cantina que emula a la original de la fábrica. Actualmente el Automuseum Dr. Carl Benz alberga más de 70 vehículos históricos.

La sala principal, por la que se accede al museo, es la que abarca las piezas más interesantes de la colección y es en ella en la que podemos encontrar tres piezas de incalculable valor histórico como lo son los dos Benz Patent-Motorwagen nº1 de 1886 y el nº2 de 1888. En ella también podemos encontrar otras piezas tan interesantes como el Luxsche IndustrieWerke AG de 1900.

Benz Patent-Motorwagen nº1.

U otros vehículos importantes para la Historia como el Ford T, un coche de bajo coste producido por primera vez en serie por Ford desde 1908 a 1927. Así como el Volkswagen Tipo 1, popularmente conocido como «Escarabajo», «Beetle» o «Bocho».

Luxsche IndustrieWerke AG.

En la parte superior de esta sala podemos encontrar una interesante colección de bicicletas de todas las épocas y tipos, incluyendo bicicletas a gasolina o eléctricas.

La segunda sala del Automuseum Dr. Carl Benz está dedicada a la competición y en ella se encuentran vehículos icónicos tales como el Daimler-Benz 190 SLR W121 de 1957, de cuatro cilindros, 1897cc y una fuerza de 150cv. Y otros como el CC Rennsport de 1921 o el Ford Spezial Midget-Rennwagen de 1929.

SLR W121 (1957).

Pero la verdadera joya de esta sección es, sin duda, el Benz 10/30 Bauj de 1921, un enorme vehículo de carreras ideado para el recién inaugurado circuito de carreras de Berlín.

Benz 10/30 Bauj.

La última sala es la cantina de la fábrica, que hace también las veces de cafetería del museo -aunque no funciona más que para bebidas frías-. Es una estancia algo desaprovechada que recrea como era el proceso de fabricación de un vehículo en la época y únicamente alberga una pieza, el Benz 10/22 Sportwagen de 1921, con 1609cc, cuatro cilindros, una potencia total de 22cv y una velocidad máxima de 80km/h.

Benz 10/22 Sportwagen.

Al salir, justo encima de la taquilla, se encuentra la tienda del museo que, al margen de varias figuras de vehículos y ropa de Mercedes-Benz, no ofrece demasiado más y se encuentra algo descuidada por parte de su amable personal.

Segunda sala, dedicada a vehículos de competición.

El Automuseum Dr. Carl Benz es una parada obligatoria para todo amante del automovilismo, la ingeniería y la historia de Alemania. Nos hace retroceder en el tiempo trasladándonos a la época en la que los vehículos se fabricaban con un poco más de alma que hoy día.

[MANUAL] Los orígenes del Ministerio de Asuntos Exteriores (1714-1808) – Beatriz Badorrey Martín

DATOS
Autor: Beatriz Badorrey Martín.
Nº de páginas: 563.
Editorial: Ministerio de Asuntos Exteriores.
Año de publicación: 1999.
Ediciones: 1 hasta la fecha.
Lugar de impresión: Madrid (España).
ISBN: 84-95265-01-X.
Depósito Legal: 22.844-1999.

El estudio de las relaciones diplomáticas de la corona española a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX es un tema de sumo interés a tratar en la historia de las instituciones públicas, pues es el momento en el que comienza a gestarse y se consolida paulatinamente la base del sistema diplomático español. Bien es cierto que durante la Edad Media y la Edad Moderna existieron relaciones diplomáticas entre los reinos de la Península Ibérica y sus vecinos, pero es precisamente en este tramo de la Historia en el que se institucionaliza la diplomacia gracias al Consejo de Estado y la Secretaría del Despacho.

El período que comprende la obra de Beatriz Badorrey Martín abarca desde 1714, una vez se ha consolidado la monarquía borbónica en España, hasta 1808, momento de suma tensión internacional con Francia e Inglaterra. Es un período de sumo interés para el estudio de las relaciones diplomáticas, pues en él asistimos a un paulatino declive del poderío español, aunque ello no implique la pérdida de influencia en el plano internacional.

