¿Existió Moby Dick? La verdadera historia de la gran ballena blanca

Hay libros que nacen ya destinados al fracaso, que llegan al mundo literario o académico con el peso de la incomprensión y la indiferencia, y que, sin embargo, con el paso del tiempo ascienden muy lentamente desde los márgenes hasta convertirse en clásicos. Así ocurrió con Moby-Dick; or, The Whale, la monumental obra que Herman Melville publicó en 1851. Su recepción fue tremendamente fría; sus contemporáneos consideraron la novela un texto errático, excesivo, desmesurado, puritano y hasta de carácter científico. Algunos críticos estadounidenses la tacharon de “pretenciosa”, mientras que los británicos la censuraron con bastante severidad, sobre todo por ciertos pasajes que insinuaban, con la sutileza propia de la literatura del XIX, una posible relación homosexual entre el protagonista Ismael y el arponero polinesio Queequeg. Para la sociedad victoriana, aquella camaradería que se resolvía en una cama compartida era motivo de escándalo. Pero el tiempo, casi siempre implacable con lo efímero y sorprendentemente generoso con lo original, terminó colocando a Moby Dick en el lugar que nunca debió serle negado.

Porque si existe una obra que pueda ostentar, sin rubor y con plena legitimidad, la etiqueta de Gran Novela Americana, esa es la historia del capitán Ahab y su cruzada maníaca contra la ballena blanca. Ni Las uvas de la ira de Steinbeck, ni El gran Gatsby de Fitzgerald, ni Huckleberry Finn de Mark Twain han alcanzado esa combinación de ambición formal, densidad simbólica y vastedad oceánica que Melville discutió en el océano mismo. Moby Dick no solo pretende contar una historia: pretende abarcar la condición humana entera, su misterio, su ira, su insignificancia frente al infinito, y su tendencia al desastre.

Y, sin embargo, la paradoja que rodea a este libro es que semejante obra literaria tiene una raíz histórica profundamente concreta. Melville no inventó a la gran ballena blanca: la heredó del mundo real. Se inspiró en testimonios, libros, tradiciones marineras, relatos transmitidos al calor de las lámparas de aceite. Y, sobre todo, tomó como columna vertebral la historia del ballenero Essex, un barco de Nantucket que en 1820 fue embestido, hundido y reducido a un esqueleto flotante por una enorme ballena blanca que lo partió casi en dos. Aquel suceso sacudió la conciencia marítima de la época, traumatizó a los supervivientes y se grabó en las páginas de dos testimonios fundamentales: el relato del primer oficial Owen Chase y el manuscrito del joven grumete Thomas Nickerson, quien décadas después narraría la tragedia con la mezcla de horror, humanidad y lucidez que marcaría a generaciones posteriores.

Pero antes de llegar al Essex, a Melville, o a Mocha Dick, es necesario comprender el contexto en el que estas historias surgieron. La industria ballenera del siglo XIX fue una auténtica columna vertebral económica, tecnológica y energética del mundo atlántico y pacífico. Alimentaba lámparas, lubricaba maquinaria, iluminaba ciudades, sostenía fortunas enteras. El aceite de la ballena franca y, sobre todo, el del cachalote (o Sperm whale, en inglés) era tan preciado que impulsó una enorme flota de cazadores de leviatanes que surcaban los mares más remotos. Y todo este universo se infiltró en la obra de Melville con la naturalidad de quien escribe desde la experiencia: él mismo había sido marinero en un ballenero, vivido tormentas, disciplinado faenas, huelgas, arponeos, camaraderías temporales y la peculiar hermandad que solo conocen los hombres que se enfrentan al océano.

No es menor recordar que, además de influencia histórica, Moby Dick ha dejado una estela cultural vastísima. No solo generó adaptaciones cinematográficas como la mítica versión de John Huston protagonizada por un imponente Gregory Peck, ni series televisivas como aquella en la que William Hurt y Ethan Hawke encarnaron con solidez a Ahab e Ismael, sino que ha inspirado cómics excepcionales como La Ballena, de Zidrou y Oriol, una obra oscura, poética y profundamente melvilliana en espíritu, o como el maravilloso Mocha Dick, que recupera de manera magistral la figura histórica del cetáceo que dio origen al mito. Incluso novelas como La sangre helada, que bebe claramente del clima psicológico y marítimo que Melville elevó a categoría literaria. La ballena blanca ha sido, y continúa siendo, un símbolo tan poderoso que se ha convertido en un arquetipo universal: la encarnación de lo inabarcable, del terror natural, de la obsesión humana y de la lucha contra lo imposible.

Gregory Peck como el Capitán Ahab en Moby Dick de John Huston (1956).

Pero toda esta dimensión cultural posterior no debe ocultar un hecho esencial: Melville se basó en historias reales. No solo en el Essex, sino en múltiples relatos de ballenas blancas enormes, agresivas, casi legendarias, que los marineros del siglo XIX conocían bien. Entre todas ellas sobresale una: Mocha Dick, un gigantesco cachalote blanco del Pacífico Sur, documentado en la literatura marítima y en testimonios de balleneros, protagonista de decenas de encuentros violentos con barcos. Algunos lo describían como casi invulnerable; otros hablaban de cicatrices antiguas que le daban un aspecto fantasmagórico; varios afirmaban que había sobrevivido a más de un centenar de arponazos. Su existencia —real, documentada y extraordinaria— es una de las claves fundamentales para entender que Moby Dick es la transfiguración literaria de un animal que realmente devastó embarcaciones y que alimentó la imaginación marinera durante décadas.

En esta primera parte del artículo no solo nos adentraremos en la obra de Melville y en su resonancia cultural, sino que empezaremos a montar la estructura narrativa que llevará, inevitablemente, hacia la pregunta central: ¿existió Moby Dick? ¿Hubo realmente una ballena blanca, colosal, agresiva, capaz de hundir barcos y sembrar el terror en la industria ballenera? ¿Y, en caso afirmativo, era Mocha Dick la misma ballena que destruyó el Essex? ¿Hubo varios ejemplares? ¿Fue Melville testigo indirecto de un mito colectivo o de una historia documentada?

La industria ballenera, el aceite, los cachalotes (ballenas de esperma) y la estructura económica del siglo XIX

Para comprender de verdad el contexto en el que surgieron historias como la del Essex, es imprescindible sumergirse en la atmósfera económica, tecnológica y cultural que dominaba la primera mitad del siglo XIX. La industria ballenera era, en aquellos años, un coloso mundial, una gigantesca maquinaria marítima que permitía iluminar ciudades, mover engranajes, lubricar maquinaria industrial y sostener fortunas cuya magnitud resulta difícil de dimensionar hoy. Antes del petróleo, antes de la electricidad, antes siquiera de que existieran redes energéticas estables en los países occidentales, el mundo dependía, en buena medida, de lo que podía extraerse de un animal marino de dimensiones tan extraordinarias como el cachalote.

Si en la actualidad una ballena es vista como un símbolo de belleza natural, de conservación, de ecosistemas frágiles y de responsabilidad ambiental, en la época en la que Melville navegó, y en los años en los que el Essex surcó las aguas del Pacífico, era esencialmente un recurso energético. El océano era un yacimiento móvil, imprevisible, colosal, del cual dependían ciudades enteras. El aceite de ballena, especialmente el aceite del cachalote —más fino, más limpio, más resistente a la oxidación y más apto para un uso técnico— era la gasolina del siglo XIX. Las lámparas de interiores, los faroles públicos, las máquinas textiles, los engranajes de fábricas, los relojes de precisión y los mecanismos de barcos y locomotoras lo utilizaban constantemente. Sin ese aceite, la noche habría sido más oscura, las industrias más torpes, los talleres más sucios y los progresos técnicos más lentos.

Por eso, la caza de ballenas no era simplemente una actividad económica: era una empresa casi épica. Implicaba adentrarse en mares lejanísimos, pasar años sin tocar tierra firme, atravesar ciclones, bordear arrecifes desconocidos, convivir con culturas extrañas, sufrir motines ocasionales y enfrentarse a animales de una fuerza descomunal. La flota ballenera estadounidense —especialmente la que salía de Nantucket y, más tarde, de New Bedford— era la más temida, respetada y eficiente del mundo. Representaba la punta de lanza de una economía oceánica capaz de generar riquezas inmensas y, al mismo tiempo, de devorar vidas como si fueran un tributo inevitable al progreso.

El cachalote desempeñaba un papel especial en este entramado. A diferencia de la ballena franca o la ballena boreal, animales más lentos y menos agresivos, el cachalote era un verdadero coloso. Los ejemplares adultos podían superar los veinte metros de longitud y las cincuenta toneladas, con cabezas cuadrangulares que albergaban un órgano masivo lleno de un aceite ceroso y claro conocido como espermaceti. Este espermaceti, cuando se purificaba, producía una cera de altísima calidad, perfecta para fabricar velas limpias —sin humo, sin olor, con una llama clara y estable— y un aceite incomparable. Aquello convirtió al cachalote en un tesoro viviente. Y, como suele ocurrir con los tesoros, también en una fuente de violencia.

La caza de un cachalote era, en esencia, una negociación con la muerte. Los arponeros se acercaban en pequeñas embarcaciones, apenas unos botes de remos que se internaban silenciosamente hasta quedar a pocos metros de un gigante cuya cola podía partirlos en dos en un instante. El procedimiento era casi el mismo que Melville describió con la minuciosidad de un antiguo artesano: se lanzaba el arpón, la ballena se sumergía furiosa, arrastraba al bote a velocidades demenciales en un fenómeno conocido como Nantucket sleigh ride (en español, algo así como «el trineo de Nantucket») y cuando el animal se agotaba por la pérdida de sangre, se lo remataba con lanzas más largas llamadas lances. Aquellos combates podían durar horas y, en ocasiones, acababan con los hombres muertos o las embarcaciones destrozadas. En ese juego brutal en el que el cazador podía convertirse en presa, nació la mitología ballenera. Y en ese océano de riesgo constante surgieron figuras como Mocha Dick.

Un cachalote blanco fotografiado por Hiroya Minakuchi.

Antes de acercarnos a esa criatura extraordinaria, conviene aclarar que las ballenas blancas —o, más específicamente, los cachalotes albinos— no son imposibles, aunque sí rarísimos. Su aparición, unida a su tamaño imponente y a su comportamiento a menudo agresivo, las convertía automáticamente en protagonistas de las conversaciones marítimas. Una ballena blanca que sobreviviera a numerosos encuentros con marineros y que acumulase cicatrices, arponazos antiguos, marcas de hierro y restos de cuerdas enredadas en el lomo podía convertirse fácilmente en un mito viviente. Y, de hecho, lo hizo. Mocha Dick era ya una leyenda antes de que Melville escribiera Moby Dick. Los periódicos, los marineros y los autores de memorias navales hablaban de él como una presencia casi sobrenatural en las aguas del Pacífico Sur.