Beatriz Badorrey Martín es Licenciada y Doctora en Derecho, ha ejercido como profesora de Historia del Derecho en la Universidad CEU San Pablo en Madrid y en la actualidad es profesora titular de Historia del Derecho en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) y también Secretaria General de dicha Universidad, institución en la que ocupó el cargo de vicerrectora adjunta de Formación Permanente durante cuatro años. También forma parte de la Escuela de historiadores del Derecho, gracias a su especialización en la Historia del Ministerio de Asuntos Exteriores, obra que nos ocupa. En la actualidad, a pesar de ejercer como docente de Historia del Derecho, ha centrado sus estudios en la Historia de la Tauromaquia.

Los Orígenes del Ministerio de Asuntos Exteriores (1714-1808) es una obra densa y especializada, con un total de 563 páginas incluyendo los anexos. De hecho, resulta altamente recomendable contar con nociones básicas sobre Historia de España Moderna y Contemporánea, así como de Historia de las Instituciones para poder hacer frente al libro, puesto que su autora da un buen número de conceptos por sabidos y, en consecuencia, no se detiene a desarrollarlos. La lectura es, en ocasiones, bastante farragosa debido, precisamente, a la abundante información contenida y a las extensas anotaciones a pie de página. Es, por tanto, una obra dirigida a un público muy específico a caballo entre la Historia del Derecho y la Historia de España de los últimos decenios.

Cuenta con tres partes muy bien diferenciadas que incluyen, a su vez, ocho capítulos y veinte apartados, amén de la bibliografía y los índices. Estas tres partes se centran en el desarrollo histórico analizando el período específico de cada rey, el funcionamiento interno y los ministros y oficiales de la secretaría. Beatriz Badorrey realiza un extenso análisis sobre el funcionamiento de el Consejo de Estado y la Secretaría del Despacho a todos los efectos, comenzando por la evolución histórica de lo que en un futuro sería el Ministerio de Asuntos Exteriores en España, que es en lo que nos vamos a centrar a la hora de realizar esta reseña.

  • El primer capítulo, de esta primera parte que vamos a analizar, se centra en el reinado de Felipe V, que es el momento en el que se comienza a fraguar todo el sistema institucional diplomático español gracias a la herencia francesa que trae consigo Felipe de Anjou. Todo esto se inicia gracias a Jean Orry, el cual propone un Ministerio Universal articulado en cuatro Secretarías de Estado y del Despacho. Poco a poco se van sucediendo personajes como Orry, Grimaldo y Alberoni, siendo este último muy importante debido a su belicosa política exterior en Italia.

    Es con Riperdá con quien comienza una fuerte presencia diplomática internacional de España a nivel pre-institucional. Este peculiar ministro holandés en España rompió relaciones con Francia y encauzó la política exterior española hacia Austria que desembocaría en el famoso Tratado de Viena de 1725. Posteriormente, tras la huida de Riperdá a Marruecos y el retorno de Grimaldo, sería Patiño quien se encargase de dirigir la política exterior de España, alternándose posteriormente con otra serie de ministros de menor calado hasta la llegada del rey Fernando VI al trono español.

  • El capítulo dos comienza con el inicio del reinado de Fernando VI, el cual estuvo marcado por un importante giro en la política internacional, ya que España volvería a aliarse con Francia pero, esta vez, sería bajo el yugo del país galo, pues España adoptaría, en este caso, un perfil bajo con el fin de lograr la paz. Para ello era necesario encontrar a la persona ideal para tal empresa, por lo que se designó a José de Carvajal y Lancáster. Sin embargo, Carvajal detestaba profundamente la situación de subordinación de España con respecto a Francia y era más partidario de una neutralidad pro-Inglaterra a pesar de sus disputas con el marqués de la Ensenada, ministro de Guerra. Fue Carvajal el primer ministro de Asuntos Exteriores real que hubo en España, algo que se refleja a la perfección en su famoso testamento político de 1745, en el que deja clara la idea de la posición neutral de España como árbitro internacional.
  • El reinado de Carlos III es el protagonista del tercer capítulo del manual de Beatriz Badorrey. En él, la autora nos transmite el deseo continuista de este monarca ilustrado al respecto de la política exterior española. Sin embargo, en su política de acercamiento a Francia, España entró en guerra contra Inglaterra, la cual acabaría saldándose con la Paz de París de 1763. Poco a poco, el país fue dejando de lado este continuismo inicial para tomar parte activa en la política internacional.

    Fue Pablo Jerónimo Grimaldi una de las figuras más destacadas durante el reinado de Carlos III. Gracias a sus dotes personales y experiencia en el extranjero -Génova, Austria, Suecia, Inglaterra- Grimaldi contaba con las bases para ser un perfecto ministro encargado de la política exterior española. Sin embargo, a pesar de ello, Grimaldi cometió importantes errores como la expedición contra Argel en 1775, la cual resultó un fracaso total que derivaría en la caída del ministro poco después.

    Sería el conde de Floridablanca el primero que actuase de forma autónoma en la política internacional española, sin la supervisión del monarca. Floridablanca dio un importante giro intentando, por todos los medios, conservar la paz para así potenciar el comercio y la industria. Pero le tocó una época difícil como fue la Revolución de las Trece Colonias, en la cual intentó mantenerse neutral al inicio, pero finalmente tuvo que decantarse por los estadounidenses recuperando así Menorca y Florida.

    La política exterior española vivió un importante despliegue durante el reinado de Carlos III, pues España abandonó la posición de servidumbre que tenía con Francia y amplió su cuerpo diplomático gracias al ministerio de Floridablanca.

  • El cuarto capítulo, de esta parte dedicada al desarrollo histórico de la política de asuntos exteriores española entre los años 1714 y 1808, está dedicado al nefasto reinado de Carlos IV. Dicho reinado se inicia con cambios respecto al anterior, lo cual fue generando un ambiente de confusión tanto en la corte como en el pueblo a pesar de que Carlos IV heredase  un país estable, en expansión, en desarrollo interior y reconocido como gran potencia internacional.

    Todavía seguía Floridablanca a la cabeza de la política exterior, el cual tenía una política intransigente, pero también confusa, hacia la Francia revolucionaria, pues creía el ministro que las ideas del país vecino podían afectar directamente a la monarquía española. Fue un ministro diplomático, que intentó resolver los conflictos internacionales mediante pactos y negociaciones. Fue, al fin y al cabo, un perfecto ministro de Asuntos Exteriores.

    Tras la salida de Floridablanca llegó el conde de Aranda a la Secretaría de Estado. Su breve ministerio estuvo marcado por los acontecimientos acaecidos en Francia, por lo que el ministro optó por un sistema de “neutralidad armada”. Pero esta política no fue del todo efectiva, sobre todo a la hora de intentar conservar con vida a Luís XVI. Finalmente, tras su salida del ministerio, España le declaró la guerra a Francia en 1793.

    La llegada de Manuel Godoy resultaría un torbellino para la política internacional española y para la propia política interna del país. La guerra con Francia resultó un desastre y en 1795 se firmaría la Paz de Basilea, en la que España perdería la colonia de Santo Domingo. Además, poco después, en 1796 se firmaría el Tratado de San Ildefonso entre España y Francia, lo cual acabaría por dilapidar prestigio internacional del país. Tras la sucesión de Saavedra y Urquijo, Godoy volvería al plano internacional a pesar de que el secretario de Estado fuese Pedro Cevallos. La vuelta de Godoy, la actitud de Carlos IV y el poder de Bonaparte acabarían por hacer de España un títere de facto de la Francia napoleónica, con todo lo que ello conllevó históricamente.

Con la Constitución de Bayona concluye Beatriz Badorrey Martín el desarrollo histórico de lo que en un futuro sería el Ministerio de Asuntos Exteriores en España. Básicamente, la autora hace un buen recorrido histórico de la situación internacional española entre 1714-1808, buscando el germen del futuro ministerio. Sin embargo, Badorrey da bastantes acontecimientos y conceptos por sabidos, incluso se prodiga en exceso hablando sobre determinados personajes e “intrigas palaciegas” que, en cierto modo, resultan superfluas a la hora de estudiar el origen de dicho ministerio. En muchos casos no aborda de forma directa el tema a tratar y se limita a dar rodeos hasta llegar a él de una forma u otra.

Pero, en definitiva, si contamos con unos conocimientos previos sobre la situación histórico-política de España, así como de sus instituciones, podemos encontrar en Los Orígenes del Ministerio de Asuntos Exteriores una lectura interesante para ampliar nuestros conocimientos sobre cómo se gestaron las bases de las instituciones públicas en España.