Pero el centro de gravedad de todo este universo era Nantucket, una isla aparentemente insignificante que, sin embargo, dominó durante décadas una parte crucial del comercio energético mundial. Nantucket era una sociedad cerrada, profundamente religiosa, habitada en gran medida por cuáqueros cuyo rigor moral convivía con la dureza física del mar. Sus habitantes crecían viendo barcos partir rumbo a mares helados o tropicales; aprendían desde niños a conocer el viento, a distinguir el olor del aceite crudo, a identificar cicatrices en los arpones, a contar historias de ballenas gigantescas. La identidad de Nantucket estaba tan entrelazada con las ballenas que incluso sus casas, con sus torres de vigilancia llamadas widow’s walks, parecían diseñadas para medir el horizonte en busca de un barco que regresara tras años de ausencia.

Los hombres de Nantucket crecían sabiendo que, tarde o temprano, se convertirían en arponeros, marineros o aprendedores de oficio. Y esta tradición forjó hombres extremadamente resistentes, disciplinados y, a menudo, obstinados. Entre ellos se encontraban los protagonistas reales de la historia que inspiró a Melville: George Pollard, joven capitán del Essex, un hombre de semblante tranquilo pero firmemente arraigado en las costumbres marítimas de la isla, y Owen Chase, su primer oficial, un hombre de gran habilidad, ambicioso, inteligente, capaz de comprender la importancia de su testimonio en un momento de crisis.

Owen Chase, primer oficial del Essex, en su vejez.

Pero nada de esto habría ocurrido si el mundo ballenero no estuviera impulsado por una fuerza económica inconmensurable. El valor del aceite de cachalote era tan elevado que justificaba viajes que duraban tres, cuatro o incluso cinco años, atravesando todos los océanos del planeta. Los barcos partían cargados de bienes para intercambiar, se abastecían en islas remotas, reclutaban tripulaciones diversas —africanos, polinesios, europeos, nativos americanos— y regresaban convertidos en auténticas factorías flotantes. Las cubiertas se llenaban de barriles gigantescos; las calderas ardían sin pausa; el olor del aceite saturaba cada tablón, cada cuerda, cada costura del barco. La vida a bordo era dura, monótona, violenta y, paradójicamente, próspera.

Este mundo fue el que Melville conoció en su juventud. Antes de convertirse en escritor, antes de ser consciente del destino literario que le esperaba, fue un simple marinero. Trabajó en un ballenero llamado Acushnet y experimentó en carne propia la implacabilidad del océano, la fraternidad forzada de la vida marítima, los terrores que solo conocen quienes navegan durante meses sin ver tierra, la sensación de encontrarse en manos de algo inmenso, vivo, indiferente. Aquella experiencia moldeó su visión del cachalote no como un simple animal, sino como una fuerza natural, un símbolo, un espejo distorsionado de la humanidad.

La industria ballenera también tenía un componente casi clasificatorio. Los marineros aprendían a distinguir especies, comportamientos, estrategias de caza y territorios migratorios. Sabían que las ballenas francas preferían aguas más frías y movimientos lentos, mientras que los cachalotes se aventuraban en profundidades increíbles, a veces sumergiéndose más de mil metros en busca de calamares gigantes. También sabían que ciertas ballenas desarrollaban comportamientos anómalos tras sobrevivir a encuentros traumáticos con arponeros. En algunos casos, se volvían extremadamente agresivas, atacaban embarcaciones o presentaban patrones de comportamiento que hoy, a la luz de la biología moderna, podrían interpretarse como respuestas defensivas complejas.

Todo este entramado —económico, social, biológico, cultural y mítico— es esencial para comprender que la historia del Essex y la figura de Mocha Dick no surgieron en un vacío. Nacieron en un mundo donde las ballenas eran codiciadas y temidas, donde los marineros podían ver en un animal un símbolo divino, un enemigo personal o un monstruo natural. En ese universo saturado de tensión, de tecnología rudimentaria y de ambición desbordada, cualquier anomalía adquiría inmediatamente un aura sobrenatural.

El Essex, Nantucket, Pollard, Chase, Nickerson y la ballena blanca que partió un barco en dos

En la historia marítima existen naufragios que se convierten en advertencias, tragedias que se transforman en manuales de navegación y destinos que, por su singularidad, adquieren el peso simbólico de una leyenda. El caso del Essex pertenece a esta última categoría. No se trata solo de un barco hundido —algo tristemente común en toda la historia de la navegación— sino de un suceso tan extraordinario, tan inusual, tan inimaginable, que marcó para siempre el imaginario ballenero y se convirtió en la semilla principal de Moby Dick. Para entender la magnitud de aquel acontecimiento es necesario retroceder a la vida cotidiana de Nantucket, a la tradición marinera que moldeó a los hombres que partieron en aquel barco y al perfil psicológico de sus protagonistas.

Faro de Nantucket, en la actualidad.

Nantucket, en los albores del siglo XIX, era un enclave singular: una isla pequeña, ventosa, aislada del continente, habitada por cuáqueros que habían hecho del mar su templo y su sustento. Desde finales del siglo XVIII, Nantucket había consolidado una flota ballenera prodigiosa, formada por barcos que partían durante años para recorrer el Atlántico, el Índico y el Pacífico en busca de los gigantes marinos cuyo aceite iluminaba el mundo. Los jóvenes de la isla crecían con la idea de que el océano era la prolongación natural de su existencia, y aquel estrecho marco social condicionaba sus aspiraciones. Ser capitán de un ballenero era la cúspide de una carrera durísima que exigía décadas de experiencia, un temple casi inhumano y una habilidad excepcional para mantener a raya a una tripulación heterogénea y a un mar caprichoso.

Entre aquellos hombres se encontraba George Pollard Jr., que en 1820 era un capitán excepcionalmente joven. A sus 28 años, Pollard se convirtió en el comandante del Essex, un barco de tamaño medio dentro de la flota de Nantucket, pero con un historial respetable y varias campañas exitosas en su haber. Pollard era un hombre reservado, serio, de temperamento sosegado; un cuáquero típico, marcado por una ética severa y una calma que inspiraba, más que temor, una respetuosa confianza. Su juventud era, sin embargo, un arma de doble filo. Si bien demostraba solvencia profesional, también cargaba con la sombra de la inexperiencia, y en un mundo donde cada tormenta podía ser fatal, la falta de años de mando podía resultar determinante.

A su lado viajaba Owen Chase, el primer oficial del barco, un hombre enérgico, ambicioso, dotado de un intelecto agudo y de un sentido práctico que compensaba en ocasiones el exceso de prudencia de Pollard. Chase era hijo de Nantucket también, pero su carácter era muy distinto. Era un hombre de acción, orgulloso de su habilidad como ballenero y convencido de que su destino era escalar posiciones hasta llegar a convertirse en capitán. Su visión pragmática del mundo quedó posteriormente reflejada en su relato del naufragio, un documento extraordinario por su claridad, su ritmo y su afán de precisión. Chase fue, además, un observador minucioso, capaz de registrar detalles que otros habrían pasado por alto, y su testimonio constituye uno de los pilares fundamentales que permiten reconstruir lo sucedido.

El tercer nombre relevante es el de Thomas Nickerson, que embarcó en el Essex como grumete. Nickerson era un muchacho de apenas quince años, moldeado por la tradición de la isla y embriagado por la emoción de formar parte de un viaje que, se suponía, sería una prueba iniciática más en la vida de un marinero. Décadas más tarde, ya anciano, escribiría su propio relato, una memoria íntima, honesta y desgarradora, que permanecería perdida durante más de un siglo hasta su recuperación a finales del XX. Su perspectiva —la de un adolescente enfrentado a horrores impensables— añade matices esenciales a la historia, pues muestra cómo la tragedia del Essex no solo fue un desastre histórico, sino un trauma humano profundo.

Nickerson, grumete del Essex en el que se inspira el Ismael de Melville.

El Essex zarpó de Nantucket el 12 de agosto de 1819, con una tripulación formada por veinte hombres. Su objetivo era claro: atravesar el Atlántico, bordear el cabo de Hornos y adentrarse en el Pacífico para llenar sus bodegas de aceite de cachalote. Solo cuando el barco regresara cargado y las factorías de Nantucket transformaran el aceite en velas, jabón y lubricantes, podrían los marineros volver a casa. En aquella época, un viaje ballenero podía durar dos o tres años; era un compromiso total con el mar, una renuncia temporal a la vida en tierra y una apuesta peligrosa en la que muchos dejaban la salud, los nervios o la vida.

Ya desde las primeras semanas, el Essex empezó a mostrar síntomas de infortunio. A los pocos días de zarpar, una tormenta violenta lo golpeó con tal fuerza que tumbó parte de sus mástiles y dañó la estructura. Pollard, prudente, propuso regresar a Nantucket para efectuar reparaciones, pero Chase y varios oficiales se opusieron. Consideraban que aquello habría sido interpretado por la isla como una señal de debilidad y un mal presagio, y que la reputación del capitán quedaría dañada. Finalmente, el Essex continuó su ruta. Esta primera decisión, aparentemente trivial, se convertiría más tarde en uno de esos elementos fatales que, en retrospectiva, parecen señales de un destino oscuro ya sellado.

Meses más tarde, tras continuar su ruta hacia el sur y cruzar el cabo de Hornos, la tripulación se adentró en el Pacífico Sur, un territorio que, en aquella época, era un océano casi infinito de silencio, bruma y peligros. Allí, entre islas remotas, atolones deshabitados y zonas de pesca poco exploradas, los balleneros se encontraban en su hábitat más fértil. Fue en aquellas aguas donde, según los testimonios históricos y los análisis posteriores, una serie de ballenas blancas —rarísimas, espectrales, agresivas— comenzaron a atraer la atención de las tripulaciones.

El momento decisivo llegó el 20 de noviembre de 1820, una fecha que quedaría grabada en la historia marítima. Aquel día, el Essex se encontraba lejos de cualquier costa conocida, en una región del Pacífico a miles de kilómetros de tierra firme. Habían avistado un grupo de cachalotes y, siguiendo el procedimiento habitual, se lanzaron los botes de caza. Chase comandaba uno de ellos y estaba en pleno proceso de arponear un animal cuando escuchó un sonido inusual proveniente del barco principal. Al levantar la mirada, vio —según sus propias palabras— a un cachalote enorme, blanco, de una longitud descomunal, que se aproximaba al Essex con una extraña deliberación, como si hubiera tomado una decisión consciente.

Lo que sucedió después desafía, incluso hoy, la imaginación. La ballena embistió el barco una primera vez, golpeando la proa con una fuerza tal que estremeció toda la estructura. Los marineros quedaron paralizados unos instantes. Chase vio cómo Pollard trataba desesperadamente de maniobrar para evitar una nueva colisión. Pero la ballena, en un acto tan excepcional que sigue siendo objeto de estudio, giró, se sumergió y volvió a emerger frente al Essex, cargando de nuevo con la determinación de un enemigo que comprende dónde debe golpear. La segunda embestida fue devastadora. El casco cedió, las tablas crujieron como huesos rotos y el barco empezó a hundirse con una rapidez alarmante. Chase jamás olvidó aquel instante, y en su relato dejó escrito que la ballena parecía mirar al barco —como si fuera consciente de lo que estaba haciendo— antes de desaparecer en las profundidades.