Valoración: 2/5

Comentario de obra – Duelo a garrotazos

La siguiente publicación tiene un objetivo meramente didáctico, como apoyo al estudio de la Historia del Arte a nivel académico desde una óptica histórica. 

Duelo a garrotazos de Francisco de Goya (1820-1823)

IDENTIFICACIÓN

La presente obra se titula Duelo a garrotazos o La riña y fue pintada por Francisco de Goya en la primera mitad del siglo XIX, concretamente entre 1820 y 1823. Fue pensada para decorar la casa llamada la Quinta del sordo, que Goya adquirió en el año 1819 y, ésta en concreto, se encontraba situada en la planta alta de la misma, junto al resto de las llamadas Pinturas Negras de Goya -por sus pigmentos y temáticas-. Su autor, el fuendetodino Francisco de Goya y Lucientes, es considerado uno de los artistas clave en España y en la pintura del XIX. Tal es su importancia para el arte universal que es considerado como uno de los pioneros del llamado Romanticismo, siendo a su vez precursor de las vanguardias de finales del XIX y comienzos del XX. Se prodigó, sobre todo, en el dibujo, el óleo sobre lienzo y la pintura mural. Es complicado encasillarlo en un estilo en concreto, pues abarcó muchos tipos de escenas diferentes, entre las que destacan Aníbal vencedor (1770), Perros y útiles de caza (1775), La pradera de San Isidro (1788), El aquelarre (1798), Los caprichos (1799), La maja desnuda (1800), El coloso (1812), Los fusilamientos del tres de mayo (1814) y Saturno devorando a su hijo (1823).

Disposición de las Pinturas Negras en la Quinta del Sordo.

Duelo a garrotazos pertenece, por época, al Romanticismo y a su etapa de las ya citadas Pinturas Negras, llamadas así por los pigmentos usados y por las oscuras temáticas que abarcaban, siendo realizadas en la etapa final de su vida, poco antes de su marcha a Burdeos. Como también hemos dicho, estas pinturas decoraban la casa de la Quinta del Sordo y, al contrario de lo que se piensa, no fueron realizadas en óleo sobre lienzo sino en óleo sobre seco, es decir, óleo aplicado directamente sobre el muro de la casa, siendo posteriormente trasladadas a lienzos, como es el caso de Duelo a garrotazos. Actualmente se encuentra en el Museo del Prado en Madrid. Sus medidas son de 125x261cms.

DESCRIPCIÓN DE LA OBRA

Duelo a garrotazos es un óleo al seco en el que destaca, ante todo, la tenue elección de pinturas empleadas en la obra, en la que apenas hay contrastes ni claroscuros, pues prima en ella la sombra y la distorsión. La obra representa una riña entre dos villanos -entendamos por villanos a campesinos o habitantes de una villa- peleando entre sí a garrotazos. Este duelo, al contrario que entre nobles o burgueses, carece de reglas o protocolo, siendo a priori más salvaje aunque con similar objetivo.

Es un cuadro en el que aparecen una buena serie de elementos, pero son cuatro los principales protagonistas. Los dos primeros son, por supuesto, los duelistas, los cuales se encuentran desplazados hacia el lado izquierdo del mural. Aparecen en plena pelea, alzando los garrotes para golpearse, en medio del monte y enterrados en barro hasta prácticamente las rodillas. El tercer protagonista de la composición es el atardecer; el sol se pone tras los montes a través de un nuboso cielo que parece haber provocado lluvia previa. Por último, el cuarto protagonista, que ocupa el extremo derecho de la obra, es el propio monte, que nos desvela, junto con el resto del paisaje, que estamos en un medio eminentemente rural.

Sin embargo, a pesar de que a simple vista estos cuatro elementos son los más importantes de Duelo a garrotazos, muy posiblemente Goya quisiera transmitirnos otra lectura completamente diferente a la del duelo en sí. Es decir, lo que vemos no es más que la riña entre dos campesinos, la cual ha llegado hasta tal extremo que ambos están dispuestos a pelear entre ellos usando armas. Pero, muchos expertos coinciden en que Goya lo que quiso transmitirnos no es más que la lucha fratricida tan común en España. Francisco de Goya pintó este mural entre 1820 y 1823, época del Trienio Liberal tras el llamado sexenio absolutista (1814-1820); fueron momentos convulsos para el país, pues la llegada de Fernando VII al trono no trajo consigo la tan esperada paz que el pueblo español deseaba -no en vano, a Fernando VII se le denominó «el deseado»-. Además, España acababa de salir de la Guerra de Independencia (1808-1813) contra Napoleón, que también había generado una marcada escisión entre el pueblo con los «patriotas» y los «afrancesados». Y, para finalizar, el imperio se hallaba a su vez inmerso en el proceso de independencia de las colonias en América, lo cual generaba, a ojos de muchos españoles, una nueva lucha entre «hermanos».

COMENTARIO Y ANÁLISIS FORMAL

La composición de Duelo a garrotazos es triangular y, por lo tanto, peculiar. Como hemos comentado anteriormente, hay cuatro protagonistas importantes en la obra y estos se encuentran dispuestos de tal forma que la composición resulta completamente armoniosa. Los verdaderos protagonistas, que son los villanos, se encuentran desplazados a la izquierda , el atardecer y el cielo nuboso justo en el centro, y a la derecha el monte, que parece un espectador más de la escena. Dentro de lo que es la etapa de las Pinturas Negras de Goya, no podríamos calificar Duelo a garrotazos como un paisaje, pero tampoco como una escena costumbrista al cien por cien. Goya, como decíamos al inicio, no fue un artista que siguiese un patrón exclusivo -algo que vemos, sobre todo, en Los caprichos-, por lo que este tipo de obras complicadas de encasillar son comunes en él.

Las formas, como en muchas otras de sus obras, se vuelven a perder. Todo parece estar un tanto difuminado y, aunque no es una obra impresionista, no existen líneas claras más que en unos cuantos elementos de la composición. Goya se adelanta a su tiempo, tanto en composición como con su pincelada suelta previa al impresionismo. A pesar de la violencia de la escena son, al fin y al cabo, formas suaves. Y es que Duelo a garrotazos parece tener un poco de todo: barroquismo, expresionismo, romanticismo, futurismo e impresionismo; y eso es lo que hace que Goya sea una figura tan importante y particular para la Historia del Arte.

Museo del Prado, sala 67, planta baja.

A pesar de que los protagonistas son los campesinos duelistas, es el cielo el que nos llama poderosamente la atención cuando nos fijamos en el mural. Un cielo nuboso, previo o posterior a la lluvia, en el que el sol se esconde tras el horizonte en un ejercicio y una lección de arte total. Posiblemente sea este mismo cielo lo mejor de Duelo a garrotazos, ya que consigue transmitirnos a la perfección el ambiente de la escena. Los reflejos, propios de espacios campestres abiertos, corroboran también la excelencia del autor. Los villanos, por su parte, son típicamente «goyescos», como así pintó al coloso o a Saturno, lejos ya de aquellas pinturas de cámara.

En el uso de los colores, exceptuando el cielo, apenas hay contrastes. Pertenece a las llamadas Pinturas Negras de Goya, como ya hemos comentado, y esto se traduce, no sólo en temáticas oscuras, sino también en un uso de pigmentos oscuros, llenos de sombras, colores pardos, marrones, verdosos y ocres. Es en el cielo donde encontramos  la mejor técnica del autor, pero también en las figuras, el descampado o el monte. Todo tiene un halo oscuro que encaja a la perfección con el período artístico -Romanticismo-, la etapa pictórica del autor y la temática de la obra.

CONTEXTUALIZACIÓN EN LA HISTORIA Y LA HISTORIA DEL ARTE

Goya fue un pintor romántico, pero también fue un autor tremendamente particular. Su obra al completo no puede catalogarse en un estilo en concreto, de hecho en muchos casos se adelanta casi un siglo, llegando a ser el precursor de las vanguardias para muchos expertos. En el caso de Duelo a garrotazos, encontramos esa clara pintura de Goya, con una escena a caballo entre el paisaje y la costumbrista. Muy posiblemente fuese una escena que el mismo Goya presenciase o imaginase, pero lo cierto es que, como comentamos anteriormente, su propósito es bien diferente. Dijimos que a nivel artístico Goya se adelantó a su tiempo sí, pero también se adelantó al respecto de la lucha fratricida que pretende mostrar con los villanos peleándose a garrotazos. Es, claramente, una premonición de la Guerra Civil Española (1936-1939), la cual es la mayor de las luchas fratricidas que ha tenido la desgracia de vivir el país peninsular. Y, también, ha sido usada en multitud de ocasiones para reflejar precisamente esto, la lucha entre semejantes, entre hermanos, entre ciudadanos de un mismo país. Muy acertadamente, diversos diarios como El País o El Mundo, hicieron uso de dicha obra para reflejar el ambiente y lo ocurrido durante los disturbios acaecidos en Catalunya en la jornada del 1 de octubre de 2017.