Aquello no fue un accidente. Fue un ataque en toda regla. Y, para los marineros del Essex, fue también un acto que desafiaba las categorías de lo imaginable. Nunca antes, en la historia registrada de la ballenería, un cachalote había hundido un barco grande embistiéndolo con la fuerza suficiente como para partir su estructura. Lo que habían visto era, simplemente, imposible. Pero lo imposible se había hecho real. La gran ballena blanca —que muchos identifican hoy como Mocha Dick— había destruido el Essex y condenado a su tripulación a una odisea de muerte, hambre, desesperación y canibalismo. Una tragedia tan atroz que, durante años, la isla de Nantucket evitó hablar de ella.

Dibujo del naufragio del Essex, por Thomas Nickerson.

Pollard perdió aquel día no solo su barco, sino el rumbo de su vida. Su obsesión posterior por encontrar a la ballena —una obsesión apagada, menos teatral que la de Ahab, pero igualmente profunda— se convertiría en uno de los elementos más inquietantes de su biografía. Chase, por su parte, se convirtió en el cronista del desastre, plasmando en papel una de las narraciones marítimas más conmovedoras de la era ballenera. Nickerson quedó marcado para siempre.

El naufragio, los botes abiertos, la supervivencia extrema y el eco literario que llegó a la pluma de Melville

Cuando el Essex comenzó a hundirse, la tripulación entró en un estado de shock colectivo. Un ballenero podía arder, podía encallar, podía estropearse; pero lo que no podía —lo que ningún marinero del mundo creía posible— era ser hundido por una ballena en un ataque directo. En andanadas de terror y desconcierto, los hombres saltaron a los botes mientras el barco se inclinaba como un animal moribundo, expulsando tablones y barriles. Lo que llevaban encima era lo único que tendrían durante los meses siguientes, y de la rapidez con la que recogieran víveres dependía su supervivencia. Sacaron agua en toneles pequeños, algo de pan duro, varias tortas de galletas, herramientas, brújulas, arpón o dos, una pistola, pólvora húmeda, un par de velas improvisadas y poca cosa más. El océano, esa vastedad muda y azul, había decidido que veinte hombres quedaran en manos de unos botes de madera del tamaño de un comedor grande.

Había tres botes principales: uno bajo el mando del capitán Pollard, otro al cargo de Owen Chase y un tercero dirigido por el segundo oficial Matthew Joy. Cada bote debía funcionar como una pequeña embarcación autónoma, con su vela improvisada, su timón rudimentario y la esperanza de encontrar tierra firme. Pero el Pacífico, en esa región concreta, es uno de los lugares más remotos del planeta. Desde el punto donde el Essex naufragó, las islas habitadas más cercanas estaban a miles de kilómetros. La posibilidad de supervivencia, incluso con barcos enteros, era escasa. Con botes abiertos, expuestos al sol, al salitre, a la deshidratación y al hambre, las probabilidades eran casi nulas.

Decidir el rumbo fue la primera crisis. Los marineros conocían la existencia de las islas Marquesas y de otras tierras que se encontraban a menos distancia, pero temían —por pura superstición, por rumores transmitidos de barco en barco— que estuviesen habitadas por pueblos caníbales. Paradójicamente, el miedo a convertirse en alimento de otros seres humanos los llevó a tomar una decisión que los colocó en la trayectoria más dura: navegar hacia el este, hacia las costas de Sudamérica, a miles de kilómetros, atravesando una zona sin vientos fiables, carente de corrientes favorables y en la que el océano se convierte en un espejo inmóvil bajo un sol aplastante. Fue una elección trágica. En aquella búsqueda de seguridad se adentraron en la ruta de la mayor mortandad imaginable.

Los primeros días resultaron relativamente manejables. Los hombres conservaban aún algo de disciplina, el sentido del deber no se había quebrado y el liderazgo de Pollard y Chase mantenía cierta estabilidad emocional. Pero el sol empezó a quemar la piel hasta levantar ampollas; el agua dulce comenzó a evaporarse o a pudrirse en los barriles; las galletas —hechas de harina y agua— se llenaron de gusanos, y el mar, inmenso, vacío, indiferente, se convirtió en un muro psicológico. Podían remar durante horas sin avanzar más que unos metros. El viento, cuando llegaba, los empujaba en direcciones caprichosas. El hambre y la sed empezaron a devorar la moral.

Benjamin Walker como George Pollard en la película En el Corazón del Mar, de Ron Howard (2015).

La primera muerte no tardó. El segundo oficial Joy, debilitado y enfermo, sucumbió poco después del naufragio. Su pérdida marcó el principio del derrumbe mental de la tripulación. A partir de ese momento, la sucesión fue lenta, inexorable y brutal. El calor tropical, combinado con la total exposición, convirtió los botes en hornos. La piel se agrietaba, los labios sangraban, los ojos ardían. Los hombres bebían agua salada desesperados, lo que aceleraba la deshidratación. Las noches frías provocaban temblores imposibles de controlar, seguidos por días insoportables que cocían la carne a fuego lento.

Tras semanas de sufrimiento, los botes alcanzaron una pequeña isla deshabitada —la isla Henderson— donde encontraron cangrejos y agua dulce. Permanecieron allí un tiempo, aliviados por esa tregua que el destino les concedía. Sin embargo, la isla no podía sostener a todos. Pollard y Chase decidieron continuar la travesía hacia Sudamérica, y la mayoría de los hombres los siguieron. Tres tripulantes se quedaron atrás, incapaces de soportar otra travesía en los botes abiertos. Aquellos tres sobrevivirían. Los demás retomaron su viaje hacia el abismo.

A partir de ahí, la historia se vuelve una de las narraciones más oscuras de la historia naval. Los hombres empezaron a morir uno a uno. Los cadáveres, primero envueltos en un ritual cuáquero austero, eran devueltos al mar. Pero la realidad pronto se volvió más dura. Con la comida agotándose, los cuerpos comenzaron a ser vistos no como compañeros caídos, sino como la única posibilidad de sobrevivir unas horas más. El canibalismo, que los marineros temían encontrar en supuestas islas del Pacífico, terminó practicándose entre ellos mismos. Los testimonios de Chase y Nickerson son sobrios, casi pudorosos al respecto, pero su silencio entre líneas dice más que cualquier palabra explícita. Cuando los recursos se agotaban, el cuerpo del último fallecido se convertía en sustento.

Incluso ese macabro recurso llegó a su límite cuando los vivos ya no podían sostenerse. Fue entonces cuando el bote de Pollard recurrió a una práctica tan antigua como desesperada: el sorteo. Un nombre sería elegido al azar para morir en beneficio de los demás. El joven Owen Coffin, primo de Pollard, escogido por el destino en aquel terrible ritual, aceptó su suerte con una entereza que perturbó incluso a los hombres más endurecidos. Pollard, destrozado, ofreció ocupar su lugar, pero Coffin se negó. El disparo que terminó con su vida fue una de las escenas más traumáticas para los supervivientes.

Esta odisea, que duró más de noventa días, terminó cuando los restos del bote de Chase fueron avistados por el barco Indian. Días después, el bote de Pollard fue encontrado por el Dauphin. De los veinte hombres que habían partido de Nantucket, solo ocho regresaron vivos. Sus cuerpos estaban consumidos casi hasta el esqueleto, sus ojos hundidos, su piel quemada. Parecían espectros. Ningún miembro de una tripulación ballenera había vivido nunca algo así. La historia del Essex no fue una tragedia común: fue un encuentro con lo inimaginable.

La noticia hizo temblar a Nantucket. No solo por el horror de la supervivencia, sino por la causa del naufragio. Los sobrevivientes no hablaban de un accidente, sino de un ataque deliberado de un cachalote gigantesco, blanco, de comportamiento anómalo. Aquello rompía todos los esquemas de la ballenería. Si un cachalote podía hundir un barco, ¿cuántos más podrían hacerlo? ¿Era la ballena una criatura racional, capaz de planear una embestida? ¿Había especímenes más agresivos que otros? ¿Y aquella ballena, la del Essex, era la misma que otros marineros habían visto en el Pacífico, un animal legendario llamado Mocha Dick?

El impacto llegó a oídos de Herman Melville años después. Melville conoció a Owen Chase en Nantucket, trató con su hijo —Nathaniel— y leyó con atención el relato del primer oficial. Aquel texto, junto con testimonios de otros marineros, alimentó la imaginación de un escritor que ya conocía el océano y su capacidad para engendrar fuerzas narrativas. A partir de aquel encuentro entre la realidad y la leyenda, Melville elaboró la figura del capitán Ahab, la obsesión hecha carne, y transformó al cachalote blanco en un símbolo universal de la lucha del hombre contra lo inconmensurable.

La historia del Essex no es solo la raíz de Moby Dick: es uno de los testimonios más estremecedores de la fragilidad humana ante la naturaleza, del poder destructivo del océano y de la delgada frontera que separa la civilización de la barbarie cuando las circunstancias superan cualquier límite imaginable.

Mocha Dick, la verdadera ballena blanca: sus ataques, sus avistamientos y “su muerte”

Para entender por qué la historia del Essex adquirió una resonancia tan poderosa, es necesario adentrarse en el territorio que separa la zoología de la mitología, el archivo naval del rumor transmitido entre cubiertas y fogones. Y en ese espacio fronterizo, casi legendario, se alza la figura de Mocha Dick, quizá el cachalote más célebre e inquietante de toda la historia marítima. Si Moby Dick es el símbolo literario absoluto, Mocha Dick es su contraparte real, el animal que durante décadas dominó la imaginación —y el terror— de las flotas balleneras del Pacífico.

Su nombre procede de la isla Mocha, un enclave situado frente a las costas de Chile, que durante buena parte del siglo XIX fue un punto de referencia habitual para balleneros estadounidenses y británicos. Las aguas profundas del Pacífico Sur eran ricas en cachalotes, y los barcos que perseguían al “oro líquido” del espermaceti situaban a menudo sus rutas cerca de aquellas latitudes. Fue allí donde comenzaron los avistamientos de una criatura inusual, un cachalote de coloración blanquecina, enorme, de comportamiento errático y, según los relatos, capaz de destruir embarcaciones menores con una violencia impropia incluso para un animal de ese tamaño.

La primera descripción conocida de Mocha Dick llegó a Occidente a través del escritor Jeremiah N. Reynolds, cuyo artículo publicado en 1839 se convirtió en una pieza esencial para comprender el mito. Reynolds describió al cachalote blanco como un animal gigantesco, cubierto de cicatrices, con una piel áspera moteada por heridas antiguas, restos de cables incrustados y marcas de hierro procedentes de arpones que no habían logrado matarlo. El retrato es el de un veterano de innumerables batallas, un coloso que había sobrevivido a más de un centenar de encuentros con balleneros. No era simplemente un animal: era un superviviente, un guerrero oceánico marcado por una larga vida de violencia mutua entre el ser humano y la ballena.

Pero la existencia de Mocha Dick no dependió de un solo texto. La tradición oral ballenera lo había convertido en una figura temida mucho antes de que Reynolds lo retratara. Los marineros contaban historias de embestidas poderosas, de botes despedazados, de persecuciones frenéticas, de noches enteras en las que la silueta fantasmagórica de la ballena blanca aparecía bajo la luna como un espíritu del océano. No era raro que un arponero afirmara haberlo visto, o que una tripulación asegurase que, tras una jornada de pesca, una figura inmensa los había observado desde lejos antes de sumergirse en silencio. La persistencia de esos relatos, en diferentes años y en diferentes barcos, configuró un retrato colectivo coherente: Mocha Dick era real.

La cuestión más fascinante radica en su comportamiento. Los cachalotes son, por lo general, animales prudentes, que huyen a gran velocidad cuando se sienten amenazados. Solo en condiciones extremas se enfrentan a un bote. Sin embargo, Mocha Dick mostraba una tendencia casi sistemática a contraatacar. En varios testimonios recogidos por marineros estadounidenses se menciona su costumbre de dirigirse directamente hacia los botes, como si reconociera el peligro que representaban los arponeros y actuara para neutralizarlos. En una ocasión, según un capitán de New Bedford, la ballena voló literalmente un bote por los aires al golpearlo desde abajo. En otro episodio, registrado en un cuaderno de bitácora hoy perdido pero citado en documentos secundarios, Mocha Dick habría dejado sin protección a toda una tripulación al destruir tres botes de golpe antes de desaparecer en las profundidades.

Mocha Dick, por Francisco Ortega y Gonzalo Martínez, para el cómic homónimo.

Estas conductas, lejos de ser imposibles, encuentran apoyo en observaciones modernas sobre la inteligencia y memoria de los cachalotes. Existen estudios que sugieren que estos animales pueden aprender a reconocer barcos, evitar zonas peligrosas, modificar su comportamiento tras sucesos traumáticos e incluso aplicar estrategias coordinadas para proteger al grupo. En aquel siglo XIX de violencia oceánica, no es difícil imaginar que un cachalote particularmente perseguido desarrollase una predisposición agresiva. Y si, además, su coloración inusual lo hacía inconfundible, se convertía automáticamente en un protagonista recurrente de las crónicas marineras.

La zona donde el Essex naufragó se encuentra dentro del área general donde Mocha Dick era avistado con mayor frecuencia. Además, la descripción del cachalote que atacó al Essex coincide con algunos rasgos atribuidos a Mocha Dick: su coloración clara, su enorme tamaño, su comportamiento anómalo y su determinación en el ataque. Sin embargo, también existen diferencias. Reynolds situaba los avistamientos principales de Mocha Dick más al sur, cerca de la isla Mocha, mientras que el ataque al Essex ocurrió a mayor distancia. Pero el Pacífico es un océano inmenso, y los cachalotes pueden recorrer miles de kilómetros en busca de alimento o pareja. Nada impide pensar que un ejemplar concreto —marcado por cicatrices, por ataques humanos, por años de experiencia— pudiera haber seguido a un grupo de hembras o haberse desplazado hacia zonas inusuales.

Por otro lado, conviene recordar que el Pacífico del siglo XIX era el territorio predilecto de muchos cachalotes albinos o parcialmente albinos. La literatura ballenera habla de varios ejemplares distintos, algunos de ellos extremadamente agresivos. La coincidencia de color y comportamiento no garantiza identidad, pero tampoco la descarta. El Essex pudo haber sido destruido por Mocha Dick o por otro cachalote blanco cuya historia se perdió en el silencio del mar. Lo que sí es seguro es que el ataque del Essex alimentó la fama de Mocha Dick, mezclando hechos reales con rumores exagerados hasta convertirlo en una figura casi totémica.

Un dato revelador es que Mocha Dick siguió vivo tras el naufragio del Essex. Los avistamientos continuaron durante la década de 1830 y también a comienzos de la de 1840, cuando Reynolds escribía sobre él. Su muerte, según varias versiones, habría ocurrido alrededor de 1859, cuando un grupo de arponeros finalmente logró abatirlo tras un combate feroz. Las historias sobre cómo su cuerpo gigantesco emergió por última vez —según los relatos, cubierto de heridas— reforzaron aún más su leyenda. Tras décadas resistiendo a los cazadores, había caído no como un animal cualquiera, sino como un enemigo formidable.

Los avistamientos de ballenas blancas no terminaron con Mocha Dick. En el Atlántico Norte se registraron casos esporádicos, y en el siglo XX hubo informes dispersos en diversos puntos del mundo. Uno de los más interesantes procede de Portugal, a comienzos del siglo pasado, donde pescadores locales aseguraron haber visto un enorme cachalote casi albino frente a las Azores. Aquella ballena fue perseguida por varias embarcaciones, pero nunca capturada. No existe evidencia de que fuera descendiente de Mocha Dick, pero el mito encaja en la tradición que sobrevivió intacta incluso cuando la industria ballenera comenzó su declive. El simple hecho de que marineros separados por décadas y miles de kilómetros consideraran notable la aparición de un cachalote blanco demuestra lo profundo que había calado la figura original.

Con la muerte de Mocha Dick terminó una era. El surgimiento del petróleo, la invención de la electricidad y la caída de los precios del aceite de ballena derrumbaron la industria que había impulsado a cientos de barcos hacia el Pacífico. Nantucket cayó en decadencia, New Bedford perdió parte de su poder económico y el mundo olvidó, poco a poco, la existencia de aquel gigante blanco que había desafiado la hegemonía humana. Pero la literatura no lo olvidó. Melville lo transformó en símbolo universal, los cómics del siglo XXI lo recuperaron con una estética poderosa y los historiadores lo reivindican hoy como un animal real cuya historia merece recordarse.

Moby Dick existió

Hay conclusiones que no se pueden presentar como meras afirmaciones, porque su peso histórico supera la simple demostración lógica. Este es el caso de la pregunta que da título al artículo: ¿existió Moby Dick? La respuesta no solo es afirmativa, sino que engloba una realidad más importante: probablemente no existió un único Moby Dick, sino varios cachalotes blancos que marcaron la historia marítima del siglo XIX. Entre todos ellos, sin duda, el más célebre, el más documentado, el más perseguido y el más temido fue Mocha Dick. Pero la verdad es que la literatura, la cultura popular y la memoria colectiva han terminado fusionando a todos esos ejemplares en un único arquetipo: la gran ballena blanca. Y en ese arquetipo se entrelazan el animal real, la angustia marinera, la lucha por la supervivencia, el poder destructor del océano y la imaginación inagotable de Herman Melville.

Mocha Dick existió. Su nombre aparece en archivos, cuadernos de bitácora, testimonios de balleneros, relatos publicados por escritores estadounidenses de la época y referencias cruzadas en documentos navales que, aunque dispersos y fragmentarios, coinciden en su descripción: un cachalote enorme, blanco, de comportamiento inusual y temperamento violento, que sobrevivió a decenas de enfrentamientos con barcos balleneros. Estos hechos no son especulaciones: pertenecen a la historia factual de la ballenería estadounidense, una industria lo suficientemente rigurosa en sus registros como para distinguir el rumor del suceso. Y esa es la clave que otorga credibilidad al mito. No hablamos de un animal inventado, sino de un ejemplar real cuyas hazañas se transmitieron de barco en barco como se transmiten las leyendas más sólidas: al calor de las lámparas de aceite, en noches sin luna, entre hombres que no podían permitirse la fantasía gratuita porque su vida dependía de la claridad con la que comprendieran el océano.

El hundimiento del Essex fue una advertencia para la industria ballenera, un recordatorio de que el océano, aun domesticado por la técnica y la experiencia humana, siempre conservaba la capacidad de destruir a quienes pretendían dominarlo. Pero la historia no terminó en 1820; siguió viva en la memoria de Nantucket, en el libro de Owen Chase, en el manuscrito de Thomas Nickerson y en las conversaciones de marineros que hablaban de ballenas blancas con un respeto casi religioso.

La transformación decisiva llegó cuando Herman Melville convirtió esa materia prima en literatura. Es importante recordar que Melville no escribió Moby Dick para narrar un hecho histórico, sino para explorar un concepto filosófico: la obsesión humana frente a lo incomprensible. Su capitán Ahab no es un reflejo exacto de Pollard —quien era prudente, moderado y profundamente marcado por su fe cuáquera— sino una figura trágica que condensa la locura del poder absoluto, el orgullo desafiante, la lucha contra un destino que solo puede terminar en destrucción. Melville tomó la tragedia del Essex y la moldeó según la estructura de una tragedia clásica: un héroe arrastrado por una pasión desmesurada, un antagonista que no es una criatura racional, sino una fuerza cósmica, y un desenlace que convierte la lucha en metáfora universal.

Si Mocha Dick fue el animal real, Moby Dick es su conversión simbólica. Y como todo símbolo que perdura, ha sobrevivido a siglos de reinterpretaciones. Tras la publicación de la novela el mito de la ballena blanca continuó expandiéndose a través de adaptaciones cinematográficas, obras teatrales, ilustraciones exuberantes de los siglos XIX y XX, cómics magistrales como La Ballena o el magnífico Mocha Dick, que recupera la figura real con un poder narrativo y visual extraordinario, o novelas posteriores como La sangre helada, que heredaron de Melville el tono de desamparo marítimo y misterio psicológico. El mito sobrevivió, sobre todo, porque la historia era buena demasiado buena para olvidarse.

Moby Dick, por Paul Lasaine.

Pero mientras la ballena crecía en la imaginación colectiva, la industria que le dio origen se desmoronaba. La aparición del petróleo y, poco después, de la electricidad, concedió al mundo fuentes de energía más eficientes, más baratas y menos dependientes de expediciones oceánicas de varios años. El precio del aceite de ballena cayó en picado; las factorías balleneras cerraron o se reconvirtieron; Nantucket entró en una crisis económica irreversible. Lo que había sido durante décadas una potencia marítima se convirtió en una isla silenciosa, cargada de recuerdos y de historias que ya nadie necesitaba. New Bedford resistió algo más, pero también perdió su hegemonía. El mundo se electrificó, se industrializó, se modernizó. Y la ballenería, que había sostenido una parte esencial del sistema energético global, quedó relegada a un capítulo del pasado.

Paradójicamente, este declive favoreció la canonización del mito. Cuando ya no había flotas persiguiendo cachalotes, cuando ya no se cazaban ballenas en masa, cuando el mar comenzó a verse como un espacio a proteger más que a explotar, la figura de la ballena blanca dejó de ser un enemigo para convertirse en un símbolo. En las décadas siguientes, la ciencia descubrió aspectos fascinantes sobre los cachalotes: su inteligencia social, su compleja estructura de comunicación acústica, su longevidad, su capacidad para recorrer miles de kilómetros en busca de alimento. De repente, aquel monstruo que hundía barcos empezó a ser visto como un ser extraordinario, antiguo, digno de admiración. La historia se redimensionó: lo que antes era una amenaza se convirtió en patrimonio natural.

Podemos afirmar, con la evidencia histórica en la mano, que la ballena blanca existió. Que hubo un Mocha Dick. Que hubo otros ejemplares blancos. Que hubo ataques documentados y uno de ellos hundió un barco entero. El mito no se alzó sobre la nada: se alzó sobre hechos que, por su rareza y su potencia narrativa, estaban destinados a transformarse en leyenda.