Al respecto de la Historia del Arte, toda la obra de Goya fue una adelantada a su tiempo, pero precisamente este Duelo a garrotazos tiene mucho de lo que en un futuro se desarrollaría en el mundo artístico. Por un lado encontramos trazos claramente impresionistas, pero la composición es marcadamente futurista y los villanos son expresionistas. Es decir, si bien Turner fue el pionero del impresionismo a nivel general, Goya lo fue a nivel nacional y fue, sin ningún lugar a dudas, el precursor de las vanguardias artísticas en todo el mundo. La obra de Goya hay que entenderla como un todo, como un proceso dentro de la vida del autor, pero también como un proceso para la misma Historia del Arte.

BIBLIOGRAFÍA

ARTEHISTORIA. Duelo a garrotazos. [Consulta: 2-10-2017] Disponible en: http://www.artehistoria.com/v2/obras/954.htm

HISTORIA-ARTE. Duelo a garrotazos. [Consulta: 2-10-2017] Disponible en: https://historia-arte.com/obras/duelo-a-garrotazos-de-goya

MUSEO DEL PRADO. Duelo a garrotazos. [Consulta: 2-10-2017] Disponible en: https://www.museodelprado.es/coleccion/obra-de-arte/duelo-a-garrotazos/2f2f2e12-ed09-45dd-805d-f38162c5beaf

La expansión colonial entre 1876 y 1914

Para hacer un balance de la expansión colonial entre finales del siglo XIX y comienzos del XX vamos a hacer uso de la presente tabla, incluida en la página 196 del manual Historia del capitalismo de 1500 a nuestros días de Michel Beaud. Dicha tabla se encuentra dividida en varios apartados de manera vertical. Por un lado nos encontramos con un bloque que engloba a las colonias con dos fechas 1876 y 1914, cada una a su vez divididas en superficie y población. Por otro lado tenemos un bloque que hace referencia a las Metrópolis, con una sola fecha que se divide en superficie y población. De manera horizontal encontramos, en un primer bloque, los siguientes países: Gran Bretaña, Rusia, Francia, Alemania, Estados Unidos y Japón. Y en otro bloque el total de las seis grandes potencias anteriormente citadas y las colonias de pequeños estados, como Bélgica, Holanda, España…

Estamos pues ante una tabla que intenta mostrar, de manera esquemática, la relación de la superficie en millones de km2 y la población en las colonias y en las metrópolis, intentando mostrar el aumento de las colonias por parte de las seis grandes potencias.

Podemos apreciar como en 1876, Gran Bretaña tenía una superficie, en sus colonias, de 22,5 millones de km2  y una población de 251,9 millones de habitantes. Sin embargo, en 1914, poco antes de la Primera Guerra Mundial, su superficie en las colonias ha aumentado significativamente y está en torno a los 33,5 millones de km2 con una población de 393,5 millones de habitantes, lo cual choca con la superficie de la metrópolis británica de 0,3 millones de km2 y una población de 46,5 millones de habitantes. En este caso vemos una relación colonia-metrópolis muy descompensada, con una superficie muchísimo mayor y mayor número de habitantes en las colonias, lo cual puede deberse a las colonias de la India o las de África.

En el caso de Rusia vemos como en 1876 la superficie de sus colonias era de 17 millones de km2 y la población era de 15,9 millones de habitantes.. En 1914 Rusia solo aumenta en 0,4 millones de km2 respecto a 1876 la extensión de sus colonias, sin embargo prácticamente duplica los datos anteriores con la población colonial, situada en 33,2 millones de habitantes. En esta misma fecha, la extensión de la metrópolis rusa es de 5,4 millones de km2 y la población es de 136,2 millones de habitantes. Vemos un caso radicalmente diferente al de Gran Bretaña ya que Rusia poseía una metrópolis mucho mayor en un inicio y, en ningún caso, sus colonias llegaron nunca a superar los habitantes de la metrópolis. El aumento de habitantes puede deberse a repoblaciones o mejoras en la calidad de vida.