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Alfred Thayer Mahan y su influencia en el Desastre de 1898

Pocas figuras han dejado una huella tan profunda y duradera en la historia naval moderna como Alfred Thayer Mahan, un oficial estadounidense que, con la publicación en 1890 de The Influence of Sea Power upon History, 1660–1783, alteró de forma radical la manera en que las grandes potencias concebían su estrategia marítima, su política exterior y su proyección internacional. Su obra, estudiada con fervor en las academias navales de medio planeta, contribuyó a cimentar un nuevo paradigma según el cual el dominio del mar se convertía en la clave del poder global. Lo que quizá Mahan jamás imaginó es que sus teorías tendrían una aplicación tan inmediata y tan decisiva en un conflicto que, pocos años después, enfrentaría a su propio país con una España decadente, desgastada por décadas de errores políticos y estratégicos. La Guerra Hispano-Estadounidense de 1898, conocida en España como el Desastre del 98, no puede entenderse sin analizar la profunda influencia que las ideas mahanianas ejercieron sobre los dirigentes norteamericanos y, en paralelo, la incapacidad española para adoptar una doctrina naval coherente en un siglo XIX convulso y plagado de oportunidades perdidas.

Para entonces, España seguía contando —al menos sobre el papel— con una de las marinas de guerra más grandes del mundo. Todavía figuraba entre la cuarta o quinta escuadra mundial en número bruto de unidades, y poseía algunos buques modernos, cruceros acorazados como el Infanta María Teresa, el Vizcaya o el Almirante Oquendo, así como el imponente acorazado Pelayo, una nave única en su clase que simbolizaba las ambiciones frustradas del país por recuperar un protagonismo internacional que ya hacía décadas se le escapaba de las manos. En cambio, Estados Unidos, cuya marina había sido poco más que una fuerza costera tras la Guerra Civil, estaba en plena transformación. En menos de treinta años, pasaría de tener barcos de madera semidesfasados a liderar operaciones navales de escala global, preludio de la aparición de la célebre Gran Flota Blanca —la Great White Fleet— que Theodore Roosevelt enviaría a dar la vuelta al mundo en 1907 como demostración indiscutible de poder imperial.

Mahan no inventó el navío de acero ni la propulsión de triple expansión, pero sí ayudó a que la naciente superpotencia estadounidense comprendiera que el elemento marítimo, bien gestionado, podía convertirse en el pilar fundamental de su expansión. En un mundo en que las viejas monarquías europeas miraban con recelo la emergencia norteamericana, la doctrina de Mahan otorgó a Estados Unidos un marco teórico con el que justificar su ambición. A ojos del autor, el mar no era solo un espacio físico, sino el escenario privilegiado desde el que proyectar poder, garantizar la seguridad nacional y controlar los intercambios comerciales. Quien dominara las rutas marítimas, afirmaba, dominaría la historia.

España, por desgracia, había olvidado esa lección. Heredera del mayor imperio marítimo jamás visto bajo una sola corona, la nación que en el siglo XVI había surcado todos los océanos del planeta vivía, a finales del XIX, atrapada entre la nostalgia de su pasado glorioso y las miserias de una administración corrupta, perezosa y profundamente desconectada de los desafíos militares del mundo moderno. A diferencia del Reino Unido, que había asumido desde Nelson el valor del poder naval, o de Alemania, que bajo Guillermo II se lanzaba a una carrera frenética por construir acorazados que rivalizaran con la Royal Navy, España permanecía anclada en modelos conceptuales que ya no respondían a las exigencias tecnológicas de su tiempo. Sus teóricos seguían debatiendo entre la escuela clásica —que insistía en reproducir la lógica de las batallas de línea— y la escuela de buques ligeros —más adaptada a la realidad presupuestaria—, pero no lograban construir una doctrina coherente.

A esa falta de visión doctrinal se sumaba un mal endémico que ya había corroído los cimientos del país desde el reinado de Carlos IV: la omnipresente corrupción. La burocracia naval española era farragosa, lenta y, con demasiada frecuencia, presa de intereses políticos que obstaculizaban cualquier intento de modernización. Se malgastaban los escasos recursos disponibles, se encargaban buques que tardaban años en construirse y cuya vida útil comenzaba ya comprometida, y se tomaban decisiones estratégicas que respondían más a conveniencias personales que a un análisis frío de la coyuntura internacional. El caso del submarino Peral es el ejemplo más doloroso. Isaac Peral, visionario adelantado a su tiempo, diseñó un submarino operativo décadas antes de que los grandes imperios comprendieran el potencial de estas máquinas. La Marina española poseía así un arma revolucionaria, capaz de alterar el equilibrio naval mundial, pero lo dejó morir por falta de presupuesto, desconfianza burocrática y mezquindad política. Mientras tanto, en Estados Unidos y Alemania, sus teóricos observaban con atención ese tipo de innovaciones que España despreciaba.

En el escenario internacional, Estados Unidos ya había identificado la clave de su futuro: convertirse en una potencia oceánica capaz de proteger sus intereses comerciales desde el Atlántico al Pacífico. La doctrina del Destino Manifiesto —esa convicción casi religiosa de que la nación estadounidense estaba llamada a liderar el mundo— encontró en Mahan la herramienta intelectual perfecta para extenderse más allá del continente. Si hasta 1865 había prevalecido un cierto aislacionismo, en la década de 1880 Washington comprendió que el océano no debía ser barrera, sino puente. De esta forma nació la “diplomacia del cañonero”, una política exterior basada en el despliegue de acorazados frente a las costas de países considerados débiles o estratégicos, con el fin de imponer acuerdos comerciales, tutelar gobiernos o intimidar a rivales europeos. Allí donde aparecía una línea de casco blanco con cañones asomando al sol tropical, la voluntad estadounidense se hacía ley. Era la aplicación práctica del mahanismo: la política exterior como prolongación del poder naval.

En contraste, España llegaba al umbral del conflicto de 1898 agotada. La pérdida de sus territorios continentales americanos después de 1824 no solo había mutilado su extensión imperial, sino que había hundido su autoestima como nación marítima. Los intentos de recomponer la Armada durante el reinado de Isabel II, o posteriormente durante la Restauración borbónica, fueron tímidos, erráticos y siempre sometidos a vaivenes presupuestarios. Mientras Estados Unidos construía una armada uniforme, coherente y diseñada para operar a miles de kilómetros de sus puertos, España mantenía barcos de distintas procedencias, distintos armamentos, distintos calibres y distintos criterios de protección, lo que hacía extremadamente difícil su mantenimiento. El Pelayo era un símbolo de ambición frustrada: potente, pero único; armado, pero solitario; diseñado como buque capital de una flota que nunca llegó a existir. La clase Infanta María Teresa representaba un esfuerzo por modernizar la Marina con cruceros acorazados, pero estos llegaron tarde, con blindajes insuficientes, máquinas poco eficientes y artillería que no podía rivalizar con los cañones estadounidenses de tiro rápido.

Para más inri, España seguía siendo víctima de la persistente leyenda negra que, desde el siglo XVI, el Reino Unido había alimentado y que Estados Unidos heredó con entusiasmo. Mientras la prensa norteamericana —en manos de magnates como William Randolph Hearst— caricaturizaba a España como una nación medieval, cruel y racista, la realidad histórica era muy distinta. Para 1898, la esclavitud había desaparecido completamente del mundo hispánico, mientras que en Estados Unidos apenas hacía treinta años que se había abolido y la segregación racial seguía siendo un hecho legal, cotidiano e institucionalizado. Sin embargo, en el imaginario estadounidense —alimentado por propaganda interesada— la guerra se presentó como un acto de liberación contra un imperio opresor. Resulta irónico que, bajo el pretexto de liberar a Cuba, Estados Unidos terminara por convertirla en un protectorado, mientras que Puerto Rico fue directamente anexionada. Pero la propaganda se impondría a la verdad, y el mahanismo proporcionó el marco perfecto para justificar aquella empresa expansionista.

En el propio seno de la Armada Española existía una profunda contradicción. En la península, la institución seguía envuelta en un aura de prestigio casi romántico. El público recordaba las gestas de Lepanto, los galeones de Manila, las batallas contra piratas berberiscos o las campañas globales del siglo de los Austrias. Pero esa Armada épica no tenía nada que ver con la realidad del fin del XIX. Los arsenales estaban desfasados, los astilleros apenas podían producir unidades modernas, y la falta de carbón de calidad —crucial para los motores de triple expansión— hacía que muchos buques españoles navegaran con propulsión muy inferior a la prevista en sus diseños. En Estados Unidos, en cambio, se empleaba carbón de altísima calidad procedente de Pensilvania, con un poder calorífico superior que garantizaba mayores velocidades sostenidas. Cuando los cruceros acorazados españoles llegaron a Santiago de Cuba, estaban ya deteriorados por la travesía, mal alimentados de combustible y con calderas que apenas alcanzaban el rendimiento teórico. Los estadounidenses, en cambio, tenían navíos como los acorazados de la clase Indiana o los cruceros de la clase New York, máquinas modernas construidas para resistir, disparar rápido y mantener posiciones estratégicas durante horas.

Así se configuró el escenario del 98: de un lado, una España con cierta apariencia de potencia naval, pero sin doctrina, sin recursos y sin voluntad política; del otro, una nación joven, industrializada, ambiciosa y respaldada por una teoría naval que había entendido la esencia del poder global. El choque fue inevitable. La victoria estadounidense no fue fruto de un impulso repentino o de una superioridad coyuntural, sino la consecuencia lógica de décadas de preparación teórica, industrial y estratégica.

Alfred Thayer Mahan

Mahan, arquitecto intelectual del poder naval estadounidense

Para comprender plenamente el peso que tuvo la doctrina de Alfred Thayer Mahan en la guerra de 1898, resulta imprescindible detenerse brevemente en el contexto biográfico e intelectual que dio forma a sus ideas. Mahan no solo fue un historiador naval brillante, sino también un testigo privilegiado del proceso de modernización de la Armada de los Estados Unidos. Nacido en 1840 en West Point, en el seno de una familia profundamente vinculada a las armas, Mahan creció en un ambiente marcado por la disciplina castrense y por una reflexión constante sobre la función militar en la historia. Su formación como oficial de marina, unida al análisis de la decadencia que sufría la marina estadounidense tras la Guerra de Secesión, lo impulsó a reconstruir intelectualmente el papel del mar en el destino de las naciones. Inspirado por las guerras anglo-holandesas, los programas navales franceses del XVII y XVIII y, sobre todo, por la hegemonía británica establecida después de Trafalgar, Mahan desarrolló su tesis fundamental: el dominio del mar es condición indispensable para la grandeza de cualquier potencia.

El impacto inmediato de una teoría revolucionaria

Cuando publicó The Influence of Sea Power upon History en 1890, su obra fue recibida en Washington como una revelación estratégica. No era simplemente un estudio histórico, sino una guía práctica para el futuro. Mahan afirmaba que las naciones que poseen una marina mercante vigorosa, puertos bien situados, bases navales estratégicas y una flota de batalla capaz de obtener la supremacía decisiva estaban destinadas a dominar la política mundial. En aquel momento, Estados Unidos debatía su lugar en el mundo: ¿debía continuar siendo una potencia continental, o aspirar a una proyección internacional acorde con su tamaño, riqueza industrial y ambición? El pensamiento mahaniano proporcionó el marco teórico para dar el salto.

A partir de 1883, y con renovado impulso tras la publicación de Mahan, se puso en marcha el programa que pasaría a la historia como la New Navy, un esfuerzo masivo de industrialización militar que transformó por completo la marina estadounidense. Buques como el USS Maine, el USS Texas, los acorazados de la clase Indiana y los cruceros New York, Brooklyn y Olympia encarnaban la nueva filosofía: acero, artillería de tiro rápido, blindajes coherentes, logística eficiente y capacidad de operar a miles de kilómetros del territorio continental. El viaje del USS Oregon, bordeando el Cabo de Hornos para integrarse en la escuadra del Caribe, demostró al mundo entero que Estados Unidos había dejado atrás la etapa de flota costera.

Una España sin doctrina frente a un rival que sí la tenía

El contraste con España era abrumador. Aunque todavía figuraba sobre el papel entre las grandes armadas del mundo, la realidad era muy distinta. España careció a lo largo del siglo XIX de una doctrina naval coherente. Ningún teórico logró articular un modelo que orientara la construcción naval, la logística ni la política exterior. Los debates eran estériles: acorazados grandes o flota ligera, defensa del litoral o proyección colonial, inversión doméstica o compras en el extranjero. En la práctica, se acabó creando una flota híbrida, inconsistente y profundamente dependiente de decisiones políticas mal fundamentadas.

El Pelayo simboliza esa incoherencia estructural. Era un magnífico acorazado en sí mismo, pero un acorazado aislado, sin gemelos ni escuadra que lo acompañara, sin una estrategia definida para su uso y sin una doctrina que integrara su potencial en un plan de guerra coherente. A ello se sumaba la corrupción burocrática y la parsimonia administrativa. Mientras Estados Unidos construía sus buques en serie, con sistemas homogéneos de artillería y logística unificada, España mantenía unidades heterogéneas que complicaban su mantenimiento. El caso del submarino Peral, una revolución tecnológica que podría haber cambiado la historia naval mundial, quedó truncado por una mezcla de ignorancia política y mezquindad institucional que harían sonrojar incluso al más indulgente historiador.

El Pelayo en 1892.

La aplicación práctica del mahanismo en la política exterior de EEUU

Estados Unidos entendió antes que nadie, gracias al pensamiento de Mahan, que el control de los mares permitía moldear la diplomacia mundial. La llamada “diplomacia del cañonero” era precisamente la puesta en acción del mahanismo: emplear el poder naval para imponer condiciones comerciales y geopolíticas. Para ello resultaba indispensable un sistema global de bases navales, estaciones carboneras y puertos seguros. Cuba, Guam, Hawái, Puerto Rico y Filipinas encajaban en esa visión como piezas de un mismo rompecabezas.

España, por el contrario, no interpretó el Caribe ni el Pacífico desde una perspectiva estratégica global. Afrontó la crisis cubana como un problema colonial interno, no como una pieza crucial en el tablero mundial. En esa diferencia conceptual se encontraba ya el germen del desastre.

La superioridad material estadounidense frente al agotamiento español

En vísperas del conflicto, la asimetría material era tan evidente como la doctrinal. La calidad del carbón estadounidense, procedente de Pensilvania, era extraordinariamente superior al carbón español, lo que se traducía en mayor potencia real, mayor velocidad sostenida y menor desgaste de las calderas. Los buques españoles llegaron a Cuba fatigados, sobrecargados y muy por debajo de su rendimiento teórico. La escuadra de Cervera era valiente y disciplinada, pero no tenía posibilidad real de enfrentarse a una marina que disponía de mejores barcos, mejores artilleros, mejores suministros y una doctrina perfectamente interiorizada.

La tragedia del Cristóbal Colón ilustra el alcance del desastre. Era uno de los mejores cruceros acorazados del mundo, pero España lo envió a la guerra sin su artillería principal de 254 mm por un cúmulo de errores administrativos que hoy resultan incomprensibles. Los estadounidenses, mientras tanto, presentaban una escuadra homogénea y bien entrenada, capaz de mantener maniobras coordinadas durante horas y sostener un fuego rápido y preciso.

Cavite y Santiago: la doctrina Mahan se impone

La batalla de Cavite, en Filipinas, fue la demostración inmediata de la superioridad doctrinal estadounidense. Dewey, al mando del USS Olympia, aplicó los principios mahanianos con una precisión impecable: movilidad constante, distancia óptima de tiro, concentración de potencia de fuego y destrucción sistemática de la escuadra enemiga. Los barcos españoles, anclados, mal posicionados y con artillería obsoleta, no tenían posibilidad alguna.

En Santiago, la historia se repitió con mayor dramatismo. Empujado por un gobierno que no entendía la situación real, Cervera se vio obligado a salir en condiciones imposibles. Sus buques —Infanta María Teresa, Vizcaya, Oquendo, Cristóbal Colón— se enfrentaron a una muralla de acero encabezada por el USS Brooklyn, el USS Oregon, el USS Texas y otros buques cuyo rendimiento real duplicaba o triplicaba al de sus adversarios españoles. La batalla fue corta y devastadora. A pesar de ello, incluso los estadounidenses reconocieron el coraje de los marinos españoles, que enfrentaron lo imposible con una dignidad que solo aumenta la magnitud del sacrificio.

El malogrado Cristóbal Colón.

La transformación naval de Estados Unidos: de flota costera a potencia global

Para comprender el salto colosal que experimentó la Armada de los Estados Unidos en apenas unas décadas, es necesario retroceder a la situación previa a la publicación de Mahan. Tras la Guerra de Secesión, la marina norteamericana quedó prácticamente abandonada. El conflicto había impulsado avances importantes en buques acorazados y en el uso del vapor, pero, concluida la contienda, la nación se replegó de nuevo hacia un aislacionismo tradicional. La mayor parte de los buques construidos durante la guerra no solo fueron desguazados, sino que ni siquiera se mantuvo la estructura industrial necesaria para renovar la flota. En la década de 1870, Estados Unidos había regresado a una posición naval marginal, con embarcaciones de madera, artillería anticuada y una flota dispersa en pequeños destacamentos que servían más como presencia diplomática que como herramienta militar.

Europa contemplaba aquella situación con una mezcla de indiferencia y desdén. En los mares dominaban la Royal Navy británica y la Marine Nationale francesa, mientras que potencias emergentes como Italia, Alemania y Japón comenzaban a invertir de manera decidida en programas industriales. España, aunque debilitada, todavía mantenía una marina que podría considerarse competitiva en términos de número y tonelaje, pero estaba lejos de poseer la coherencia material y doctrinal que caracterizaba a los grandes actores atlánticos. En este panorama, Estados Unidos era visto como una potencia continental, sin interés real en proyectar fuerza más allá de sus costas.

Sin embargo, la década de 1880 marcaría un punto de inflexión. El crecimiento económico, la presión de los sectores industriales y la nueva mentalidad expansionista crearon el caldo de cultivo ideal para que la obra de Mahan se convirtiera en dogma.

La New Navy y la aplicación industrial del mahanismo

El mahanismo no fue simplemente un conjunto de ideas teóricas: fue un programa de industrialización militar que transformó por completo la capacidad naval estadounidense. Entre 1883 y 1898 se produjo un salto cuantitativo y cualitativo que no tenía precedentes en la historia naval occidental desde la creación de la flota acorazada británica. La New Navy no era solo una serie de buques de hierro y acero; era la expresión material de una revolución estratégica basada en la doctrina.

Buques como el USS Maine y el USS Texas representaban una nueva generación de acorazados costeros pesados, destinados inicialmente a proteger las costas norteamericanas. Pero la verdadera transformación vino de los acorazados de la clase IndianaUSS Indiana, USS Massachusetts y USS Oregon— que significaron el primer paso hacia una flota de batalla auténticamente oceánica. Estos buques, dotados de artillería en torres dobles alineadas en la crujía, blindaje homogéneo y máquinas potentes capaces de sostener velocidades superiores a las europeas equivalentes, marcaban una diferencia sustancial frente a los acorazados aislados de España, como el Pelayo.

El USS Maine en 1898, poco antes de ser autodestruido bajo ataque de falsa bandera.

Junto a los acorazados, los cruceros acorazados y protegidos se convirtieron en pilares esenciales de la estrategia mahaniana. El USS Brooklyn, el USS New York y especialmente el USS Olympia, buque insignia de George Dewey en Cavite, ejemplificaban la capacidad de proyección a larga distancia. A ello se sumaba una logística basada en el carbón de alta calidad de Pensilvania, que daba a los buques estadounidenses una ventaja operativa real sobre las marinas europeas que dependían de carbones de menor poder calorífico.

Mientras Estados Unidos estandarizaba diseños, homogeneizaba calibres y construía buques en serie, España continuaba comprando barcos de distintos astilleros extranjeros, cada uno con su propio sistema de mantenimiento, sus piezas específicas y sus tiempos de reparación incompatibles entre sí. El resultado fue una flota heterogénea, difícil de mantener, y sin un plan coherente de modernización. La comparación con Estados Unidos era inevitable: mientras los norteamericanos seguían una doctrina clara, España actuaba en función de coyunturas políticas, presiones presupuestarias o decisiones improvisadas.

La diplomacia del cañonero: el poder naval como extensión de la política exterior

Uno de los aspectos más fascinantes —y más inquietantes— del mahanismo fue su impacto directo en la política exterior estadounidense. La diplomacia del cañonero, que consistía en el despliegue de unidades navales para presionar o intimidar a otras naciones, se convirtió en un instrumento legítimo para Washington. No era una práctica nueva, pues el Imperio británico llevaba décadas utilizando sus cruceros como garantes de “civilización” en todo el mundo, aunque en realidad no se trataba más que de otra forma de imponer su hegemonía económica. Sin embargo, Estados Unidos adoptó esta práctica con un estilo propio: menos sutil, más directo y profundamente ligado a su expansión comercial.

Cuba, Puerto Rico y Filipinas adquirían así un significado que iba más allá de la rivalidad colonial con España. Para Washington, estas posesiones eran piezas estratégicas que garantizaban el control del Caribe y del Pacífico occidental. Desde esa perspectiva, la guerra de 1898 no fue un conflicto espontáneo ni accidental, sino la consecuencia lógica del pensamiento mahaniano aplicado a la geopolítica. Estados Unidos necesitaba bases avanzadas, puertos seguros y enclaves desde los que proyectar su marina al resto del mundo. El hundimiento del USS Maine —cuya causa sigue siendo objeto de debate histórico— sirvió como pretexto para desencadenar un conflicto que llevaba años gestándose en los círculos navales e industriales norteamericanos.

Caricatura en la publicación Blanco y Negro, en la que los españoles retan, directamente, a Estados Unidos, acusándolos de cobardes y de usar a cubanos racializados para instigar la revuelta.

La prensa sensacionalista, animada por figuras como William Randolph Hearst, contribuyó decisivamente a moldear la opinión pública, manipulando la imagen de España y reforzando una visión estereotipada y exagerada de su presencia en Cuba. Se trataba, en buena medida, de una nueva forma de Leyenda Negra adaptada al contexto estadounidense: España era presentada como una potencia decadente, cruel y atrasada, pese a que para 1898 ya no existía esclavitud en territorio español, mientras que en Estados Unidos, aún después de la abolición formal, persistían formas activas de segregación racial. La ironía histórica resulta evidente, aunque raramente se menciona.