Francia en 1876 tenía una superficie colonial de 0,9 millones de km2 con una población de 6 millones de habitantes. En 1914 la superficie aumentó considerablemente en 10,6 millones de km2 y una población colonial de 55,5 millones de habitantes. Su metrópolis en 1914 tenía una superficie de 0,5 millones de km2 y una población de 39,6 millones de habitantes. Como podemos ver Francia, al igual que Gran Bretaña, aumenta su poderío colonial considerablemente entre 1876 y 1914, esto es sobre todo gracias a sus colonias en África e Indochina, convirtiéndose en la segunda potencia colonial del momento, no en extensión pero sí en número de habitantes y poderío comercial.

Alemania carece de datos en 1876 ya que era un país que acababa de unificarse pero, en 1914, poco antes de la Primera Guerra Mundial, poseía una superficie colonial de 2,9 millones de km2 y 12,3 millones de habitantes, mientras que su metrópolis tenía una extensión de 0,5 millones de km2 -similar a la de Francia- y una población de 64,9 millones de habitantes. Alemania entró tarde, por su naturaleza como Estado, en la carrera colonial, pero eso no fue un problema para expandirse rápidamente en pocos años por territorios como África. Aun así, era la potencia europea con más habitantes por km2 en su metrópolis y su economía nunca dependió exclusivamente de las colonias, contando con una fuerte industria en territorio nacional.

Estados Unidos se encontraba inmerso en la “Conquista del Oeste”, creando un país, mientras las potencias europeas colonizaban los continentes por lo que fue otro país que entró tarde en la carrera colonial. Su gran extensión como país, en 1914, con 9,4 millones de km2 choca con sus 0,3 millones de km2 de superficie colonial y sus 9,7 millones de habitantes. Esto se debe a que gran parte de la colonización de Estados Unidos se dio en islas del Pacífico.

Japón, nueva potencia al final del siglo XIX, tenía una extensión de 0,4 millones de km2 en 1914 y una población de 53 millones de habitantes. Su superficie colonial era de 0,3 millones de km2 y 19,2 millones de habitantes, esto se debe a que, al igual que Estados Unidos, la colonización japonesa se dio básicamente en islas del Océano Pacífico y otros territorios menores. No sería hasta la década de los años 30 del siglo XX cuando Japón alcanzara su mayor expansión territorial.

Como hemos podido apreciar en esta tabla, en 1914 seis potencias controlaban una superficie de 65 millones de km2 con 523,4 millones de habitantes, mientras que otras potencias coloniales menores “únicamente” controlaban 9,9 millones de km2 y 45,3 millones de habitantes -menos población que la autóctona japonesa-. La carrera colonial fue un fenómeno decisivo que tuvo unos protagonistas indiscutibles, fueron estas mismas potencias las que poco después lucharían, tanto en sus territorios como en sus colonias, en dos ejes durante la Primera Guerra Mundial. La desaparición de este sistema, en parte, no se daría hasta después de la Segunda Guerra Mundial.

BIBLIOGRAFÍA.

BEAUD, M. Historia del capitalismo de 1500 a nuestros días. 1ª Edición. Barcelona: Ariel, 1984. pp. 196.

ECHEGARAY PASCUA, E. Historia económica española y mundial. 1ª Edición. Madrid: Centro de Estudios Financieros, 2012. pp. 93-113.

El consumo de carbón y su relación con el avance tecnológico durante los siglos XIX y XX

Para ver la relación entre el consumo de carbón por habitantes y el avance tecnológico de determinados países vamos a usar el presente gráfico, incluido entre las páginas 418 y 419 del manual Historia Económica de Europa de Carlo María Cipolla. Está dividido horizontalmente en nueve bloques fundamentales que hacen referencia a periodos concretos del siglo XIX y comienzos del XX. Los años que abarcan estos nueve bloques van desde 1825 hasta 1914 como bien se ve en el título del gráfico. Dentro de cada periodo se encuentran cinco columnas que hacen referencia a un país europeo en concreto: Francia, Alemania, Italia, Rusia y España, los cuales tienen la columna personalizada en base a la leyenda que encontramos debajo de la tabla. De manera vertical encontramos un valor que va del 0 al 80 y que es el porcentaje de consumo, de cada país anteriormente citado, respecto de Gran Bretaña.