España frente a un adversario moderno: la imposibilidad de la resistencia

A medida que se acercaba el estallido del conflicto, la diplomacia española actuó con torpeza y lentitud. Las autoridades confiaban en que la amenaza del Pelayo, del Carlos V y de los cruceros de primera clase bastaría para disuadir a Estados Unidos de un enfrentamiento directo. Lo que no comprendieron es que los norteamericanos habían internalizado el pensamiento de Mahan: la guerra no debía evitarse, sino buscarse si podía otorgar una posición estratégica superior. Para Estados Unidos, enfrentarse a España no era un riesgo, sino una oportunidad histórica para afirmar su poder naval.

Proa del crucero acorazado Emperador Carlos V, poco antes de 1898.

España, por su parte, mantenía un optimismo trágico sobre sus capacidades. Sobre el papel, seguía figurando entre las grandes marinas del mundo, situándose en torno al cuarto o quinto puesto mundial en número de unidades y tonelaje. Pero esta impresión era engañosa. La mayor parte de los buques españoles eran unidades antiguas, cruceros de madera recubierta de hierro, navíos con artillería de carga lenta o buques mal blindados. Incluso los más modernos, como los de la clase Infanta María Teresa, presentaban graves debilidades estructurales, especialmente en su protección delantera y en la distribución del peso. La calidad del carbón español reducía drásticamente la potencia temporal de las máquinas, lo que dejó a los barcos muy por debajo de su velocidad teórica.

Mientras tanto, Estados Unidos mostraba su potencia industrial con hechos. La llegada del USS Oregon desde la costa del Pacífico hasta el Caribe, recorriendo más de 14.000 millas en un tiempo récord, simbolizaba la nueva etapa del poder naval estadounidense. Aquel viaje épico causó conmoción en Europa: una marina que pocos años antes apenas contaba para la política internacional demostraba que podía proyectar fuerza a cualquier punto del mundo.

El modernísimo USS Oregon en 1898.

La Guerra de 1898: choque entre doctrinas, sistemas y visiones del mundo

Cavite: el primer acto de un desastre anunciado

Cuando estalló la guerra en abril de 1898, la primera demostración del abismo doctrinal entre las dos marinas se produjo en Filipinas. La escuadra del almirante Patricio Montojo, antiquísima en su concepción, carente de blindaje efectivo y mal apoyada desde la metrópoli, tenía pocas posibilidades reales de enfrentarse a una fuerza moderna comandada por el comodoro George Dewey. La respuesta estadounidense fue una aplicación casi quirúrgica del pensamiento mahaniano: movilidad, concentración de fuego, disciplina en las distancias y control absoluto del ritmo de la batalla.

El USS Olympia, escoltado por el USS Baltimore, USS Raleigh, USS Boston y otros cruceros modernos, entró en la bahía de Manila de madrugada, excediendo en velocidad, artillería y autonomía a todos los buques españoles. El escenario no podría haber sido peor para España: los buques de Montojo estaban fondeados, sin margen de maniobra, con sus cascos envejecidos y una artillería que apenas podía sostener un intercambio prolongado.

El USS Olympia en 1899.

La batalla duró escasas horas. El almirante Dewey ejecutó un plan impecable: mantener el movimiento constante, elegir el ángulo de aproximación y ejecutar pasadas sucesivas para martillar a la flota española desde distancia segura. Mahan había insistido en la importancia de la movilidad como fuerza multiplicadora: un buque en movimiento posee decenas de ventajas sobre uno estático, y Dewey lo demostró con precisión matemática.

El resultado fue devastador. La escuadra española quedó destruida o incendiada; la moral se hundió; los depósitos de munición se consumieron rápidamente; y aunque la resistencia española fue valiente, careció de cualquier posibilidad de éxito. El contraste doctrinal era demasiado grande. Para España, Cavite simbolizó el principio del final; para Estados Unidos, se convirtió en el acto inaugural del nuevo siglo naval.

Santiago de Cuba: la tragedia de Cervera y el triunfo del mahanismo

Si Cavite fue el prólogo, Santiago fue el clímax del desastre. La escuadra española dirigida por el almirante Cervera se encontraba cercada, sin apoyo terrestre real, con los depósitos de carbón saturados de combustible de baja calidad que aumentaba el riesgo de incendio, y muy por debajo del rendimiento teórico de sus máquinas. Aun así, Cervera tuvo que obedecer la orden de salir, sabiendo que lo hacía para la muerte.

La escuadra estadounidense, liderada por el almirante William T. Sampson y, en la práctica, dirigida por el audaz Winfield Scott Schley, desplegó un dispositivo que encarnaba la esencia del mahanismo: un anillo de acero compuesto por buques modernos, disciplinados y homogéneos, con artillería de tiro rápido y tripulaciones entrenadas al máximo nivel. El USS Brooklyn, el USS Texas, el USS Iowa, el USS Oregon y otros navíos formaban un muro insalvable.

El USS Texas en 1898.

Cuando los buques españoles —Infanta María Teresa, Vizcaya, Oquendo y Cristóbal Colón— se lanzaron hacia la libertad, el choque fue inmediato. La velocidad española quedó reducida por el carbón; la artillería tardaba en cargar; las calderas amenazaban con estallar; y las cubiertas de madera ardían con facilidad ante los proyectiles estadounidenses.

El Oregon, quizá el buque estadounidense más temido de la contienda, demostró la auténtica revolución industrial del país: mantenía velocidades superiores a 16 nudos durante largos periodos, giraba con una potencia desconocida en la marina española y disparaba con precisión mecánica. La persecución del Cristóbal Colón fue una de las escenas más simbólicas de la guerra: un crucero moderno español, más rápido que sus adversarios teóricamente, tuvo que ver cómo su ventaja desaparecía por carecer de su artillería principal, maldecido por decisiones burocráticas tomadas en Madrid años antes.

La batalla duró menos de lo que la dignidad de los marinos españoles hubiera merecido. Cervera y sus hombres lucharon con valentía conmovedora, pero la doctrina estadounidense, la disciplina de sus marinos y la mecánica de sus buques se impusieron sin contemplaciones. España no perdió por cobardía, sino por décadas de abandono, corrupción y ceguera estratégica. Estados Unidos ganó porque había comprendido, gracias a Mahan, que la supremacía naval era el camino hacia la supremacía global.

Restos del Cristóbal Colón.

La guerra terrestre: un teatro secundario condicionado por el dominio del mar

Aunque la historiografía estadounidense insiste en la importancia de las operaciones terrestres —especialmente la célebre carga de los Rough Riders liderados por Theodore Roosevelt en San Juan Hill—, lo cierto es que estas acciones fueron, en gran medida, irrelevantes desde una perspectiva estratégica. Lo decisivo fue el mar. La victoria estadounidense en Cuba y Puerto Rico se debió principalmente al control absoluto de las rutas marítimas. Sin capacidad para reabastecer tropas, España quedó estrangulada, mientras que Estados Unidos podía transportar miles de soldados sin temor a interdicciones.

En Filipinas ocurrió lo mismo: la victoria de Dewey convirtió a Manila en un enclave aislado e indefendible, más allá de la resistencia admirable, aunque dispersa, del Ejército español. La guerra terrestre, en realidad, fue una prolongación lenta de una derrota que ya se había consumado en el agua.

La propaganda, la manipulación y la nueva Leyenda Negra

Estados Unidos, como antes Gran Bretaña, supo crear una narrativa favorable para justificar sus acciones. A través de una prensa amarillista perfectamente coordinada, se construyó la imagen de una España atrasada, cruel y decadente. Hearst y Pulitzer utilizaron la guerra como un escaparate para vender periódicos, recurriendo a mentiras, exageraciones y análisis superficiales que hoy serían fácilmente desmontables. Pero en aquel contexto, la maquinaria propagandística fue decisiva: moldeó la opinión pública norteamericana, presionó al gobierno y contribuyó a la demonización internacional de España.

Es significativo que, para 1898, España habría abolido la esclavitud en todas sus posesiones, mientras que en Estados Unidos persistían formas estructurales de discriminación racial. Sin embargo, la propaganda estadounidense presentaba a la monarquía española como una entidad anacrónica y despótica, lista para ser sustituida por la “civilización” norteamericana. La ironía es amarga: un país que segregaba a millones de ciudadanos de su propio territorio se arrogaba el papel de liberador moral en Cuba y Filipinas.

El fin de un imperio y la sensación de humillación nacional

El resultado global de la guerra fue una conmoción profunda para España. Cuba, Puerto Rico y Filipinas se perdieron en apenas meses. La Marina había sido destruida sin haber podido demostrar su valor real en una batalla justa. Los soldados regresaron a la península enfermos, exhaustos y mal recibidos, víctimas de un Estado que no supo honrar su sacrificio. El país quedó sumido en un pesimismo colectivo que marcó a toda una generación: la famosa Generación del 98.

Estados Unidos, en cambio, emergió como una potencia naval de primer orden. Por primera vez, se situó en la consideración internacional al nivel de Francia, Alemania y el Reino Unido. Y, en muchos aspectos, comenzó a superarlas. La guerra del 98 había sido su examen de ingreso al club de imperios globales, y lo había aprobado con nota.

El infame Tratado de París de 1898. España se resigna frente a su incapacidad.

El legado inmediato del 98: Estados Unidos descubre su vocación imperial

La victoria en la guerra hispano-estadounidense no fue solo un éxito militar, sino un acontecimiento psicológico determinante para la identidad de Estados Unidos como potencia mundial. Hasta entonces, el país se había debatido entre su tradición aislacionista y las presiones crecientes de sus sectores industriales y expansionistas. La doctrina de Alfred Thayer Mahan había mostrado el camino; la guerra de 1898 lo confirmó de manera contundente. Estados Unidos comprendió que el mar no solo era un escenario secundario, sino el eje central de la geopolítica moderna. Si quería competir con los grandes imperios del planeta, necesitaba una marina de primera categoría, buques proyectables globalmente y un sistema de bases que sostuviera su poder lejos de la costa continental.

La incorporación de Puerto Rico, Guam y Filipinas, junto con el control indirecto sobre Cuba, configuró un mapa estratégico que respondía punto por punto al ideario mahaniano. Estados Unidos ya no era una potencia encerrada en el hemisferio occidental: comenzaba a adquirir la estructura geopolítica de un imperio oceánico. El propio Mahan fue invitado a reuniones de alto nivel con Theodore Roosevelt y otros líderes políticos, quienes consideraban sus ideas esenciales para orientar la política exterior. Por primera vez, un teórico naval norteamericano había determinado el rumbo estratégico de la nación.

La “Gran Flota Blanca”: símbolo de poder y diplomacia naval

Si el triunfo en el Caribe y en Filipinas fue el acto fundacional del nuevo imperialismo estadounidense, la creación de la Gran Flota Blanca fue su presentación oficial al mundo. Theodore Roosevelt, ferviente admirador de Mahan, entendió que la marina no solo debía ser empleada en combate, sino también como herramienta diplomática. De este razonamiento surgió la decisión de organizar una flota imponente de acorazados recién construidos, pintados de blanco para simbolizar paz —aunque su verdadero significado era el poderío—, que diera la vuelta al mundo entre 1907 y 1909.