Como vemos, esta tabla hace referencia, sin lugar a dudas a la industrialización de Europa cuyo corazón energético, en el momento, era el carbón. Se compara al resto de países con Gran Bretaña, país que estaba a la cabeza de la industrialización mundial, no solo europea, aunque con los años países como Estados Unidos le irían a la zaga, aunque el gráfico se refiere solo a Europa.

En el primer periodo, que abarca de 1825 a 1834, podemos apreciar como únicamente aparecen dos países en el gráfico: Francia, cuyo consumo de carbón respecto a Gran Bretaña es de un 10%, y Alemania cuyo consumo estaría situado entre un 7-8% respecto a Gran Bretaña. Estos primeros síntomas de industrialización serían claves que marcarían el poderío económico de ambos países en los años venideros.

En el segundo periodo, de 1835 a 1844, vemos como el consumo de carbón de Francia se duplica y supone un 20% respecto al de Gran Bretaña. En el caso de Alemania este consumo de carbón aumenta hasta un 10% aproximadamente.

El tercer periodo abarca desde 1845 hasta 1954, en este vemos como la columna de consumo de carbón respecto a GB de Francia ha aumentado hasta un 30% aproximadamente, mientras que la de Alemania se sitúa en torno al 12%. El aumento del consumo en Francia, desde 1825 hasta 1854 es muy significativo, sin embargo Alemania aun anda con pies de plomo, con un aumento moderado, lo cual puede deberse a que aun no se trataba de un país unificado. Como también podemos apreciar en estos tres periodos -de 1825 a 1854- aun no han hecho acto de presencia Italia, Rusia o España, y esto se debe a que en el primer círculo de difusión de la industrialización no se encontraban estos países, pero sí Francia y Alemania. Además, también podemos asegurar que estamos ante el primer ciclo de difusión de la industrialización, el segundo se iniciará con la entrada de Italia, Rusia y España, y con la igualación, en un primer momento, de los consumos de Francia y Alemania.

En el cuarto periodo, de 1855 a 1864, vemos como Francia aumenta su consumo casi un 10% más, Alemania llega al 20% respecto a Gran Bretaña, y entran en escena Italia con apenas un 1% y España en torno al 3%. Estos países mediterráneos, a pesar de entrar en esta época en el círculo industrial, no llegarán nunca a convertirse en potencias industriales.

En el quinto periodo, de 1865 a 1874, vemos como los consumos -respecto a Gran Bretaña- de Francia y Alemania se igualan, ambos países se sitúan en torno a un 30%. La caída de Francia puede deberse, sobre todo, a la derrota en la Guerra Francoprusiana (1870-1871) que enfrentó a Francia y Alemania, saliendo esta última victoriosa. El aumento de Alemania no solo puede deberse a la victoria en la guerra sino también a su unificación en 1871. España e Italia se mantienen estancadas durante este periodo, y entra Rusia en escena con un 1% respecto a Gran Bretaña, el cual puede deberse a los logros alcanzados en el ferrocarril, el cual conectaba zonas productoras con zonas consumidoras.

En el sexto, séptimo y octavo periodo se entra ya en el segundo ciclo de difusión de la industrialización. Vemos un ascenso imparable de Alemania, la cual llega a colocarse casi al mismo nivel de consumo que Gran Bretaña entre 1905 y 1914. Vemos también como, tras un estancamiento, Francia aumenta un poco su consumo de carbón pero no llegaría a los niveles de 1855. Italia, Rusia y España también aumentan su consumo, estando España a la cabeza de estos últimos. El aumento del consumo del carbón en Europa es un claro síntoma de industrialización, y en el segundo ciclo es aun más acusado, llegando a unos niveles muy altos a las puertas de la Primera Guerra Mundial.

BIBLIOGRAFÍA.

ECHEGARAY PASCUA, E. Historia económica española y mundial. 1ª Edición. Madrid: Centro de Estudios Financieros, 2012. pp. 93-113.

MARIA CIPOLLA, C. Historia económica de Europa. 3ª Edición. Barcelona: Editorial Crítica, 2002. pp. 418-419.