Esta expedición monumental, compuesta por dieciséis acorazados de última generación, tenía un propósito evidente: demostrar a las potencias europeas y asiáticas que Estados Unidos había entrado en el club selecto de las grandes armadas. La flota navegó por el Pacífico, recaló en Japón, cruzó el Índico, pasó por el Mediterráneo y regresó al Atlántico, generando una impresión generalizada de asombro y respeto. El eco psicológico fue enorme. Desde Londres hasta Berlín, desde París hasta San Petersburgo, los observadores navales comprendieron que la marina estadounidense se había convertido en una fuerza comparable —y en algunos aspectos superior— a las grandes flotas europeas.

Gran Bretaña, acostumbrada a dominar los mares sin discusión desde Waterloo, asistió con creciente inquietud al ascenso norteamericano. La Royal Navy, pese a su colosal tonelaje, comenzaba a mostrar signos de vulnerabilidad ante rivales emergentes como Alemania y Japón, y ahora debía vigilar también el crecimiento estadounidense. El equilibrio naval global cambiaba a una velocidad inesperada, impulsado por factores industriales, tecnológicos y doctrinales que Estados Unidos supo utilizar mejor que nadie.

La Gran Flota Blanca atravesando el Estrecho de Magallanes.

La revolución industrial de los astilleros estadounidenses

Para comprender la magnitud del salto norteamericano, hay que observar la base material que sostuvo este ascenso. Estados Unidos poseía, a comienzos del siglo XX, la mayor capacidad industrial del mundo. Sus fundiciones produjeron cantidades ingentes de acero; sus fábricas de artillería desarrollaron piezas de calibre uniforme, fiables y fáciles de mantener; y sus astilleros —como los de Newport News o Philadelphia Navy Yard— trabajaban con una eficacia que Europa tardaría en igualar. Mientras la construcción naval española seguía atrapada en la penuria presupuestaria y la dependencia de compras extranjeras, Estados Unidos fabricaba buques en serie, con sistemas homogéneos y estándares industriales avanzados.

La diferencia con España era brutal. En los años posteriores al 98, los astilleros españoles apenas podían mantener los cruceros y destructores ya existentes, muchos de ellos adquiridos a la carrera y sin coherencia de diseño. La falta de una industria pesada moderna impedía cualquier reactivación seria de la política naval. Estados Unidos, en cambio, pasó de construir unos pocos buques de hierro en la década de 1880 a producir acorazados y cruceros de manera regular. Cada nueva clase superaba a la anterior en blindaje, potencia de fuego y rendimiento mecánico.

De hecho, en la década posterior al 98, los buques estadounidenses ya rivalizaban con los acorazados británicos. Y lo hacían con una visión estratégica clara: despliegue global, capacidad de combate decisivo y control absoluto de las rutas marítimas.

El Canal de Panamá: culminación geopolítica del mahanismo

Uno de los puntos clave de la doctrina de Mahan era la necesidad de controlar pasos estratégicos que permitieran acelerar la movilidad de la flota. Para Estados Unidos, la separación entre el Atlántico y el Pacífico era un problema crítico que había quedado en evidencia durante la guerra de 1898. El viaje épico del USS Oregon bordeando el Cabo de Hornos durante más de dos meses demostró la urgencia de contar con una vía rápida que conectara ambas costas.

La construcción del Canal de Panamá, iniciada tras la independencia artificialmente promovida del territorio panameño en 1903, fue la culminación natural del pensamiento mahaniano aplicado a la realidad geopolítica. Con el canal, Estados Unidos conseguía unir dos océanos en términos militares, garantizando que su flota pudiera desplazarse de un teatro de operaciones a otro en tiempo récord. Ninguna otra potencia disponía de semejante ventaja estratégica en 1914, cuando el canal fue inaugurado. En cierto modo, Panamá fue la obra maestra material de Mahan: la infraestructura que aseguraba para siempre el dominio estadounidense.

El SS Kroonland atravesando el Canal de Panamá, escoltado por remolcadores, en 1915.

La sombra de Alemania y el equilibrio del poder naval

Aunque Estados Unidos ascendía imparable, no lo hacía en un vacío estratégico. Alemania, bajo el impulso del almirante Alfred von Tirpitz y el apoyo del káiser Guillermo II, había emprendido un ambicioso programa de creación de una flota destinada a rivalizar con la Royal Navy. La doctrina alemana, basada en la Risikoflotte (flota de riesgo), pretendía ser suficientemente poderosa para obligar a Gran Bretaña a negociar o renunciar a un conflicto directo. Entre 1898 y 1914, la Kaiserliche Marine construyó acorazados que estaban a la altura —o incluso superaban— a los británicos en varios aspectos.

Estados Unidos observó esta carrera armamentística con atención. Aunque no participó directamente en la escalada naval europea, desarrolló una flota cada vez más sofisticada, consciente de que el siglo XX sería un siglo marítimo. De hecho, a partir de 1900, la marina estadounidense superó en capacidad tecnológica a la española, italiana, austrohúngara e incluso francesa, situándose en el segundo nivel solo por detrás de la Royal Navy y, en algunos órdenes técnicos, por delante de ella.

En menos de cien años, Estados Unidos había pasado de ser una potencia marítima irrelevante a convertirse en uno de los pilares del equilibrio naval mundial. Y lo había logrado gracias a la aplicación disciplinada y coherente del pensamiento de Mahan.

El crucero ligero alemán SMS Emdem en Kiel, en 1909.

España tras el 98: la resignación estratégica de una potencia agotada

En España, la derrota provocó una profunda crisis política e intelectual. El país perdió su último gran imperio justo cuando la modernidad industrial imponía nuevas reglas. Sin recursos, sin voluntad política y sin un proyecto naval coherente, la Armada quedó relegada a un papel secundario. Se intentaron reformas, se reestructuraron algunas ramas y se propuso una renovación técnica, pero nada comparable al dinamismo estadounidense. España se vio obligada a asumir un papel periférico, muy lejos del protagonismo que había tenido en los siglos anteriores.

La comparación con Estados Unidos era dolorosa pero inevitable: mientras los norteamericanos construían acorazados en serie y proyectaban su poder global, España luchaba por mantener una flota reducida y para uso casi exclusivamente defensivo. El 98 no fue solo un desastre militar, sino el fin de un modelo de Estado que no había sabido adaptarse a la nueva era del acero, el carbón y la política global.

El mahanismo como arquitectura del siglo XX

La doctrina de Alfred Thayer Mahan fue, sin duda, una de las fuerzas intelectuales más influyentes en la formación del mundo contemporáneo. Sus ideas transformaron a Estados Unidos en una potencia naval, moldearon la política exterior norteamericana, aceleraron la caída del imperio español y alteraron el equilibrio global de forma irreversible. El 98 fue, en ese sentido, mucho más que un episodio bélico: fue un punto de inflexión en la historia de los océanos, la consolidación de una nueva hegemonía y el anuncio solemne de que el siglo XX sería un siglo norteamericano.

Sin embargo, el análisis frío de los hechos no debe ocultar la dimensión humana, política y moral del conflicto. Estados Unidos aplicó con audacia, determinación y disciplina una doctrina que España no supo adoptar. Pero lo hizo también con una agresividad imperial que ocultó bajo discursos de liberación y modernidad. La prensa fabricó caricaturas, el gobierno manipuló el relato y el expansionismo fue disfrazado de filantropía. Se aprovechó de una España exhausta, debilitada por su propia corrupción, pero que aún conservaba una altísima dignidad militar y moral.

En 1898 España ya no era la potencia oceánica que había dominado tres océanos durante siglos, pero tampoco era la caricatura que los panfletos estadounidenses dibujaron entonces y que ciertos historiadores poco rigurosos han querido perpetuar. En realidad, España había abolido la esclavitud; intentaba reformar sus estructuras políticas; mantenía un imperio cohesionándose como podía; y conservaba una tradición naval heroica, que incluso sus enemigos reconocieron en el fragor de la batalla.

El trauma español: entre la derrota y la dignidad

La pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas fue un golpe devastador para la conciencia nacional. Las flotas de Montojo y Cervera, derrotadas más por la inercia de décadas de abandono que por falta de valor, dejaron en el imaginario español una herida profunda. La nación entró en un periodo de introspección amarga, pero también de lucidez intelectual: la Generación del 98, con todas sus contradicciones, surgió de esa herida, transformando la derrota en materia de reflexión filosófica y cultural.

Sin embargo, más allá de las lamentaciones, hubo algo que España no perdió jamás en el 98: la dignidad. Las últimas acciones de la Armada, en Cavite y en Santiago, se caracterizaron por una gallardía que asombró incluso a los vencedores. Cervera salió al combate sabiendo que marchaba hacia la muerte. Sus hombres lucharon y ardieron en cubiertas de madera, conscientes de que se enfrentaban a una flota superior en todo. Esa voluntad de honor, esa convicción silenciosa de cumplir con el deber aunque la historia ya estuviese escrita, es uno de los episodios más respetables de la historia naval universal.

Y si Estados Unidos ganó porque supo comprender el mundo moderno, España perdió, en buena medida, porque aún seguía atada a un pasado glorioso que sus gobernantes no supieron traducir al presente. Fue una derrota del Estado, no de sus marinos; una derrota de la burocracia, no de la identidad nacional; una derrota de la máquina administrativa, nunca del corazón del país.

Tras 1898, España ya no figuraría entre las grandes potencias, pero su legado no desapareció. Las rutas que abrió, las ciudades que fundó, los océanos que cartografió y la cultura que transmitió siguieron siendo parte indeleble del mundo. Por más que las propaganda anglosajona insistiera en su supuesta decadencia, la realidad histórica demostraba que pocas naciones habían marcado de manera tan profunda la historia marítima del planeta.

En cierto modo, España pasó de ser un imperio a ser una conciencia: la conciencia histórica de Europa, la brújula moral de un pasado compartido y el recuerdo constante de que el poder no se mide solo en barcos o en cañones, sino también en ideas, lenguas, leyes, símbolos, ciudades y generaciones enteras que viven bajo su legado.

El Reina Mercedes hundido en la Bahía de Cuba.

Cuando las naciones se miran en el espejo del mar

Al final, la historia de Mahan, de Estados Unidos y de España en 1898 no es únicamente la historia de una guerra. Es la historia de dos visiones del mundo: la del imperio joven, impetuoso, ansioso por expandirse y decidido a dominar los mares; y la del imperio antiguo, cansado pero noble, que aún conservaba el eco de siglos navegando en horizontes que otros apenas empezaban a soñar.

El mar, que había sido durante tanto tiempo patrimonio natural de España, se convirtió entonces en escenario de un relevo histórico. Pero incluso en la derrota, España mantuvo algo que no puede perderse nunca: la memoria. Porque las naciones no viven solo en su presente, sino también en aquello que han sido y en aquello que, pese a todo, siguen representando.

Y cuando la espuma del mar y del combate se asentó sobre el mar Caribe y sobre la bahía de Manila, cuando los últimos cañones callaron, cuando los acorazados estadounidenses regresaron victoriosos y los barcos españoles ardieron sobre la costa, el océano —ese juez implacable y eterno— pareció guardar silencio por un instante, como si reconociera, entre el humo y la ceniza, a dos pueblos que habían mirado su destino reflejado en él.

Los unos, emergiendo a la gloria.
La otra, despidiéndose de un imperio.
Pero ambos, inevitablemente, hijos del mar.

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